Recientemente, el autoproclamado izquierdista (aparte de feminista, ecologista y socialista) , y no sé si a su vez autoproclamado antisistema -uy qué miedo- Joan Saura, a la sazón consejero de interior del gobierno catalán, ha señalado su postura favorable a legalizar las drogas. Dicha postura, aparece en su discurso como una forma de acabar con el tráfico de estupefacientes. Imaginamos que en una semana aparecerá de nuevo en la televisión catalana para pedir la legalización de tener pistolas con la finalidad, a su vez loable, de acabar con el tráfico de armas.
Sin embargo, ya lo sabemos, eso no lo hará porque entonces la autoproclamada izquierda se escandalizaría. Sin embargo, el argumento es similar tal y como lo presentó Saura: si se acaba con el tráfico de drogas legalizándolas, se acabaría con el de armas legalizándolas. Pero ahí no entrarán.
¿Y por qué?
Pues sencillo, porque la autoproclamada izquierda siempre ha mirado con complicidad no exenta de simpatía la droga: al fin y al cabo las sustancias estupefacientes, el pelo largo y a poder ser sucio, la cópula desenfrenada y el diábolo son elementos característicos, junto a las camisetas del Che, de su necesaria uniformización: como en cualquier ejército, como en cualquier movimiento totalitario.
Marx definió la ideología, el conjunto de creencias sociales básicas, como falsa conciencia. Pues ideología sigue siendo hoy falsa conciencia. Esta falsa conciencia no es sino la creencia de que el mundo y la realidad son de un modo distinto a como verdaderamente son. Así, a través de la ideología, el individuo se siente satisfecho con el mundo que le rodea y surge de esta forma una identificación total y absoluta con la realidad establecida. La consecuencia lógica de todo el proceso ideológico concluye así en la identidad entre el sujeto, la persona, y el mundo: un cierta felicidad. Y esta identidad no sólo no tiene que ser plena y absoluta, estar de acuerdo con todo, sino que incluso puede ser aparentemente crítica: no estar de acuerdo con nada o casi nada pero, sin embargo, sentirse a gusto, especialmente con uno mismo, estando en desacuerdo. Una cierta felicidad: el gusto de la discrepancia en cuanto a que uno mismo se reconoce por encima de lo que hay, más listo de lo que existe y por encima de ello.
La autoproclamada izquierda ha mirado siempre con cierta condescendencia el tema de la droga (tal vez por sus orígenes pequeñoburgueses: el comercio, aunque pequeño, tira mucho). Se mantenía la tesis de que estas sustancias permitían llegar a estados alternativos de conciencia -por cierto, la imbecilidad también lo es- y permitían al individuo relajarse y ser auténtico, es decir: ser un simple, ante las imposiciones sociales. Sin embargo, las drogas no son sino pura, y dura, ideología: la sustancia de la reconciliación con la realidad. Su única finalidad no es sino la eliminación de la conciencia racional y con ella del pensamiento. Y, precisamente, esta conciencia racional, y su producto el pensamiento, es la única capaz de mantener la crítica frente a lo real. La conciencia racional es lo otro frente al mundo real, aquello que nos permite separarnos de los hechos en cuanto tales y juzgarlos de acuerdo a algo distinto a ellos mismos: el pensamiento racional. Así, la eliminación de esta racionalidad por las drogas no es una labor progresista sino precisamente conservadora: se trata de mantener el mundo tal cual es pues frente a él nada, ya ni la razón, se le opone. La conciencia adormilada por el consumo de drogas, y convertida en estúpida por tanto, no busca enfrentarse al mundo sino encontrar en sus propias estructuras químicas alteradas la felicidad que no encuentra fuera. Así, alejada de lo real, como en la buena ideología, la conciencia drogada busca la identidad con su propia alucinación que no transforma nada sino que elabora el mundo como fantasía y alucinación, viaje, personal. La risa tonta frente al dolor real.
La droga es políticamente conservadora. Su única finalidad, desde el famoso canuto a las drogas más contundente como la cocaína, el LSD o el éxtasis, no es sino adormecer a los individuos frente a la realidad de un mundo sin corazón. Adornadas con el disfraz de lo auténticamente progre -por cierto, va a haber que iniciar un debate sobre lo que es ser progresista ahora que tanta barbarie aparenta serlo- las drogas no producen sino la reconciliación absoluta con el mundo que permite al individuo, incluso, sentirse desagraciado como mera pose para ver si así copula o, al menos, consigue meter mano. La invención de una felicidad producida por las sustancias químicas no escapa del círculo de la dominación.
Frente a esto, para la emancipación es necesaria la idea de la desreconciliación que, negándose a identificarse con la realidad y con uno mismo y enfrentándose al sueño atontado del “qué a gusto estoy”, presente la conciencia racional crítica como la auténticamente progresista. La única esperanza es, así, atreverse a vivir en, y con, la conciencia desgraciada no como pose individual ante el mundo sino como inicio objetivo para una transformación de éste. Tal vez haya llegado el momento de decir que la infelicidad objetiva, lúcida y vivida como tal, la profunda infelicidad, es la única esperaza de la emancipación.
Sin embargo, ya lo sabemos, eso no lo hará porque entonces la autoproclamada izquierda se escandalizaría. Sin embargo, el argumento es similar tal y como lo presentó Saura: si se acaba con el tráfico de drogas legalizándolas, se acabaría con el de armas legalizándolas. Pero ahí no entrarán.
¿Y por qué?
Pues sencillo, porque la autoproclamada izquierda siempre ha mirado con complicidad no exenta de simpatía la droga: al fin y al cabo las sustancias estupefacientes, el pelo largo y a poder ser sucio, la cópula desenfrenada y el diábolo son elementos característicos, junto a las camisetas del Che, de su necesaria uniformización: como en cualquier ejército, como en cualquier movimiento totalitario.
Marx definió la ideología, el conjunto de creencias sociales básicas, como falsa conciencia. Pues ideología sigue siendo hoy falsa conciencia. Esta falsa conciencia no es sino la creencia de que el mundo y la realidad son de un modo distinto a como verdaderamente son. Así, a través de la ideología, el individuo se siente satisfecho con el mundo que le rodea y surge de esta forma una identificación total y absoluta con la realidad establecida. La consecuencia lógica de todo el proceso ideológico concluye así en la identidad entre el sujeto, la persona, y el mundo: un cierta felicidad. Y esta identidad no sólo no tiene que ser plena y absoluta, estar de acuerdo con todo, sino que incluso puede ser aparentemente crítica: no estar de acuerdo con nada o casi nada pero, sin embargo, sentirse a gusto, especialmente con uno mismo, estando en desacuerdo. Una cierta felicidad: el gusto de la discrepancia en cuanto a que uno mismo se reconoce por encima de lo que hay, más listo de lo que existe y por encima de ello.
La autoproclamada izquierda ha mirado siempre con cierta condescendencia el tema de la droga (tal vez por sus orígenes pequeñoburgueses: el comercio, aunque pequeño, tira mucho). Se mantenía la tesis de que estas sustancias permitían llegar a estados alternativos de conciencia -por cierto, la imbecilidad también lo es- y permitían al individuo relajarse y ser auténtico, es decir: ser un simple, ante las imposiciones sociales. Sin embargo, las drogas no son sino pura, y dura, ideología: la sustancia de la reconciliación con la realidad. Su única finalidad no es sino la eliminación de la conciencia racional y con ella del pensamiento. Y, precisamente, esta conciencia racional, y su producto el pensamiento, es la única capaz de mantener la crítica frente a lo real. La conciencia racional es lo otro frente al mundo real, aquello que nos permite separarnos de los hechos en cuanto tales y juzgarlos de acuerdo a algo distinto a ellos mismos: el pensamiento racional. Así, la eliminación de esta racionalidad por las drogas no es una labor progresista sino precisamente conservadora: se trata de mantener el mundo tal cual es pues frente a él nada, ya ni la razón, se le opone. La conciencia adormilada por el consumo de drogas, y convertida en estúpida por tanto, no busca enfrentarse al mundo sino encontrar en sus propias estructuras químicas alteradas la felicidad que no encuentra fuera. Así, alejada de lo real, como en la buena ideología, la conciencia drogada busca la identidad con su propia alucinación que no transforma nada sino que elabora el mundo como fantasía y alucinación, viaje, personal. La risa tonta frente al dolor real.
La droga es políticamente conservadora. Su única finalidad, desde el famoso canuto a las drogas más contundente como la cocaína, el LSD o el éxtasis, no es sino adormecer a los individuos frente a la realidad de un mundo sin corazón. Adornadas con el disfraz de lo auténticamente progre -por cierto, va a haber que iniciar un debate sobre lo que es ser progresista ahora que tanta barbarie aparenta serlo- las drogas no producen sino la reconciliación absoluta con el mundo que permite al individuo, incluso, sentirse desagraciado como mera pose para ver si así copula o, al menos, consigue meter mano. La invención de una felicidad producida por las sustancias químicas no escapa del círculo de la dominación.
Frente a esto, para la emancipación es necesaria la idea de la desreconciliación que, negándose a identificarse con la realidad y con uno mismo y enfrentándose al sueño atontado del “qué a gusto estoy”, presente la conciencia racional crítica como la auténticamente progresista. La única esperanza es, así, atreverse a vivir en, y con, la conciencia desgraciada no como pose individual ante el mundo sino como inicio objetivo para una transformación de éste. Tal vez haya llegado el momento de decir que la infelicidad objetiva, lúcida y vivida como tal, la profunda infelicidad, es la única esperaza de la emancipación.
3 comentarios:
Pues sí, comparto su visión sobre lo que son la drogas. No lo que dice sobre que legalizar su comercio equivaldría a legalizar el comercio de armas. Simplemente las drogas existen, se venden en los colegios y en las discotecas. Su venta legalizada y controlada puede arruinar a muchos traficantes y quitarle, a la droga, ese aura de prohíbido y antisistema que tanto atrae a los jóvenes, además de dificultarles su acceso, pues se venderían de forma controlada, no a menores. Más muertes provocan el tabaco y el alcohol y se venden en los supers. Creo que la cosa bien hecha y sin demagogia barata está cargada de razón y de buena intención.
¡Ah!, perdón se me olvidaba. La venta de pistolas ya está legalizada. Se venden en las armerias desde hace decenas de años.
Sí, legalizada está, pero extraordinariamente restringida y controlada. No puede comprar un arma cualquiera capaz de superar un psicotécnico, hay que justificar su necesidad.
Por otro lado, no veo similitud alguna entre las drogas y las armas. Es una equiparación tramposa y poco afortunada. Sí la veo, no obstante, entre las drogas y el alcohol, porque ambos conducen a un "paraíso artificial"; también la veo entre las drogas y la prostitución, por la hipocresía que destilan los argumentos oficiales que se oponen a su legalización y por las nefastas consecuencias que se derivan para la parte débil (drogadicto y prostituta), correlativas a los beneficios de proxenetas, narcotraficantes y, ¿por qué no decirlo?, entidades bancarias ubicadas en paraísos fiscales y gobiernos cómplices.
Mezcla usted la legalización de las drogas con la incitación o fomento de su consumo y ni es lo mismo ni una cosa conduce a la otra inexorablemente.
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