Cuando mi compañeros, pues lo son al cobrar en su nómina por el mismo concepto que yo, del IES Federica Monstseny decidieron quitarles a los alumnos la posibilidad de elegir Psicología y de paso, lo que es menos importante pues seguiré cobrando como mis compañeros y por el mismo concepto, quitarme a mí la posibilidad de darla me dijeron una frase: no te lo tomes por lo personal. Incluso alguien lo dijo públicamente en intervención claustral: no debes pensar que esto es personal. Al fin y al cabo la pequeñaburguesía si por algo se significó siempre es por no tomarse nada de forma personal. Y sobrevivir de forma cómoda ante todo el horror que se acumulaba en eso que se ha denominado historia moderna.
Es, sin duda, un progreso civilizatorio el hecho de la distinción entre lo público y lo privado. Y no se trata de algo simple. La idea va en contra del institnto gremial propiamente humano, en cuanto a primate sociable, y presenta una ruptura radical con la naturaleza: lo individual y propio, no la mera transmisión genética sino el aquí y ahora como irrepetible, es lo fundamental. Así, el individuo se transforma en importante frente al mero colectivo social y no todo es el grupo: el yo busca un espacio propio. Pero al tiempo, y al existir el grupo, se presenta una doble realidad: mi esfera intima, ese yo conquistado, y mi esfera social. La segunda, la social, será compuesta de aquello que deseo sea conocido o actuado por o para mis semejantes de manera general; la segunda, la privada, de aquella faceta que o bien solo deseo sea sabida por un grupo pequeño o bien por nadie.
El hinduismo y su sistema de castas sirve como un buen -en realidad mal- ejemplo de un pensamiento que aún no ha conquistado lo privado. En él, la esfera privada y social están tan identificadas que el premio o castigo tras la muerte es medrar socialmente. Igualmente podría decirse de la ley judía, donde la esfera privada se haya absolutamente coaccionada por la pública. Son ambos, sin embargo, buenos sistemas de dominio social a pesar de su primitivismo. Pero también lo es aquel sistema religioso, más avanzado intelectualmente, que sitúa las realidades social y personal tan alejadas entre sí, como en el cristianismo, que la vida terrena carece de sentido excepto como inversión para la eterna. Así, en el cristianismo y en las grandes religiones modernas, la esfera privada se separa trascendentemente de la sociedad y surge pura y asocial: mil años de dominación certifican su éxito ideológico. De esta forma, y con las grandes religiones, la conquista del yo había comenzado pero al tiempo hubiera concluido en ideología.
Shakespeare es, sin duda, una representación de la Modernidad. Y en sus personajes se presenta algo sorprendente. Hamlet, por ejemplo, unifica su esfera privada con la pública para conseguir su venganza, pero sin perder ambas: ama a Ofelia mientras la repudia, se hace el loco mientras planea. Así, no cabe hablar de un protagonista o privado o público, sino de uno personal: Hamlet es una unidad en una tarea. La Modernidad unificó así lo privado y lo público y esto se ve muy bien en que la petición siempre presente de las revoluciones burguesas fue la libertad de pensamiento y la posibilidad de hacerlo público, es decir: que la esfera privada tuviera repercusión pública. Surgio así la idea de lo personal como la unificación de ambas realiades: el sujeto moderno no quería sólo una vida íntima y única -incluso Robinson anhela a Viernes- ni tampoco la pérdida de su identidad en la forma de dominación social -D. Quijote persevera en su deseo-. Quería vivir su vida propia y para ello necesitaba transformar el mundo. Era una tarea unida en lo privado y lo público, pero al tiempo marcando las distancias, y su fracaso implicaba el fin de la persona. El equilibrio entre lo privado y lo público, cuya clave estaba quizás en la preponderancia de la dignidad frente al honor, era la clave de lo personal. Yo no era yo sin nosotros pero nosotros éramos un conjunto de cada uno de los yo.
La auténtica globalización del capitalismo avanzado no es hacia los mercados exteriores, algo ya presente desde el comienzo del propio capitalismo con el colonialismo y el imperialismo, sino la globalización hacia la vida privada. El hecho de que cualquier actividad aparentemente privada lleve el sello de una mercancía –piensen cuántas cosas de su vida interior no producen beneficio directamente económico- es el auténtico hecho revolucionario del nuevo capitalismo. Así, la fuerza de dominación capitalista no consiste en su salida a nuevos mercados extranjeros tanto como en su presencia en cualquier faceta de la vida humana: la vida conquistada como mercado. La propia vida privada, que había logrado crearse como fondo revolucionario en la Modernidad, fue fagocitada por el Capitalismo. Y como consecuencia el yo, como forma productiva que ya era, adquirió una relevancia social sin precedentes en la historia. Efectivamente, el yo como mercado a conquistar por el desarrollo capitalista tuvo su consecuencia lógica en la preponderancia social de ese mismo yo: ya en su vertiente elitista, con una cultura profunda de problemas existenciales, ya en su vertiente popular, con los libros de autoayuda. Y así, esa vida privada se convirtió en el refugio de autenticidad del individuo ya absolutamente alienado: producía beneficio económico en cualquier circunstancia de su vida al tiempo que la persona se sentía realizada en esa misma falsa privacidad. El viejo sueño de la vida como horario completo de producción de mercancías se había cumplido. La jornada laboral extendida veinticuatro horas al día aseguraba la producción incesante de las mercancías que se consumían incasablemente. El dominio total se extendía.
La esfera privada, objetivamente inexistente, era sin embargo el gran producto de mercado y como tal se presentaba acorde a la necesidad de consumo. Los individuos, así condicionados, generaban una vida interior profunda, ay, tan profunda. La promesa del paraíso pasaba de un inexistente cielo a una inexistente vida interior y lo privado y lo personal, separados definitivamente de lo social, volvían a identificarse otra vez como en las viejas religiones que tanta utilidad habían demostrado para la destrucción de cualquier atisbo de rebelión. Y otra vez para el dominio.
Es, sin duda, un progreso civilizatorio el hecho de la distinción entre lo público y lo privado. Y no se trata de algo simple. La idea va en contra del institnto gremial propiamente humano, en cuanto a primate sociable, y presenta una ruptura radical con la naturaleza: lo individual y propio, no la mera transmisión genética sino el aquí y ahora como irrepetible, es lo fundamental. Así, el individuo se transforma en importante frente al mero colectivo social y no todo es el grupo: el yo busca un espacio propio. Pero al tiempo, y al existir el grupo, se presenta una doble realidad: mi esfera intima, ese yo conquistado, y mi esfera social. La segunda, la social, será compuesta de aquello que deseo sea conocido o actuado por o para mis semejantes de manera general; la segunda, la privada, de aquella faceta que o bien solo deseo sea sabida por un grupo pequeño o bien por nadie.
El hinduismo y su sistema de castas sirve como un buen -en realidad mal- ejemplo de un pensamiento que aún no ha conquistado lo privado. En él, la esfera privada y social están tan identificadas que el premio o castigo tras la muerte es medrar socialmente. Igualmente podría decirse de la ley judía, donde la esfera privada se haya absolutamente coaccionada por la pública. Son ambos, sin embargo, buenos sistemas de dominio social a pesar de su primitivismo. Pero también lo es aquel sistema religioso, más avanzado intelectualmente, que sitúa las realidades social y personal tan alejadas entre sí, como en el cristianismo, que la vida terrena carece de sentido excepto como inversión para la eterna. Así, en el cristianismo y en las grandes religiones modernas, la esfera privada se separa trascendentemente de la sociedad y surge pura y asocial: mil años de dominación certifican su éxito ideológico. De esta forma, y con las grandes religiones, la conquista del yo había comenzado pero al tiempo hubiera concluido en ideología.
Shakespeare es, sin duda, una representación de la Modernidad. Y en sus personajes se presenta algo sorprendente. Hamlet, por ejemplo, unifica su esfera privada con la pública para conseguir su venganza, pero sin perder ambas: ama a Ofelia mientras la repudia, se hace el loco mientras planea. Así, no cabe hablar de un protagonista o privado o público, sino de uno personal: Hamlet es una unidad en una tarea. La Modernidad unificó así lo privado y lo público y esto se ve muy bien en que la petición siempre presente de las revoluciones burguesas fue la libertad de pensamiento y la posibilidad de hacerlo público, es decir: que la esfera privada tuviera repercusión pública. Surgio así la idea de lo personal como la unificación de ambas realiades: el sujeto moderno no quería sólo una vida íntima y única -incluso Robinson anhela a Viernes- ni tampoco la pérdida de su identidad en la forma de dominación social -D. Quijote persevera en su deseo-. Quería vivir su vida propia y para ello necesitaba transformar el mundo. Era una tarea unida en lo privado y lo público, pero al tiempo marcando las distancias, y su fracaso implicaba el fin de la persona. El equilibrio entre lo privado y lo público, cuya clave estaba quizás en la preponderancia de la dignidad frente al honor, era la clave de lo personal. Yo no era yo sin nosotros pero nosotros éramos un conjunto de cada uno de los yo.
La auténtica globalización del capitalismo avanzado no es hacia los mercados exteriores, algo ya presente desde el comienzo del propio capitalismo con el colonialismo y el imperialismo, sino la globalización hacia la vida privada. El hecho de que cualquier actividad aparentemente privada lleve el sello de una mercancía –piensen cuántas cosas de su vida interior no producen beneficio directamente económico- es el auténtico hecho revolucionario del nuevo capitalismo. Así, la fuerza de dominación capitalista no consiste en su salida a nuevos mercados extranjeros tanto como en su presencia en cualquier faceta de la vida humana: la vida conquistada como mercado. La propia vida privada, que había logrado crearse como fondo revolucionario en la Modernidad, fue fagocitada por el Capitalismo. Y como consecuencia el yo, como forma productiva que ya era, adquirió una relevancia social sin precedentes en la historia. Efectivamente, el yo como mercado a conquistar por el desarrollo capitalista tuvo su consecuencia lógica en la preponderancia social de ese mismo yo: ya en su vertiente elitista, con una cultura profunda de problemas existenciales, ya en su vertiente popular, con los libros de autoayuda. Y así, esa vida privada se convirtió en el refugio de autenticidad del individuo ya absolutamente alienado: producía beneficio económico en cualquier circunstancia de su vida al tiempo que la persona se sentía realizada en esa misma falsa privacidad. El viejo sueño de la vida como horario completo de producción de mercancías se había cumplido. La jornada laboral extendida veinticuatro horas al día aseguraba la producción incesante de las mercancías que se consumían incasablemente. El dominio total se extendía.
La esfera privada, objetivamente inexistente, era sin embargo el gran producto de mercado y como tal se presentaba acorde a la necesidad de consumo. Los individuos, así condicionados, generaban una vida interior profunda, ay, tan profunda. La promesa del paraíso pasaba de un inexistente cielo a una inexistente vida interior y lo privado y lo personal, separados definitivamente de lo social, volvían a identificarse otra vez como en las viejas religiones que tanta utilidad habían demostrado para la destrucción de cualquier atisbo de rebelión. Y otra vez para el dominio.
Es fácil ser feliz. Basta con no oir, no ver, no oler, no escuchar. Cualquier imbécil puede serlo. Pero incluso esto, sin embargo, tiene una dificultad: requiere una concentración extrema que solo la superchería oriental se ha atrevido a buscar con la ñoña meditación. Es más sencillo, y digamos más inteligente, duplicar lo individual y sentirse obligado en una faceta, la social donde no soy yo y por tanto no me siento responsable, y la personal, donde se da mi verdadero yo. Y aplicar a esta faceta privada la regla de la vida interior: uno es una persona sensible, pero que muy sensible, en un mundo injusto. Claro está, no hay que tomarse las cosas por lo personal.
Se cuenta una historia real de Krupp, el empresario alemán. Al acabar la Segunda Guerra Mundial fue llevado a los juicios de Nuremberg y ante la pregunta de por qué utilizó mano de obra de prisioneros judíos contestó ufano: cuando se compra un buen caballo, hay que aceptar unos pocos defectos. Y siguió durmiendo cada noche porque Krupp había comprendido que aquello no era personal. Es la misma forma que duermen mis compañeros, esos que cobran por el mismo concepto que yo en la nómina. O, para qué mentir, la misma forma en que dormiré ahora yo mismo tras tomarme mi pacharán.
1 comentario:
No me gustaría que después de la labor que está haciendo con nosotros se marchara señor profesor..
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