jueves, enero 14, 2010

PAPÁ ESTADO (no me deja fumar)

Proximamente se va, al parecer, a aprobar una nueva ley antitabaco. El asunto, más allá del tema puntual de ser fumador o no -yo fumo poco y si acaso un puro después de comer en restaurante y en el fútbol-, implica el límite del estado en su relación con la vida personal pues en la futura ley el estado se arroga un derecho sobre el mantenimiento de la salud individual en un doble sentido: por un lado, impidiendo que alguien realice una acción consciente, y esto es importante, que perjudica, al hacerlo en ciertas dosis, su salud; segundo, porque implica además a quien tiene un local de ocio al prohibirle por ley que en dicho establecimiento se consuma una sustancia cuyo comercio es, paradójicamente, legal. Así, y en definitiva, la pregunta que surge es si el estado debe intervenir en la vida de la gente y cuál, si lo hubiera, sería el límite de esa intervención.

En primer lugar, ¿puede el estado intervenir en las relaciones entre individuos? La respuesta liberal auténtica sería que no. Bueno con una curiosa -¿curiosa?- excepción: sí puede hacerlo para defender la propiedad privada. El liberalismo clásico así solo quiere una función estatal: la policía, evitando cualquier otro elemento. Es un estado mínimo que sirve a sus intereses. Sin embargo, nosotros creemos que la función de un estado democrático es la defensa de los derechos de los ciudadanos. El estado, así, no ocupa una pequeña parcela de la existencia sino una central. Pero es al servicio de los ciudadanos y sus derechos y no imponiéndose sobre ellos: el estado garantiza el cumplimiento de esos derechos porque así se respeta la autonomía personal. De esta forma, el estado debe intervenir, ya sea en la vida pública o en la privada, cuando las relaciones interpersonales son relaciones de dominio en la cuales una de la partes pierde su capacidad de obrar libremente porque el factor determinante es el mayor poder de un elemento sobre el otro a priori. Así, el estado tiene el deber y el derecho a intervenir cuando una parte intenta imponer condiciones a la otra por su mayor poder –ya sea social, económico, físico o de cualquier otra índole- y con ello niega la igualdad de derechos como algo fundamental. Por ejemplo, el estado tiene derecho, y esta es una diferencia fundamental con el liberalismo, a prescribir las formas de contratación laboral pues en ellas ambos elementos –empresarios y trabajadores con su fea costumbre de comer todos los días- no parten de una igualdad. El estado, pues, como garante de los derechos interviene para evitar las situaciones de dominio o, cuando menos y si acaso son inevitables en cierta medida, regularlas. De esta forma, el estado sí puede intervenir en la vida de los ciudadanos, pero lo hace no desde el cariño o desde la visión del padre sino como un artilugio artificial y cultural –para otro día: ¿hay algo mejor que ser cultural y artificial en una naturaleza que se rige por la supervivencia del más apto?- que busca defender el derecho de cada ciudadano. El estado así debe garantizar mi libertad, no coartarla.

Pero, surge ahora una segunda cuestión: ¿hasta dónde llega este derecho del estado y puede llegar hasta la vida privada? Pues puede y debe siempre que en dicha actividad privada se conculque el derecho de un ciudadano. Por eso, el estado puede regir ciertas conductas como delictivas pues en ellas se conculca un derecho ciudadano. Poniendo un ejemplo brusco pero que creo esclarecedor: el estado debe perseguir a los violadores pero no a las personas que mantienen relaciones sadomasoquistas consensuadas. Y ello es así porque en el primer caso se conculca un derecho mientras que en el segundo se ejerce: uno puede disfrutar siendo atado, amordazado y dominado si, a priori o previamente, lo ha acordado así. Ello, por supuesto, no quiere decir que todo lo permitido en la ley sea bueno moralmente. Pero sí quiere decir que el estado no es quién para decidir qué es moral o no -lo que no quiere decir que la moral sea subjetiva o que sea cierto el relativismo-: el estado solo debe prohibir aquello que impida el libre ejercicio de un derecho y permitir aquello que garantice su disfrute. Así, el estado hace bien en permitir las bodas homosexuales pues es garantizar un derecho del ser humano, formar una familia social e institucionalmente reconocida, a un colectivo al que hasta ahora se le negaba. Y por ello cuando la derecha o las instituciones cristianas defendían que no se podían casar lo que defendían era precisamente un estado totalitario en el cual el estado regía la moral sobre los individuos. El estado era mi papá –tal vez aquí mejor sin acento-

Así, el estado no interviene en lo moral sino en una fase primaria pues solo puede ocuparse de defender los derechos de los ciudadanos. El estado es el garante no de la moralidad pública sino de que las relaciones de dominio no se den y si acaso tienen que darse por necesidad social -por ejemplo en la jerarquía de un trabajo o entre guardia civil de tráfico y conductores o profesores y alumnos- sean regladas de forma tal que se garantice el derecho de cada parte. Y por supuesto ello no significa que toda relación en la cual no haya dominio sea moralmente buena –para otro día: tal vez acostarse con alguien sin que haya una relación sentimental sea moralmente malo- sino que no es el estado quien tiene legitimidad para juzgarla.

Pero, ¿y lo de fumar? Parece claro que fumar, en determinadas dosis que por otra parte son las habituales, perjudica la salud. Eso es indiscutible. Y lo es también que el estado no tiene la obligación de cuidar a aquel que ha decidido conscientemente no cuidarse a través de un sistema solidario como es la seguridad social. Pero la solución a eso es sencilla: subir el precio de la cajetilla hasta que su venta cubra el gasto que el tabaco hace a la sanidad pública, obligando así al individuo a costearse su acción y sus futuras consecuencias. Esto por tanto, una vez que el tabaco es de venta legal, no puede aducirse como hecho para impedir fumar. ¿Pero y los fumadores pasivos? Efectivamente, aquí el estado hace bien en prohibir lugar en determinados lugares donde los sujetos no están por su voluntad expresa en el ocio, como por ejemplo el transporte o el centro de trabajo, pues sería dominación obligar a alguien a tragar el humo de otro cuando su presencia allí no es estrictamente voluntaria. Sin embargo, el problema surge cuando el estado decide, como lo ha hecho en la mayoría de los países, prohibir fumar en aquellos locales donde uno está estrictamente en tiempo de ocio, pues su presencia allí sí es voluntaria –ahora analizamos a los trabajadores del local-. Quien sí podrá impedirlo será el propio dueño del local pues forma parte de sus derechos, como abrir un restaurante exclusivamente vegetariano o un bar donde no se sirva alcohol, pero el estado no debería hacerlo pues es una acción entre adultos en la cual nadie impone nada a nadie. Uno puede ir a un local donde se fuma, donde no exista humo o donde el dueño, en aras de su negocio, haya hecho dos zonas. En realidad, el único colectivo dominado aquí serían los trabajadores del local. Y para ellos se aplicaría esa medida extraordinaria que es la reglamentación: el estado debería garantizar, ahí sí, que estos trabajadores tuvieran un régimen especial, como lo tienen aquellos que trabajan en lugares de riesgo, de acuerdo al perjuicio que sin duda tienen. Es decir, se trataría de que el único colectivo que sufre ahí la dominación, pues ni dueño ni clientes escapan a una acción libre, vea compensada su situación.

El estado no es un padre. Sin embargo, cada vez más, se le exige actuar como tal: desde que prohíba fumar hasta que prohíba programas de televisión o dar opiniones de cierto contenido en debates históricos. Quienes desean un estado así, sin embargo, olvidan que es la autonomía individual lo que debe regir una sociedad democrática y que el estado no debe cuidar a los adultos. Debería ser el ciudadano el elemento fundamental de la democracia y no el estado. El estado democrático debe estar al servicio del pleno desarrollo de la autonomía personal y no de colectividades –ya sea pueblo, patria u otras zarandajas- míticas. Porque puede llegar a ocurrir que de padre pase a patrón, peligroso parecido en las palabras, y de patrón a cacique.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me permito citar sus propias palabras en una entrada anterior.


"Es algo típico: uno va en el metro y entra un grupo de jóvenes y hablan a gritos. Buscan llamar la atención: buscábamos llamar la atención. Es una forma psicológica de garantizarse el yo: todo el mundo debe escuchar lo que estoy diciendo porque soy muy importante. Es confudir la personalidad con el afán de protagonismo. Es, también, una falta de educación porque la gente tiene derecho a no escucharte pues no estaban ahí, por ejemplo en el metro, para hacerlo. "


Creo que en el caso de los no fumadores que asistimos a los cafés y restaurantes (que no fumaderos ni estancos) se produce algo similar a lo que sufrimos los viajeros de metro cuando a un maleducado se le ocurre compartir con el resto del vagón su dichoso politono aberrante. Por supuesto, con el agravante de que la música es únicamente irritante, pero en el caso de los fumadores, a su mala educación se suma un delito contra la salud pública.
Se puede ir a los cafés, restaurantes y bares por motivos laborales (jornada partida), de ocio o por enfermedad(dipsomanía), pero en cualquier caso, se va a dichos establecimientos a consumir alimentos y bebidas, que es aquello para lo que les capacita su licencia, creo yo. Es decir: quien está en un bar no lo hace desde luego para aspirar sustancias tóxicas desprendidas por el resto de clientes. Y a mi parecer el Estado, si es quien expide tales licencias, deberá comprobar que en lugares destinados a tales fines no se cometen delitos contra la salud pública, que es como habría que considerar este tipo de delitos cometidos por fumadores maleducados.