¿Es necesario enseñar a los alumnos a ser ciudadanos en la escuela? ¿Debe la escuela ser un lugar de enseñanza de valores morales y políticos y no sólo académicos? ¿Debe existir una asignatura específica que sirva para enseñar eso en concreto? A las dos primeras, un sí rotundo; a la tercera, un no categórico.
¿Para qué debe servir la educación? La educación sirve para educar a los seres humanos. Y en este amplio contexto por supuesto entra la idea de la socialización. El problema aquí, y de ahí la importancia de una educación ajena a las propias familias, es que la socialización dejada en manos de las familias no es sino la mera reproducción social, es decir: que los jóvenes repitan la forma de concebir la sociedad de los padres negando, con ello, su libertad individual. Así el alumno que no se educa en un centro educativo, es decir: se humaniza, y sí en casa repetirá las limitaciones de su propio hogar. Y esto, como casi siempre, perjudicará a las clases sociales más desfavorecidas cuyos padres, peor preparados culturalmente, tenderían, de desaparecer la labor educadora, y no sólo instructora, de la escuela a socializar a sus hijos en sus propias limitaciones. Efectivamente, resulta evidente, y no apelamos para ello al sentido común, muchas veces engañoso, que los hijos tienden, por un proceso de socialización primaria, a repetir las formas sociales de su familia lo cual, evidentemente, perjudica a los hijos de sectores sociales medios y bajos. Así, la educación, y repetimos educación para diferenciarla de la mera instrucción, tiene la obligación de presentar ante estos alumnos la perspectiva de otro mundo que su restricción social les niega.
Por lo tanto, la escuela debe ser un lugar de educación, no de instrucción como claman muchos cómodos profesores, porque la familia no puede cumplir, salvo en las clases altas, esa condición. Efectivamente, la familia enseña el amor a los próximos y la forma de vida propia, que guarda estrecha relación con la función social que se tiene en la división social del trabajo, pero el respeto ciudadano, la vida social y la cultura ajena al círculo restringido a que se pertenece sólo se pueden aprender en una socialización ajena a lo familiar. Así, la escuela, en cuanto al lugar para aprender eso, es decir: educar, es algo privilegiado. Y lo es porque por primera vez en la historia de la humanidad, una sociedad dispone de un sistema universal, para todos, que de forma consciente pude socializar a sus futuros ciudadanos.
Pero, alguien podrá decir que una cosa es la socialización y otra, tal y como ha mantenido la derecha, el adoctrinamiento. Sin embargo, este argumento presenta una doble falacia. Por un lado, la idea de la cultura como una realidad apolítica y neutral, como, tal y como deseó el burgués tras hacer a revolución, un mero capital para ascender socialmente o perpetuarse en la posición social; por otro, la idea de la neutralidad del estado, aquí sí pero no curiosamente en la defensa, por ejemplo, de la propiedad privada donde el estado sí debe ser militante.
Analicemos la primera falacia: ¿es la cultura neutral? Pues parece claro que la cultura, como cualquier hecho social por otra parte, no es neutral. Pero además, la cultura es emancipación y por eso no es neutral. Cuando se educa se educa, o al menos se debe educar, para la autonomía. Y la autonomía, pensar por uno mismo, es una forma de vida y, por tanto, no neutral. La cultura no es la posesión de conocimientos, pues sino los ordenadores serían cultos, sino la utilización de dichos acontecimientos y es por ello que hay, inexorablemente, culturas superiores e inferiores de acuerdo a si esos conocimientos son utilizados de un modo u otro.
Pero hay una segunda falacia: la neutralidad del estado. Y es falaz porque el estado, al menos en democracia, no debe ser neutral. Un estado democrático es un estado comprometido con una serie de valores, que no hace falta aquí enumerar, y que por tanto debe defenderlos. Así, el estado democrático no es neutral pues su función es defender la democracia y en dicha función entra la de formar a sus ciudadanos para y por la democracia. Y lo debe hacer con cierto orgullo pues educar para la democracia, que no es otra cosa que educar para la conciencia crítica y con ella para la cultura, resulta moralmente cuando menos superior que educar para la patria o para la aldea (en estos tiempos de nacionalismo reaccionario). Así, el estado democrático tiene la obligación, precisamente por su función democrática, de educar para la autonomía, es decir: para la propia racionalidad como guía en la vida. Pues es esta propia autonomía no sólo la clave de la supervivencia del estado sino su razón de ser y su diferencia: es el único estado que pervive para, o debe pervivir para, sus ciudadanos. Y así, el estado democrático, en cuanto garantía de la autonomía, del sapere aude kantiano de cada uno de sus ciudadanos, es en sí mismo, o debe serlo, no un estado que se presenta como el interés de una minoría social sino como la propia emancipación social (y de ahí su fracaso y su gloria).
Es por ello la escuela el lugar privilegiado, por su propia constitución, para desarrollar esa labor emancipadora que debería tener, aunque realmente no la tenga por razones que aquí no vamos a analizar, el estado democrático. Pero sin embargo, estos valores democráticos que todo ciudadano debe tener, y es este un motivo pedagógico, ¿deben constituir una asignatura? Nuestra respuesta es no. Pero, eso mañana si es posible.
¿Para qué debe servir la educación? La educación sirve para educar a los seres humanos. Y en este amplio contexto por supuesto entra la idea de la socialización. El problema aquí, y de ahí la importancia de una educación ajena a las propias familias, es que la socialización dejada en manos de las familias no es sino la mera reproducción social, es decir: que los jóvenes repitan la forma de concebir la sociedad de los padres negando, con ello, su libertad individual. Así el alumno que no se educa en un centro educativo, es decir: se humaniza, y sí en casa repetirá las limitaciones de su propio hogar. Y esto, como casi siempre, perjudicará a las clases sociales más desfavorecidas cuyos padres, peor preparados culturalmente, tenderían, de desaparecer la labor educadora, y no sólo instructora, de la escuela a socializar a sus hijos en sus propias limitaciones. Efectivamente, resulta evidente, y no apelamos para ello al sentido común, muchas veces engañoso, que los hijos tienden, por un proceso de socialización primaria, a repetir las formas sociales de su familia lo cual, evidentemente, perjudica a los hijos de sectores sociales medios y bajos. Así, la educación, y repetimos educación para diferenciarla de la mera instrucción, tiene la obligación de presentar ante estos alumnos la perspectiva de otro mundo que su restricción social les niega.
Por lo tanto, la escuela debe ser un lugar de educación, no de instrucción como claman muchos cómodos profesores, porque la familia no puede cumplir, salvo en las clases altas, esa condición. Efectivamente, la familia enseña el amor a los próximos y la forma de vida propia, que guarda estrecha relación con la función social que se tiene en la división social del trabajo, pero el respeto ciudadano, la vida social y la cultura ajena al círculo restringido a que se pertenece sólo se pueden aprender en una socialización ajena a lo familiar. Así, la escuela, en cuanto al lugar para aprender eso, es decir: educar, es algo privilegiado. Y lo es porque por primera vez en la historia de la humanidad, una sociedad dispone de un sistema universal, para todos, que de forma consciente pude socializar a sus futuros ciudadanos.
Pero, alguien podrá decir que una cosa es la socialización y otra, tal y como ha mantenido la derecha, el adoctrinamiento. Sin embargo, este argumento presenta una doble falacia. Por un lado, la idea de la cultura como una realidad apolítica y neutral, como, tal y como deseó el burgués tras hacer a revolución, un mero capital para ascender socialmente o perpetuarse en la posición social; por otro, la idea de la neutralidad del estado, aquí sí pero no curiosamente en la defensa, por ejemplo, de la propiedad privada donde el estado sí debe ser militante.
Analicemos la primera falacia: ¿es la cultura neutral? Pues parece claro que la cultura, como cualquier hecho social por otra parte, no es neutral. Pero además, la cultura es emancipación y por eso no es neutral. Cuando se educa se educa, o al menos se debe educar, para la autonomía. Y la autonomía, pensar por uno mismo, es una forma de vida y, por tanto, no neutral. La cultura no es la posesión de conocimientos, pues sino los ordenadores serían cultos, sino la utilización de dichos acontecimientos y es por ello que hay, inexorablemente, culturas superiores e inferiores de acuerdo a si esos conocimientos son utilizados de un modo u otro.
Pero hay una segunda falacia: la neutralidad del estado. Y es falaz porque el estado, al menos en democracia, no debe ser neutral. Un estado democrático es un estado comprometido con una serie de valores, que no hace falta aquí enumerar, y que por tanto debe defenderlos. Así, el estado democrático no es neutral pues su función es defender la democracia y en dicha función entra la de formar a sus ciudadanos para y por la democracia. Y lo debe hacer con cierto orgullo pues educar para la democracia, que no es otra cosa que educar para la conciencia crítica y con ella para la cultura, resulta moralmente cuando menos superior que educar para la patria o para la aldea (en estos tiempos de nacionalismo reaccionario). Así, el estado democrático tiene la obligación, precisamente por su función democrática, de educar para la autonomía, es decir: para la propia racionalidad como guía en la vida. Pues es esta propia autonomía no sólo la clave de la supervivencia del estado sino su razón de ser y su diferencia: es el único estado que pervive para, o debe pervivir para, sus ciudadanos. Y así, el estado democrático, en cuanto garantía de la autonomía, del sapere aude kantiano de cada uno de sus ciudadanos, es en sí mismo, o debe serlo, no un estado que se presenta como el interés de una minoría social sino como la propia emancipación social (y de ahí su fracaso y su gloria).
Es por ello la escuela el lugar privilegiado, por su propia constitución, para desarrollar esa labor emancipadora que debería tener, aunque realmente no la tenga por razones que aquí no vamos a analizar, el estado democrático. Pero sin embargo, estos valores democráticos que todo ciudadano debe tener, y es este un motivo pedagógico, ¿deben constituir una asignatura? Nuestra respuesta es no. Pero, eso mañana si es posible.
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