Hay dos tipos de legitimación de las teorías políticas: aquella que se basa en el pensamiento mismo por una cadena de demostraciones y teorías; y aquella que apela a principios externos como la historia, la naturaleza o cualquier otro hecho presunto, casi siempre, o real. Las primeras suelen ser teorías revolucionarias que pretenden transformar radicalmente la realidad; las segunda, sin embargo, son teorías conservadoras o directamente reaccionarias que a través de la aceptación de lo que ya es (o ha sido) pretenden perpetuarse en el presente.
Así, la reciente soflama de la autodenominada izquierda -esos panegíricos en los que se mezclaban a partes iguales la ignorancia, la mitificación y la mentira- sobre la II República nos da la pista para analizar su actual pensamiento. Y todo porque tiene que ver con lo anterior.
En efecto, la izquierda a medida que ha ido restando contenido ideológico ha ido perdiendo su racionalidad y con ella, lógicamente, su legitimación a través del pensamiento Así, se desliza hacia el mito. De esta forma, desaparecidas sus ideas, aparecen dos elementos claves: por un lado, la aparición de un lenguaje mistificado cuyas palabras no tienen significado real sino una presencia santa indiscutible; por otro, la búsqueda de la legitimación no en el pensamiento enfrentado a lo real -las ideas ya abandonadas- sino en la propia realidad dada. Se trata, en definitiva, de lograr una armonía suave entre el presente y la ideología. De esta forma, desaparece la diferencia entre Razón y realidad, clave de la idea de progreso, y todo se reduce a lo que ya hay.
El lenguaje mistificado -palabras nunca definidas ni analizadas sino admitidas por su uso redundante en los medios: izquierda, progresista, solidaridad, pueblo, y tantas otras incluyendo ahora realidad nacional- aparece así como la formación del discurso. Este desaparece como construcción racional y solo se convierte en consigna. Es la repetición sistemática del tranta da la identidad y quien no lo mantiene es arrojado a las miserias exteriores: es de derechas o, siendo bondadosos con él, hace el juego a la derecha.
Pero el hombre es un animal extraño y busca no solo la comodidad sino también el fundamento. Y es ahí donde surge el segundo tema. Una fundamentación intelectual es ya incompatible con un lenguaje mistificado: con la consigna y el discurso totalitario. Por eso, la fundamentación racional, que busca criticar, investigar y no asentir, no sirve. Y hay que buscar una fundamentación mítica. Y la izquierda actual la ha encontrado en la historia. De hecho, la unión de izquierda y nacionalismo, uno de los errores que se pagará muy caro, o la defensa de los irracionales derechos histórico dan idea de hasta qué punto la izquierda ha asumido la estructura ideológica del tradicionalismo: el pasado legitima el presente.
Y es aquí donde entra el bochornoso y ridículo, a partes iguales, espectáculo de la república. De la forma más cursi posible, con ese aire ñoño que nunca abandonó a la autoproclamada izquierda y que la une directamente con la parroquia de la esquina, se busca tender un puente entre pasado y presente con el fin, precisamente, de legitimizar el pesente por el pasado. La izquierda huérfana de de ideas y de proyectos más allá del discurso parroquial (ahí están Zapatero y Llamazares para demostrarlo) mira la foto del abuelito y, como las mejores familias burguesas, la cuelga en el salón para asegurarse un futuro a través de la representación de un pasado falsificado. Una república sin tacha, un mundo de la abeja Maya irreal y falso, se abre así como garantía de un futuro que ya no existe. Con la ideología de mínimos de la nueva izquierda -una socialdemocracia finiquitada, una tercera vía fracasada y una tontería surgida por nuestro presidente: ser demócrata social, optimismo antropológico, ética práctica y alianza de civilizaciones- la fundamentación de su teoría resulta conservadora pues su cosmovisión no es sino la propia visión del mundo liberal. Así, la comprensión del mundo, la filosofía de la política, es la gestión. Y, por lo tanto, la única diferencia posible ya, pues no está en el análisis del presente, es en el pasado: no en aquello de cómo debe ser el mundo, pues este ya se considera definitivamente formado, sino en cómo fue. Así, el rito, en cuanto a la consagración de un tiempo que ya carece de proyección futura y que sólo se fija en el presente perpetuo, surge con fuerza. Y el mito, en España, se llama República.
Así, la reciente soflama de la autodenominada izquierda -esos panegíricos en los que se mezclaban a partes iguales la ignorancia, la mitificación y la mentira- sobre la II República nos da la pista para analizar su actual pensamiento. Y todo porque tiene que ver con lo anterior.
En efecto, la izquierda a medida que ha ido restando contenido ideológico ha ido perdiendo su racionalidad y con ella, lógicamente, su legitimación a través del pensamiento Así, se desliza hacia el mito. De esta forma, desaparecidas sus ideas, aparecen dos elementos claves: por un lado, la aparición de un lenguaje mistificado cuyas palabras no tienen significado real sino una presencia santa indiscutible; por otro, la búsqueda de la legitimación no en el pensamiento enfrentado a lo real -las ideas ya abandonadas- sino en la propia realidad dada. Se trata, en definitiva, de lograr una armonía suave entre el presente y la ideología. De esta forma, desaparece la diferencia entre Razón y realidad, clave de la idea de progreso, y todo se reduce a lo que ya hay.
El lenguaje mistificado -palabras nunca definidas ni analizadas sino admitidas por su uso redundante en los medios: izquierda, progresista, solidaridad, pueblo, y tantas otras incluyendo ahora realidad nacional- aparece así como la formación del discurso. Este desaparece como construcción racional y solo se convierte en consigna. Es la repetición sistemática del tranta da la identidad y quien no lo mantiene es arrojado a las miserias exteriores: es de derechas o, siendo bondadosos con él, hace el juego a la derecha.
Pero el hombre es un animal extraño y busca no solo la comodidad sino también el fundamento. Y es ahí donde surge el segundo tema. Una fundamentación intelectual es ya incompatible con un lenguaje mistificado: con la consigna y el discurso totalitario. Por eso, la fundamentación racional, que busca criticar, investigar y no asentir, no sirve. Y hay que buscar una fundamentación mítica. Y la izquierda actual la ha encontrado en la historia. De hecho, la unión de izquierda y nacionalismo, uno de los errores que se pagará muy caro, o la defensa de los irracionales derechos histórico dan idea de hasta qué punto la izquierda ha asumido la estructura ideológica del tradicionalismo: el pasado legitima el presente.
Y es aquí donde entra el bochornoso y ridículo, a partes iguales, espectáculo de la república. De la forma más cursi posible, con ese aire ñoño que nunca abandonó a la autoproclamada izquierda y que la une directamente con la parroquia de la esquina, se busca tender un puente entre pasado y presente con el fin, precisamente, de legitimizar el pesente por el pasado. La izquierda huérfana de de ideas y de proyectos más allá del discurso parroquial (ahí están Zapatero y Llamazares para demostrarlo) mira la foto del abuelito y, como las mejores familias burguesas, la cuelga en el salón para asegurarse un futuro a través de la representación de un pasado falsificado. Una república sin tacha, un mundo de la abeja Maya irreal y falso, se abre así como garantía de un futuro que ya no existe. Con la ideología de mínimos de la nueva izquierda -una socialdemocracia finiquitada, una tercera vía fracasada y una tontería surgida por nuestro presidente: ser demócrata social, optimismo antropológico, ética práctica y alianza de civilizaciones- la fundamentación de su teoría resulta conservadora pues su cosmovisión no es sino la propia visión del mundo liberal. Así, la comprensión del mundo, la filosofía de la política, es la gestión. Y, por lo tanto, la única diferencia posible ya, pues no está en el análisis del presente, es en el pasado: no en aquello de cómo debe ser el mundo, pues este ya se considera definitivamente formado, sino en cómo fue. Así, el rito, en cuanto a la consagración de un tiempo que ya carece de proyección futura y que sólo se fija en el presente perpetuo, surge con fuerza. Y el mito, en España, se llama República.
Pero, como ya lo dijo alguien con más acierto de lo que lo podríamos decir nosotros será mejor utilizar sus palabras:
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.
Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte
1 comentario:
Estoy de acuerdo con todo el texto. Sólo le criticaré dos cosas:
1.El pensamiento de la autodenominada izquierda no sólo queda en evidencia a la hora de analizar como tratan el tema de la República. Queda en evidencia en sus alianzas con las oligarquías regionales. En la manera de abordar la tregua de ETA. En la política exterior del gobierno socialista, en la política económica continuista de Solbes. Y sobretodo, queda en evidencia no por lo que hacen, sino en LO QUE NO HACEN.
Ha sido un recurso estilístico. Lo sé. Pero sinceramente, se ha quedado corto.
2.La Tragedia y la Farsa, es el título de su columna en el veterano EPD. Como uno de sus viejos lectores, me gustaría que innovase un poco en la forma. Es decir, que expusiese sus ideas igualmente pero de una manera distinta. Le sobra talento para ello. Creame. Y no es que haya más de una realidad, porqué de realidad sólo hay una, y usted la describe muy bien.
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