La mística está de moda. Recientemente, Rosalía, publicitada en todos los medios de comunicación, incluyendo los telediarios de la televisión pública, ha presentado un disco que, al parecer, demuestra su querencia por la trascendencia y la búsqueda de Dios. Hace bien en buscar a Dios y muchas reproducciones en Spotify. Y, por supuesto, no cabe duda de que todo esto es hermoso, sobre todo para aquellos que crean en la superstición.
Pero, lo interesante aquí no es
solamente desmontar la mística presentada como elaboración intelectual profunda,
cuando en realidad es la negación del pensamiento. También debemos plantearnos por
qué en el Nuevo Capitalismo, una sociedad absolutamente consumista y
materialista en su sentido más grosero, se presenta una obra de linaje místico
y trascendente (y repita conmigo: supersticioso) desde una artista apoyada por
una gran corporación, y esto no debe entenderse como crítica sino sólo como
descripción, e incluso se pone de moda esa misma mística.
Se trata, en definitiva, pues, de
dos tareas. La primera, desenmascarar a la mística como lo que es: meramente
una superstición y una basura intelectual. Y, la segunda, presentar por qué y
cómo esa superstición gana patrocinio en la sociedad del Nuevo Capitalismo.
El fin de la mística sería el
acceso a la trascendencia. Este acceso, para ser místico, no se realiza de
cualquier forma, sino en una inmediatez, el éxtasis místico, que hace que el
individuo llegue a ese estado de contacto y fusión con lo trascendente: un
estado alterado de conciencia. No hay pues necesariamente mística, por ejemplo,
en las religiones cuando señalan que al final de la vida nuestra alma, y la de
casi todos, ascenderá al cielo. Esa mentira no es mística. Porque la mística lo
que señala es que determinados individuos, y sólo determinados y además en
determinadas ocasiones, lograrán un ascenso directo a la comunión con Dios, la
común-unión que diría un cursi heideggeriano.
Y este ascenso directo no lo es tampoco
por un proceso de argumentación o por un esfuerzo de investigación y compresión
racional, y por tanto universalizable, como lo es la ciencia o la filosofía,
que pueda ser seguida por otros individuos. Lejos de esa democratización del
pensamiento, la mística defiende un determinado estado alternativo de
conciencia alejado de cualquier racionalidad argumentativa y que más tiene que
ver con una fusión individual y selectiva, incluso elitista, hacia esa misma
trascendencia que con una realidad universal de la propia razón.
Así, la mística tiene dos
elementos claves.
El primero, es la aceptación a
priori de la existencia de una trascendencia a la cual debe rendirse el ser
humano pues su finalidad es fundirse en ella. Y esta aceptación a priori
implica una creencia, una presencia en plan cursi, que se siente, pero no se
demuestra en la argumentación.
El segundo, es que el fin último
del sujeto no es su autonomía ni su desarrollo sino su fusión en Lo Otro, así
con mayúsculas cursis. Es decir, es la idea de que el auténtico valor y dignidad de las personas
no reside en ellas mismos sino en esa trascendencia que les da sentido y que
solo al fundirse en ella, y por eso perder su autonomía, adquieren su sentido. La
heteronomía más pura.
Por todo ello, lógicamente, la
mística puede ser defendida y continuada por teorías que no consideren que la
razón universal sea un elemento constitutivo y fundamental de la experiencia
humana, sino que consideren que esa misma fusión con la trascendencia marca el
momento más humano posible: lo más humano no es la racionalidad universal, sino
la capacidad selectiva del éxtasis y la rendición de la individualidad y el
pensamiento racional.
Por lo tanto, aquellos que
sentimos apego por la Ilustración y apego por una razón argumentada y
universal, y cuando decimos universal queremos decir no solamente capaz de
conocer la realidad sino también perteneciente a todos y cada uno de los seres
humanos, no nos sentimos a gusto con la mística. Es más, consideramos que las
ideas místicas, que parten necesariamente del supuesto de la existencia de una
trascendencia y necesariamente también del supuesto de que esa trascendencia
tiene que ser accesible sólo a determinados individuos bajo determinadas
prácticas de fusión con ella, no esconden sino, en realidad, un espíritu
absolutamente supersticioso. Y por eso, la despreciamos.
¿Pero por qué, y esta sería la
pregunta fundamental, al parecer se ha vuelto a poner de moda la mística? Y,
elemento importante, ¿la mística que se ha puesto de moda es la clásica o
pertenece a otra condición? Pues eso,
otro día. Y no porque entre en éxtasis sino porque, materialista sin corazón,
me voy a dormir.
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