2.- D. Karl Marx, filósofo, analizando el colonialismo británico en la India.
Sin embargo, [la dominación británica de la India] por muy lamentable que sea desde un punto de vista humano ver cómo se desorganizan y descomponen en sus unidades integrantes esas decenas de miles de organizaciones sociales laboriosas, patriarcales e inofensivas; por triste que sea verlas sumidas en un mar de dolor, contemplar cómo cada uno de sus miembros va perdiendo a la vez sus viejas formas de civilización y sus medios hereditarios de subsistencia, no debemos olvidar al mismo tiempo que esas idílicas comunidades rurales, por inofensivas que pareciesen, constituyeron siempre una sólida base para el despotismo oriental; que restringieron el intelecto humano a los límites más estrechos, convirtiéndolo en un instrumento sumiso de la superstición, sometiéndolo a la esclavitud de reglas tradicionales y privándolo de toda grandeza y de toda iniciativa histórica. No debemos olvidar el bárbaro egoísmo que, concentrado en un mísero pedazo de tierra, contemplaba tranquilamente la ruina de imperios enteros, la perpetración de crueldades indecibles, el aniquilamiento de la población de grandes ciudades, sin prestar a todo esto más atención que a los fenómenos de la naturaleza, y convirtiéndose a su vez en presa fácil para cualquier agresor que se dignase fijar en él su atención. No debemos olvidar que esa vida sin dignidad, estática y vegetativa, que esa forma pasiva de existencia despertaba, de otra parte y por oposición, unas fuerzas destructivas salvajes, ciegas y desenfrenadas que convirtieron incluso el asesinato en un rito religioso en el Indostán. No debemos olvidar que esas pequeñas comunidades estaban contaminadas por las diferencias de casta y por la esclavitud, que sometían al hombre a las circunstancias exteriores en lugar de hacerle soberano de dichas circunstancias, que convirtieron su estado social que se desarrollaba por sí solo en un destino natural e inmutable, creando así un culto embrutecedor a la naturaleza, cuya degradación salta a la vista en el hecho de que el hombre, el soberano de la naturaleza, cayese de rodillas, adorando al mono Hanumán y a la vaca Sabbala.
Y ahora, cada uno decide.
1 comentario:
Muy de agradecer el texto de Marx. Me gusta, y no soy capaz de encontrarle ningún “pero” más al que el propio Marx anticipa: “por muy lamentable que sea”.
Titula Ud. bien su comentario “IZQUIERDA IDIOTA” y no “CONCEJAL IDIOTA”
Don Juan Porras, es una víctima del convencimiento absoluto de la “superioridad ética de la izquierda” (Zapatero dixit) y de que la Cultura, refiriendose al conocimiento, solo la izquierda está en posesión de ella. Lo que da a individuo los mismos superpoderes que en la Edad Media daba el estar en Gracia de Dios.
Por ello disculpo el tono burlón y superior del alcalde, que lo entiendo destinado a la izquierda en general y a su tic de superioridad. Pues no me parece apropiado contestar de esa manera a una persona por muy errada que esta estuviera en su comentario.
Lo del convencimiento de la izquierda en su superioridad cultural no es de ahora.
Me permito abusar de su espacio para copiarle un fragmento del libro del falangista Rafael García Serrano “Diccionario para un macuto”:
“Sucedió cuando el cerco de Oviedo. Desde los parapetos nacionales se observaba un cercano trincherón enemigo que iba a volar con la primera mina utilizada por la gente de Aranda. Era una mañana de calma, y como si se hubiese pactado una tácita paz, apenas si se oía un disparo en todo el frente. Los observadores derivaron hacia el aspecto humano de la cuestión. En el trincherón se veía un centinela descuidado. Aquel hombre confiaba en la extraña tregua de la mañana y no hacia nada por ocultarse. Miraba las casas, el Naranco, las torres de la catedral, quizá la ventana con macetas de la novia. Los observadores sabían que era debajo de aquel hombre, más o menos, donde iba a reventar la mina.
Cuando la mina cumplió con su obligación, los observadores vieron al centinela elevarse por los aires, quedar suspendido un momento como si se hubiese agarrado a un celeste e invisible clavo y, finalmente, caer sobre el suelo con golpe sordo y seco, y borrarse entre la tierra y el humo. Luego se comentaron algunos detalles técnicos en torno a la explosión de la mina, y al rato los observadores avanzados y la guarnición de la trinchera nacional vieron con asombro que el centinela rojo se ponía en pie, vacilante, agobiado por un peso enorme. Le vieron sacudirse el polvo, que no era poco, dar unos pasos hacia los restos de su defensa y antes de saltar a cubierto—nadie, por otra parte, intentó darle gusto al dedo—, volverse con ademán colérico hacia la línea nacional, cerrar el puño y gritar lleno de dolorida pesadumbre:
—¡Cabrones! ¿Ye esa la cultura que vos enseña Franco?”
Un Oyente de Federico
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