Nota:
por no tratarse de un texto científico no hacemos aquí la distinción técnica entre
enfermedad, trastorno y síndrome.
Dña.
Ángela Bachiller ha sido nombrada recientemente concejal del Ayuntamiento de
Valladolid. Dña. Ángela Bachiller sufre -obsérvese que no hemos puesto tiene-
síndrome de Down. El síndrome de Down es un trastorno genético que implica
necesariamente una discapacidad cognitiva que puede ser mayor o menor pero que
siempre está presente. Con un tratamiento adecuado, en la actualidad los
sujetos pueden, proporcionalmente a ese grado menor o mayor de discapacidad
cognitiva, llevar una vida casi independiente. Y este tratamiento adecuado implica,
también necesariamente, un compromiso social de cuidado hacia estas personas.
La sociedad las debe cuidar de un modo distinto, de un modo más atento, porque
están enfermas y su enfermedad implica una discapacidad de las que no son
responsables. Por eso, su autonomía personal no es la misma que la del resto y,
también por eso, no pueden exigírseles los mismos deberes que al resto. Toda
esta preocupación y cuidado, que debe incluir necesariamente investigar para
producir una cura, forma parte del progreso humano.
Estar
enfermo no es un hecho moral. Cuando alguien está enfermo, ya sea desde su
nacimiento o en una etapa de su vida, no ha sido porque su padre o su madre o
él mismo pecaran o fueran malas personas. Parece obvio, pero sin embargo hoy
día este estigma sigue existiendo de una forma implícita y soterrada, especialmente
en las personas con enfermedades mentales. Uno puede contar que tiene úlcera,
que es miope o que sufre hipertensión, pero tener síndrome de Asperger,
esquizofrenia, depresión crónica o cualquier otra enfermedad de contenido
mental o que implique un trastorno de personalidad debe ocultarse. Parece que
eso es culpa del individuo porque en débil de carácter y la vergüenza y el rechazo
deben caer sobre él: si sufre usted de depresión crónica es porque mira la vida
de forma equivocada.
Sin
embargo, la causa no es tan simple. La enfermedad mental es el mal
funcionamiento de un órgano o de una estructura fisiológica, como pueda serlo
la hipertensión o el cáncer. Y usted
o yo un día podemos, por
ejemplo, sufrir un golpe o la complicación de una enfermedad y convertirnos en,
radicalmente, otro. Phineas
Gage, quien al sufrir un accidente y destrozarse parte del lóbulo frontal de su cerebro cambió radicalmente de personalidad, no es un
mito, una leyenda ni una metáfora.
El alma, sí.
Y
aquí surge el problema. Está empezando a imponerse una corriente, que se ve en
casi todo tipo de enfermedades pero especialmente en aquellas que implican
discapacidad intelectual, en la que se nos dice que todos somos iguales y que
dicha incapacidad puede arreglarse con el esfuerzo personal del enfermo y la solidaridad
del resto de la sociedad: si todos nos amamos, parece, todos nos haremos más
listos. Así, y según esta corriente, tener un trastorno de personalidad o tener
síndrome de Down, acaba presentándose como una forma peculiar de ser, una
manera distinta de vivir la vida y no como una enfermedad. La idea es que al
final los individuos no están enfermos sino que solo son diferentes. Incluso -y
esto que empezó con las enfermedades mentales ya ha llegado hasta las vacunas-
se critica a la medicación y a la medicina científica –cualquier otra medicina es
superstición- por considerar que no puede resultar efectiva pues estas
enfermedades refieren a algo más profundo. ¡Ah, la profundidad de lo inefable!:
durante siglos, hasta que apareció la medicina científica, la gente moría a
edades tempranas, pero con gran profundidad.
No
cabe duda de que quienes creen estas ideas antes descritas, entre ellas varias
asociaciones cercanas a este tipo de pacientes, lo hacen de buena fe, pero
tampoco cabe duda de que es un error que en el fondo implica una estructura
intelectual errónea y social terrorífica. Tener síndrome de Down, por ejemplo,
no es una oportunidad para vivir de otra manera, es una desgracia. Sin embargo,
para quienes defienden estas cosas del esfuerzo y el espíritu humano una persona
con síndrome de Down puede llegar a ser concejal porque solo es diferente a
otra persona sin dicho síndrome. Y aunque se nos aparezca de inmediato la
ironía sobre las cualidades que entonces requiere dicho puesto sería cruel
hacia una persona enferma reducirnos a eso. Esto no es un chiste, es una
argumentación.
En
primer lugar está un problema sobre la realidad de qué es un ser humano. En la
defensa de esa teoría de que la enfermedad no inhabilita proporcionalmente a su
gravedad, está la terrible idea de una espiritualidad por encima de la realidad
física. Así, esta espiritualidad puede superar cualquier adversidad y la
persona con síndrome de Down, o con cualquier otra enfermedad que implique discapacidad severa, puede
llegar a ser lo que ella quiera pues el espíritu humano lo supera todo. La idea
es, aparentemente, hermosa pero es, realmente, falsa. Los seres humanos son
seres exclusivamente físicos, producto de una evolución ciega, y precisamente
eso es lo que demuestra el síndrome de Down o cualquier otra enfermedad cuyas
consecuencias guarden relación con la capacidad
intelectual o con el trastorno de la personalidad: lo más humano es
fruto de la realidad física. Así, ocultar
que las enfermedades mentales son enfermedades y son físicas es defender una
fabulación contra la ciencia –nota: y
recomendamos aquí la lectura de Oliver Sacks como un ejemplo de que la
humanidad auténtica está de nuestra parte y no de lo espiritual-.
Efectivamente,
el hecho de que un problema genético, como en el síndrome Down, o una malformación o daño cerebral puedan producir cambios en la
personalidad demuestra bien a las claras la ausencia de ese contenido
espiritual: no es el alma, es el cerebro. Sin embargo, lo que se hace al
defender, tal vez sin pretenderlo, esa espiritualidad que nos iguala es negar
la evidencia de ese origen físico
de lo humano. Es defender la superstición frente al desarrollo del conocimiento. Es
defender la mentira frente a la verdad.
Además, y esta es una conclusión política muy importante, si estas enfermedades
no provocan discapacidad proporcional de acuerdo a su desarrollo, y en el caso
del síndrome de Down sería una discapacidad intelectual, y son solo
formas distintas de ser no se entiende bien por qué se deberían especificar leyes concretas que
protegieran especialmente a estas personas. Efectivamente, si el síndrome, o cualquier otra enfermedad, no
produce discapacidad no cabría el
especial cuidado social. Y de esta forma se produciría un grave problema: deseando crear la máxima igualdad se produce la máxima desigualdad.
Porque entender la discapacidad es la clave
de esto. Si la sociedad no asume la discapacidad como una carencia, y no como
una forma de ser distinta, no cabe la creación de medidas contra esa carencia. Así, y no es paradójico, pregonar que existe la máxima igualdad fáctica, todos iguales de hecho, es negar la máxima igualdad en derechos, todos iguales
socialmente, pues las personas con estas enfermedades nunca estarán en igualdad de condiciones previas con los
demás.
Por
ejemplo, a veces se nos oculta a los
profesores que alguno de nuestros alumnos pueda sufrir alguna de estas
enfermedades mentales –como un trastorno de personalidad o cierta deficiencia
intelectual- y entonces le tratamos igual que al resto. Y el
resultado es que al tratarlos igual que a otros que no tienen esa enfermedad
cometemos sin querer una injusticia porque les pedimos cosas que no pueden
hacer y no hacemos que aprovechen otras que podrían desarrollar mejor y
venirles muy bien de cara a su formación futura. Es decir, la máxima igualdad
de trato nos lleva a la injusticia de la máxima desigualdad: el trato igual no
siempre es el trato más justo.
Todo esto expuesto anteriormente puede parecer
inhumano frente a la idea de que las personas con discapacidad son iguales a
las que no tienen estas discapacidades. Pero lo parece solo. El auténtico pensamiento humanista no es aquel que
ve lo que le gustaría que
existiera, sino aquel que ve lo que hay porque solo así puede cambiarse. Doña Ángela Bachiller ha sido nombrada concejala
por un partido, el PP, que ha desmantelado la ley de dependencia, la atención a la diversidad en la educación –y la propia educación- y ahora se propone destrozar la sanidad pública. Su humanismo no se puede ver en haber nombrado concejala a una persona con
síndrome de Down sino que precisamente ahí debe verse su ideal de eugenesia social.
Porque lo que viene a decir es que si ella lo logró, todos los enfermos podrían hacerlo sin necesidad de un estado, y una
sociedad, que les cuide. Es decir, sin leyes favorables ni gasto social: los
que no lleguen, que se jodan.
Nosotros, sin embargo, creemos algo
distinto. Creemos que los individuos deben llevar su vida para sí y para la sociedad. No deben vivir solo
para cumplir su sueño
personal sino también
para garantizar el ideal de un mundo justo. Pero, y por lo anterior, creemos
que cuando una persona sufre una discapacidad que afecta a su autonomía personal, la sociedad debe priorizar en él su sueño personal proporcionalmente a su
discapacidad. Mi trabajo debe ser eficaz para la construcción de ese mundo justo, el trabajo de una
persona con síndrome de Down, por
ejemplo, debe ayudarle a sentirse mejor y desarrollar su vida. Algún día la medicina científica –y no la superstición- curará estas enfermedades, pero para ello hay que
presentarlas como tales porque solo conociendo la verdad se puede transformar
lo real.
La antipsiquiatría estuvo de moda en los 60 y 70 del pasado
siglo. Como todo, acabó en
consignas sin poder desarrollarse en sus puntos interesantes. Una de esas
consignas era preguntarse sobre los enfermos mentales: ¿quién está enfermo, ellos o la sociedad? Todo,
aparentemente, muy radical. Curiosamente, la antipsiquiatría fue el único movimiento anti que el estado rápidamente
asumió, cerrando los asilos
para enfermos mentales con trastorno grave –nota: no los mejoró ni mejoró su práctica
domiciliaria, sino que los cerró y los echó literalmente-. Cada día que llevo al perro al parque me encuentro
con un vagabundo sucio y que parece viejo que da vueltas sobre sí mismo mientras susurra una letanía incomprensible. Cuando vuelvo sigue ahí, dando vueltas y susurrando. Un imbécil, pero muy humanista y radical, podría pensar que es libre y luego irse a casa
satisfecho mientras escucha su ipod. Pero yo no tengo ipod.
5 comentarios:
Sin duda una reflexión muy interesante, como muchas otras.
Ésta es la primera vez que comento en su blog y quiero decir que usted (sus escritos, vaya) es una referencia para mí, para saber más allá de lo que se presenta y reflexionar sobre el fondo de la sociedad.
Sobre el tema expuesto, sin duda yo veo que esta tendencia a creer en la fuerza de voluntad puede también tener a ver con el auge del pensamiento irracional. Por otro lado, leyéndolo, me ha venido en mente las reflexiones de Baudrillard sobre la sociedad de la "diferencia" y el fetichismo en torno a ella. No sé yo qué le parece este autor, pero yo encuentro sus observaciones muy interesantes, en la medida en que reflexionaba sobre el hecho de que, justamente, se loa la diferencia por el simple hecho de serla, de considerarla así a partir de los criterios que tiene la gente "normal". Y esto crea una especie de sensiblería especial en torno a la diferencia, como una ética que busca que se sientan bien y que los no diferentes hagan como si los diferentes no fueran diferentes. Es como confirmar la diferencia negándola.
Si le interesa, y yo apreciaré su opinión, escribí recientemente en mi blog (en catalán) sobre el fetichismo de la diferencia a propósito de la homosexualidad, para reflexionar sobre qué es lo que implica, en una serie de 4 artículos (de hecho, todavía me queda el último por publicar) que también tratan de otros fenómenos a propósito del mismo hecho homosexual. Aquí el enlace: http://elprincipide.wordpress.com/2013/08/11/homosexualitat-1-el-fetitxisme-de-la-diferencia/
PD: No sé si sé publicarlo bien, porque no aparece en el web y el servidor sólo dice que certifique mi identidad y me vuelve a esta página, así que vuelvo a intentarlo. Si ya lo hice bien, por favor borre este mensaje.
Muy interesante lo que escribe. Se olvida que el Síndrome de Down no tiene grados, o se tiene o no se tiene (los casos de "mosaico" en los que no todo el ADN del sujeto tiene esta discapacidad son ínfimos y, desde luego, no es éste el caso). La variación de la discapacidad es una variación de educación, de oportunidades, exactamente igual que en los casos de las mentes "superiores" de los hijos de abogados y de las "inferiores" de los hijos de jornaleros que ilustró ya en su momento nuestro presidente de gobierno en los años 80 y que defendía con tanto ahínco su protector, M. Fraga.
Abordar el tema de la discapacidad fuera del prisma de los derechos humanos me parece un riesgo que nos deja en manos de la buena voluntad.
Un saludo afectuoso.
Hace poco moría un familiar mio. Una chica de 35 años que había nacido con síndrome de Down.
Toda su vida estuvo asistiendo a un centro gratuito de educación/ocupacional. No se decirle si era del Ayuntamiento o de la Comunidad.
De todas las personas con el síndrome que asistían al centro, ella era la más incapacitada. Hablaba con mucha dificultad, prácticamente era incomprensible para quien no estuviera familiarizado con ella y apenas consiguió leer, de forma fatigosa, una linea de la cartilla. Pero se sabía y ejecutaba a la perfección todos los bailes de moda.
Por eso me extraña la afirmación de “Anónimo” de que “el Síndrome de Down no tiene grados”.
El nombramiento de esta mujer, como concejal, me pareció un brindis al sol. Un absurdo e inútil gesto, que despilfarra recursos -económicos y personales- públicos.
También sería muy democrático que una persona que sufra enanismo formara parte de la Selección Española de Baloncesto, un ciego de controlador aéreo, o que un tetrapléjico ingresara en el cuerpo de bomberos.
Pero no sería ni práctico, ni justo, pues todos ellos, incluida Doña Ángela, tienen actividades que pueden desarrollar plenamente. Sin tener que ser un adorno o un reclamo electoral con cargo a los fondos públicos.
De todas formas no tenía la certeza de que mi criterio era éticamente justo.
Por eso agradezco mucho su clarificador comentario.
Por lo que me han explicado los que yo voto, la Ley de Dependencia nació ya desmantelada, pues los fondos que llevaba aparejados para su cumplimiento, jamas fueron entregados a las comunidades autónomas. Esos fondos se habían dilapidado en cúpulas de Barceló, Aianzas de Civilizaciones, chicos alegres de Nigeria, pancartas de UGT y CCOO, huesos de Garzón… Dejando en la capacidad económica de las comunidades la posibilidad del cumplimiento, o no, de la ley. En el caso de Madrid no hubo problemas pues anteriormente ya superaba las prestaciones que esta indicaba.
No sólo la antipsquiatria es un “anti” puesto en práctica. la LOGSE es otro de ellos. Y con el mismo resultado, los alumnos acaban dando vueltas en el parque.
Un Oyente de Federico
D. Ectòrix: A mí Baudrillard me parece interesante, en lo que lo he leído. El problema es que a veces creo que tiene una teoría tan holística que todo le funciona demasiado bien (no sé si me explico). En cuanto a sus artículos, estoy leyéndolos (gracias al google, no se lo negaré). Lo del comentario es que están moderados por problemas de spam.
D. Anónimo: al hablar de grados me refiero a la proporción de discapacidad intelectual. No creo que sea todo genético, de acuerdo, pero hay genética.
Lo de los derechos humanos, no entiendo bien a qué se refiere exactamente, pero habría que hablarlo más desapcio.
D.Oyente:la ley de dependencia no se aplica en Madrid, son las familias las que apechugan (como en toda España).
En el caso de mi madre, 88 años, 65% de discapacidad, viviendo en Madrid. No tiene que pagar nada del servicio de teleasistencia, con pulserita que activaría pulsando si la ocurriera algo durante las 24h del día. La llaman casi a diario para ver como sigue. Llevan un control de sus visitas al médico y la llaman para interesarse sobre lo que le ha dicho en la consulta. Un psicólogo, del servicio de teleasistencia, de cuando en cuando le hace un test por teléfono y se ofrece para ayudarla si tiene un momento malo.
También, gratuitamente, dos días a la semana una mujer va a limpiar la casa, a sacarla a la calle a pasear o hacer algún recado.
Si quisiera, también le llevarían todos los días la comida hecha a casa. Esto no es gratuito, pues tiene una pensión algo mayor del mínimo, pero lo que tendría que pagar es una nimiedad. Ella prefiere entretenerse cocinando.
Si quisiera, todos los días la vendrían a buscar para llevarla a un centro de día y traerla después, gratuitamente. Pero no quiere ir porque, dice, que a esos sitios no van más que viejos.
En todo esto yo, como familiar, no he tenido que apechugar más que en tramitar las solicitudes.
En otras comunidades, no se como se funcionará, pero viendo que no son capaces de mantener hospitales operativos o no poder pagar los medicamentos, me puedo hacer una idea.
Lo que nunca entenderé es el que dependa de donde estuviera la silla de mi madre plantada, para que tenga, o no, unos derechos.
Un Oyente de Federico
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