“La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nosotros mismos que no somos más que esclavos.”
William Shakespeare, Julio César, act. I, esc. II
La escuela pública es, parafraseando al fallecido Bardem, políticamente nula, socialmente ineficaz, culturalmente ridícula y educativamente patética. Está dominada, caciquil y exclusivamente para sus intereses, por cuatro mandarinatos: los alumnos (o los alumn@s como escribiría un hortera), los padres (y las madres, como diría un político en campaña), la Administración y los profesores (y las profesoras, como diría un sindicalista). Sin embargo, estos mandarinatos no luchan en igualdad de poder y no son, por tanto igualmente responsables.
Los alumnos constituyen el poder fáctico mas débil. Sin embargo, no por ello dejan de ser cómplices de una situación que en un mal cálculo creen que les beneficia. Cegados por la inmediatez que les permite haber convertido la escuela en un apéndice de la barbarie cotidiana no comprenden que a la larga su perjuicio es máximo. Sin ninguna organización interna dentro de los mismos institutos que les permitiría presionar, desorganización hábilmente alentada por las distintas Juntas Directivas para quien les resulta cómodo que sea así, los alumno viven a la expensa exclusiva del aprobado o suspenso. Y así, hay mucha protesta cuando suspenden, pero nada ocurre cuando la situación de descontrol permanente les permite pasar el rato embruteciéndose. Al fin y al cabo el alumno considera que la vida auténtica es la presentada por Boris Izaguirre, Gran Hermano y los anuncios y busca reproducirla en las paredes interiores del centro escolar. Por eso, la situación de degradación, falta de disciplina y caos interno le parece normal, le parece, y lo triste es que lo ha acabado siendo, su mundo.
El segundo mandarinato son los padres. Instaurados como una especie de poder en la sombra que podría mover hilos, poder prácticamente inexistente, la amenaza permanente del padre que aparece en el instituto para ver qué ha pasado con su hijo funciona: nadie, o casi nadie, quiere líos. O diciéndolo en otras palabras: entre el deber y la comodidad la gran mayoría del profesorado prefiere la comodidad. Así, el mandarinato de los padres se ejerce por omisión de la administración o del profesorado: como no quieren el enfrentamiento, la sola amenaza de su visita, el “que viene el lobo”, basta para conseguir objetivos. Lo cual, evidentemente, es aprovechado por los padres más impresentables que a través de presiones y ante la molicie general logran sacar adelante, pues de eso se trata, a sus hijos. Y así, y con estos ejemplos que son consecuencia mas no causa de la situación, de paso, se crea la imagen, falsa, de que los padres cuanto más lejos mejor, lo cual lleva a la escuela pública a ser más privada, de los profesores, que la privada.
Así, y paradójicamente, resultan eliminados los derechos de los usuarios. Los alumnos al quedar reducidos a meros apéndices del mobiliario que pueden hacer lo que quieren excepto pedir que se cumpla con la obligación de educarlos, y claro está, nunca lo piden, y los padres, que se convierten en invisibles excepto esas Asociaciones de carácter nacional (CEAPA o CONCAPA) que no son sino instrumentos políticos de los respectivos partidos más preocupados en hacer brindis al sol y defender su parcela de poder que en ponerse, a su vez, a trabajar.
El tercer mandarinato, y ya más culpable, es la administración. Y no se trata tanto de un problema de legislación como de control de la situación y de hacer cumplir la ley. La inspección educativa, convertida en jefe de personal y voz de su amo a la hora de recortar plantillas, no inspecciona nada en lo referente a la calidad de la enseñanza y cuando lo hace es únicamente para cubrir el expediente burocrático: pedir documentos donde todo lo que se dice es pura palabrería. Así, el estado como tal, es decir: el garante de la ley frente al privilegio, se ha desplazado a mero observador de la realidad, cediendo el papel principal que debería tener -en una clara dejación de funciones- a colectivos con intereses corporativos (sindicatos, funcionarios, AMPAS y alumnos) que buscan su propio interés. La institución y su acción ya no es social sino privada: se trata de que los gremios que componen la denominada comunidad educativa (padres, alumnos, personal de servicio y profesores) luchen por sus respectivas parcelas y sus privilegios. Y así, poco a poco, como muy bien señala Mariano Fernández Enguita, la educación va dejando de ser pública y se va convirtiendo en un feudo del interés del más fuerte.
Y, lógicamente, este más fuerte es el cuarto mandarinato: el profesorado. El último mandarinato, y el más culpable de todos, es el del profesorado. Amparados en su condición de funcionarios, la cual sin embargo no es la culpable, y en un sistema de funcionamiento y organización absurdo e ineficaz, que las nuevas leyes no sólo no mejoran sino que lo estropean aún más con mayor “corporización”, sin ningún tipo de responsabilidad ni de tener que rendir cuentas ante nadie (los alumnos no tienen voz, los padres tampoco y la Administración hace que no ve), convierten sus intereses personales en la base principal sobre la cual se elabora todo el desarrollo de la institución. Las Juntas Directivas gobiernan con un aire familiar, no profesional, y sin plantearse la idea de eficacia, dirección o liderazgo, sólo buscando complacer al mayor número de los profesores cueste lo que cueste. El claustro de profesores, donde de nada se discute, tiene su máximo punto de excitación y lucha en el célebre horario (entrar lo más tarde posible y largarse cuanto antes), que se ha acabado convirtiendo en un fraude constante de ley. Toda la organización del instituto, de esta forma, está hecha para servir los intereses del profesorado, olvidando cualquier criterio social o pedagógico: es el puro privilegio. Así, todo el sistema crea la inercia para no hacer nada porque cualquier intento de hacerlo resulta ya titánico. La mayoría del profesorado -que pudiera ser en otras condiciones buenísimos profesionales- se sumerge entonces, por la fuerza de esa inercia maligna, en esa dinámica de pasividad, de cumplir las horas esperando que llegue el verano y, luego, el próximo curso tan desaprovechado como este.
La escuela pública responde así perfectamente al ideal del pacto siniestro. Nadie exige nada a nadie a cambio de que nadie le exija nada a él. Las grandes palabras afloran: solidaria, creativa, participativa, democrática,...Mientras tanto, las escuelas privadas, ¿cuántos profesores de la pública llevan a sus hijos a la privada?, van ganando alumnos año tras año y las públicas lo pierden exceptuando aquellas zonas en las que hay un usuario cautivo. Pero la culpa, como siempre, está en las estrellas (y en el PP, los neoliberales, la televisión, la sociedad y, por supuesto, la globalización y el pensamiento único).
Y no en nosotros mismos siempre inocentes.
Siempre tan cómplices.
William Shakespeare, Julio César, act. I, esc. II
La escuela pública es, parafraseando al fallecido Bardem, políticamente nula, socialmente ineficaz, culturalmente ridícula y educativamente patética. Está dominada, caciquil y exclusivamente para sus intereses, por cuatro mandarinatos: los alumnos (o los alumn@s como escribiría un hortera), los padres (y las madres, como diría un político en campaña), la Administración y los profesores (y las profesoras, como diría un sindicalista). Sin embargo, estos mandarinatos no luchan en igualdad de poder y no son, por tanto igualmente responsables.
Los alumnos constituyen el poder fáctico mas débil. Sin embargo, no por ello dejan de ser cómplices de una situación que en un mal cálculo creen que les beneficia. Cegados por la inmediatez que les permite haber convertido la escuela en un apéndice de la barbarie cotidiana no comprenden que a la larga su perjuicio es máximo. Sin ninguna organización interna dentro de los mismos institutos que les permitiría presionar, desorganización hábilmente alentada por las distintas Juntas Directivas para quien les resulta cómodo que sea así, los alumno viven a la expensa exclusiva del aprobado o suspenso. Y así, hay mucha protesta cuando suspenden, pero nada ocurre cuando la situación de descontrol permanente les permite pasar el rato embruteciéndose. Al fin y al cabo el alumno considera que la vida auténtica es la presentada por Boris Izaguirre, Gran Hermano y los anuncios y busca reproducirla en las paredes interiores del centro escolar. Por eso, la situación de degradación, falta de disciplina y caos interno le parece normal, le parece, y lo triste es que lo ha acabado siendo, su mundo.
El segundo mandarinato son los padres. Instaurados como una especie de poder en la sombra que podría mover hilos, poder prácticamente inexistente, la amenaza permanente del padre que aparece en el instituto para ver qué ha pasado con su hijo funciona: nadie, o casi nadie, quiere líos. O diciéndolo en otras palabras: entre el deber y la comodidad la gran mayoría del profesorado prefiere la comodidad. Así, el mandarinato de los padres se ejerce por omisión de la administración o del profesorado: como no quieren el enfrentamiento, la sola amenaza de su visita, el “que viene el lobo”, basta para conseguir objetivos. Lo cual, evidentemente, es aprovechado por los padres más impresentables que a través de presiones y ante la molicie general logran sacar adelante, pues de eso se trata, a sus hijos. Y así, y con estos ejemplos que son consecuencia mas no causa de la situación, de paso, se crea la imagen, falsa, de que los padres cuanto más lejos mejor, lo cual lleva a la escuela pública a ser más privada, de los profesores, que la privada.
Así, y paradójicamente, resultan eliminados los derechos de los usuarios. Los alumnos al quedar reducidos a meros apéndices del mobiliario que pueden hacer lo que quieren excepto pedir que se cumpla con la obligación de educarlos, y claro está, nunca lo piden, y los padres, que se convierten en invisibles excepto esas Asociaciones de carácter nacional (CEAPA o CONCAPA) que no son sino instrumentos políticos de los respectivos partidos más preocupados en hacer brindis al sol y defender su parcela de poder que en ponerse, a su vez, a trabajar.
El tercer mandarinato, y ya más culpable, es la administración. Y no se trata tanto de un problema de legislación como de control de la situación y de hacer cumplir la ley. La inspección educativa, convertida en jefe de personal y voz de su amo a la hora de recortar plantillas, no inspecciona nada en lo referente a la calidad de la enseñanza y cuando lo hace es únicamente para cubrir el expediente burocrático: pedir documentos donde todo lo que se dice es pura palabrería. Así, el estado como tal, es decir: el garante de la ley frente al privilegio, se ha desplazado a mero observador de la realidad, cediendo el papel principal que debería tener -en una clara dejación de funciones- a colectivos con intereses corporativos (sindicatos, funcionarios, AMPAS y alumnos) que buscan su propio interés. La institución y su acción ya no es social sino privada: se trata de que los gremios que componen la denominada comunidad educativa (padres, alumnos, personal de servicio y profesores) luchen por sus respectivas parcelas y sus privilegios. Y así, poco a poco, como muy bien señala Mariano Fernández Enguita, la educación va dejando de ser pública y se va convirtiendo en un feudo del interés del más fuerte.
Y, lógicamente, este más fuerte es el cuarto mandarinato: el profesorado. El último mandarinato, y el más culpable de todos, es el del profesorado. Amparados en su condición de funcionarios, la cual sin embargo no es la culpable, y en un sistema de funcionamiento y organización absurdo e ineficaz, que las nuevas leyes no sólo no mejoran sino que lo estropean aún más con mayor “corporización”, sin ningún tipo de responsabilidad ni de tener que rendir cuentas ante nadie (los alumnos no tienen voz, los padres tampoco y la Administración hace que no ve), convierten sus intereses personales en la base principal sobre la cual se elabora todo el desarrollo de la institución. Las Juntas Directivas gobiernan con un aire familiar, no profesional, y sin plantearse la idea de eficacia, dirección o liderazgo, sólo buscando complacer al mayor número de los profesores cueste lo que cueste. El claustro de profesores, donde de nada se discute, tiene su máximo punto de excitación y lucha en el célebre horario (entrar lo más tarde posible y largarse cuanto antes), que se ha acabado convirtiendo en un fraude constante de ley. Toda la organización del instituto, de esta forma, está hecha para servir los intereses del profesorado, olvidando cualquier criterio social o pedagógico: es el puro privilegio. Así, todo el sistema crea la inercia para no hacer nada porque cualquier intento de hacerlo resulta ya titánico. La mayoría del profesorado -que pudiera ser en otras condiciones buenísimos profesionales- se sumerge entonces, por la fuerza de esa inercia maligna, en esa dinámica de pasividad, de cumplir las horas esperando que llegue el verano y, luego, el próximo curso tan desaprovechado como este.
La escuela pública responde así perfectamente al ideal del pacto siniestro. Nadie exige nada a nadie a cambio de que nadie le exija nada a él. Las grandes palabras afloran: solidaria, creativa, participativa, democrática,...Mientras tanto, las escuelas privadas, ¿cuántos profesores de la pública llevan a sus hijos a la privada?, van ganando alumnos año tras año y las públicas lo pierden exceptuando aquellas zonas en las que hay un usuario cautivo. Pero la culpa, como siempre, está en las estrellas (y en el PP, los neoliberales, la televisión, la sociedad y, por supuesto, la globalización y el pensamiento único).
Y no en nosotros mismos siempre inocentes.
Siempre tan cómplices.
2 comentarios:
Un aplauso, cuando menos. Que un profesor diga esto es muy valioso para mí. Pertenecí a las APAS cuando mi hija estaba en el instituto, intenté arreglar algo, pero no pude. La desidia como bien dices puede con el sistema.
Iba a ver al profesor, porque sí, porque así me acostumbré en la escuela privada a la que la llevé.
Ella aprobaba, no daba problemas, pero yo quería estar en contacto, no recibí ningún tipo de ayuda ni de consejo.
A veces pensé en llevar una cámara y fotografiar los baños rotos, con los casquotes por fuera, las clases. Cada vez que intenté promover algo en el APA me decían: eso ya se intentó y no se hacía nada.
Solo estuvo allí dos años y eso estuve yo, sigo sintiéndome responsable, lo que no cambiemos nosotros no lo cambiará nadie.
En este comentario, falta un profesor el cual comenzó a educar mediante el ingenio y el ejemplo. Falta alguien que tras 8 años, sigue siendo hoy día tema de conversación entre quienes fuimos sus alumnos.
Falta alguien que respondió al lema de trabajo ,trabajo, trabajo.
No se habla de un profesor que ante el absentismo escolar consiguió que los alumnos deseasemos ir a clase.
No se habla de aquellos alumnos que ya no nos conformamos con pasar el mal trago de quitarnos la asignatura, sino que buscamos aprender aunque eso esté mal visto en la universidad de hoy día.
Y por último para terminar mi comentario, decir que hubo en mi instituto un profesor que nos enseñó a pensar y el cuál cambió radicalmente mi forma y la de muchas personas de ver la vida y que hoy aún tanto mi hermano como yo seguimos reflexionando.
Lo peor Enrrique son las críticas que te hicieron por intentar frenar esa inercia. Con gente así todavía hay esperanza.
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