martes, diciembre 21, 2010

BLAKE EDWARDS: UN RECUERDO

El mayor movimiento artístico de todo el siglo XX no está en los museos ni en las bibliotecas. Además, seguramente en su hogar, incluso en el mío, hay un cachito del mismo en forma de dvd o de película descargada. Porque el mayor movimiento artístico del siglo XX es el cine clásico americano: aquel que empezó con el siglo veinte y terminó hacia la segunda mitad de la década de los 60 de esa misma centuria.

Ciertamente, el cine clásico americano fue una industria creada con el único fin de generar beneficio económico. La finalidad última de los productores, al menos de la mayoría de los mismos, no era sino generar una industria altamente productiva en el aspecto económico. Y es curioso, pero eso nunca le fue perdonado por los mismos intelectuales que, sin embargo, alababan el cine soviético surgido para defender la dictadura comunista cuando en el fin, algo repugnante moralmente, ambas industrias se parecían tanto. Sin embargo, esa misma industria cultural afincada en Hollywood permitió con su estructura y forma de trabajo, a diferencia de la actual, no solo la creación de genios irrepetibles en el arte -y entre ellos uno de los mayores artistas de la historia como John Ford comparable a Shakespeare o a Velázquez- sino también, y de ahí su grandeza, que autores que en otras circunstancias nunca hubieran llegado a una obra tan importante artísticamente lo lograran por dicho sistema. Se trataba de buenos directores, no genios, que sin embargo y por el propio modelo productivo al que sirvieron, hicieron películas geniales.

Blake Edwards perteneció, como tantos otros, a esa categoría de director.

Es reciente el fallecimiento de Blake Edwards. Y hoy en día los periódicos nos lo presentan como autor de comedias sofisticadas características de eso que se llama glamour. También lo fue, sin duda. Sin embargo, las mejores comedias de Edwards tenían algo extraño enfrentadas a las de otros directores. Mientras que Cukor, Minnelli o Hawks tuvieron que diferenciar claramente los personajes de sus comedias, siempre festivos, de los del resto de sus obras –donde la tristeza y la carga melancólica ya podía salir sin tapujos- y mientras que otros autores de comedia ni tan siquiera se lo planteaban –como Lubitsch o Sturges- en la obra de Edwards, al menos en sus grandes películas, había algo extraño: sus personajes desvalidos, alejados de la alegría. Efectivamente, los protagonistas de las grandes obras de Edwards eran ajenos al mundo de la comedia tradicional americana. Y lo eran no por motivos sociales, como en la gran comedia italiana, sino por otra causa: motivos de existencia –nota: obsérvese como he evitado aposta utilizar el muchas veces repugnante término existencial-. Las películas aparentemente cómicas no parecen soportan bien a los perdedores si no es para reírse de ellos.

Sin embargo, desde el auténtico patetismo de Peter Sellers como actor hindú fracasado que no quiere morir en su única escena de protagonismo en El guateque -por cierto, una de las mejores escenas cómicas de todos los tiempos- hasta el ridículo y engreído Clouseau -nota: lo reconozco, siento debilidad por él-, pasando por la desvalida Audrey Hepburn de Desayuno con diamantes, todos los personajes de Edwards cruzaban el límite que hay entre lo gracioso y lo trágico. Y precisamente fue en ese tránsito, por otra parte frecuente en el cine estadounidense, donde se vio la auténtica maestría de Edwards como autor. Efectivamente los personajes de las películas de Edwards, y también en un drama tan extraordinario como Días de vino y rosas, estaban siendo permanentemente burlados por sus propios sueños incumplidos. Así el comercial alcoholizado de Días de vino y rosas o la pueblerina que escondía su candidez debajo de la sofisticación falsa del mundano Nueva York en Desayuno con diamantes no eran sino el reverso tenebroso del sueño americano: cualquiera podía llegar a cualquier cosa y eso incluía no llegar a nada. Y por eso las películas de Edwards escapaban al género estricto de la comedia para ser algo más.

Lo sorprendente de Shakespeare es que incluso en sus aburridísimas comedias –ahora usted se indigna- hay un texto que emociona. Lo sorprendente de Ford es que incluso en sus peores película, hay una escena que acongoja. Edwards nunca tuvo esa suprema calidad, pero en al menos dos momentos de su carrera logró algo genial. Fue en dos películas aparentemente contrarias y sin embargo con el mismo tema: Desayuno con diamantes y Días de vino y rosas. Una, la primera, situada como una comedia sofisticada de gente elegante y en color y otra , la segunda, presentada como un drama social de clase media y en blanco y negro son, sin embargo, obras gemelas. Ambas tratan, en efecto, del desamparo y la falsa ilusión. En ella, los personajes llevan una vida aparentemente divertida, que les llena su tiempo evitando el vacío de pararse. Pero la vida no es solo el transcurrir del tiempo. Así tanto Audrey Hepburn como Jack Lemmon, también aparentemente antagónicos, se unen en una sola realidad: el descubrimiento de que la mentira de la ilusión no es vida. Y que los sueños que hasta ahora han llenado su existencia han devenido en pesadillas. Ese mundo de seres desamparados, por otra parte característico del cine americano clásico, se construyó así como discurso en cierto cine de Edwards y llegó a su cima en estas dos obras. Unidas además por un final y un inicio curiosamente similares. Lemmon ve a través de la ventana, en la escena final de Días de vino y rosas, cómo el amor de su vida se aleja para emborracharse mientras el anuncio de neón de un bar se refleja en su cristal; Hepburn, en un principio majestuoso en su tristeza, come su desayuno guardado en una bolsa de papel mientras vestida de prostituta de lujo observa las joyas de Tiffany´s. El sueño no cumplido.

El cine americano clásico murió. Pero ustedes tienes seguramente un trozo de él en su casa. Y pueden conseguir más. Preservar la auténtica cultural, aquella que va unida a la emancipación y no a las tradiciones paletas, forma parte de una forma de entender la vida como algo más que un transcurrir del tiempo. Pueden volver a ver este fin de semana Desayuno con diamantes, por ejemplo. Y sentir que una vez, solo una vez, el arte más elevado fue para la gente como usted y como yo.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

He aquí en este articulo suyo, su verdadera ideología política (lean entre lineas).

Por cierto ya sabe que los paletos han creado una asociación hace poco?

Anónimo dijo...

Me gustaría tenerlo tan claro con respecto a la grandeza del arte y sobre todo con respecto a la idea de que mis gustos y mis circunstancias históricas pueden elevarse a la categoría de absoluto y norma universal.

Lo curioso es que no se haya dado cuenta de que la TRADICIÓN del cine americano clásico tiene una estética siempre POPULAR porque estaba dirigida a los PALETOS americanos de la época que eran su mercado y público. (Los pioneros del cine llamaban Nickel Odeón -Odeón es teatro y nickel el nombre coloquial de las monedas de centavos- a las primeras salas porque el cine era el teatro de los pobres).
De modo que el americano tipo que veía esas películas en su contexto original recibía a través de ellas las supersticiones, prejuicios, valores y estereotipos populares del momento en un lenguaje a menudo moralizante y con una ideología a menudo extremadamente conservadora.

Ver esas películas es una gozada artística, pero decir que su mensaje es emancipador es una falacia incomprensible.

temporalizacion dijo...

Ay Enrique cuando te pones nostálgico... Coincido bastante sobre el cine clásico americano, del que te olvidas a Hitchcock, y hablar de comedia y olvidar a Wilder no tiene perdón. Pero no estoy de acuerdo en que el cine clásico ha muerto si con eso quieres decir que no se siguen haciendo grandísimas películas actualmente en Hollywood. Para mí Sam Mendes tiene un estilo muy clásico como en Road to Perdition o Revolutionary road, y su magistral American Beuty podría pasaar por una de las mejores comedias de la historia. Tampoco te olvides que Clint eastwood sigue haciendo cine (y en muchos aspectos muy clásico) y a Spielberg cuando le quitas los efectos especiales también tiene el sabor de los grandes clásicos y de las superproducciones de los 60. Creo que se sigue haciendo muy buen cine por allí al otro lado del charco, tal vez no con la asiduidad que en aquellos años, pero sigue habiendo cosas muy buenas.