Lleva tiempo una parte de la derecha -exactamente la comprendida por el PSOE, el nacionalismo y la insustancial IU- cumpliendo una política que consiste en acallar la disidencia. Ejemplos varios, que pasan desde la reciente eliminación de las columnas de Hermann Tertsch en El País –sin que por cierto ninguno de sus columnistas bien pagados y luchadores por la libertad haya dicho nada-, la patada en los testículos propinada a un miembro del Foro de Ermua, la polémica por parte de los que siempre están callados sobre el mismo Foro de Ermua y si puede usar o no ese nombre, o los sucesivos acuerdos para arrinconar a la otra derecha, el PP, dan una idea de la situación. Al fin y al cabo, el poder no gusta del que piensa diferente.
Ahora bien, ¿por qué gente aparentemente democrática está dispuesta, entre bromas claro como Almudena Grandes, a acallar como sea al adversario?
Pues lo primero que cabría tal vez pensar es que no sean muy democráticos. Desde luego la mayoría de su tradición política no lo ha sido. Al fin y al cabo cualquiera que sepa algo de la historia de los movimientos de izquierdas verá que el respeto a la libertad de expresión no figura entre sus virtudes. Ya callaron ante Stalin poniendo luego la excusa que harían célebre los alemanes: ellos no sabían, ¿no sabían?, nada. Y también ocurrió en la República -recientemente se publicó un libro, La prensa en la Segunda República, de Justino Sinova, en la que se decía de una forma bastante explícita que esa imagen que se pretende dar en la actualidad de la República era, cuando menos y al igual que el propio Mark Twain señaló sobre la noticia de su muerte, algo exagerada-.
Así, la idea esa que se presenta en el marketing político, como por cierto esa idea que ahora está surgiendo de un liberalismo político amante de la libertad individual y luchador por ella y cuyo exponente será esa nefasta etapa de la Restauración, es falsa.
Pero, no acaban ahí las cosas. Anclados en esa falsificación histórica perenne, la autoproclamada izquierda siempre ha mostrado una especie de soberbia moral basada en una idea preconcebida: se es de izquierdas por ideales, se es de derechas por interés. Y, tirando del hilo de esa idea y aquí viene lo más falso, se hace un método de análisis distinto para unos y otros. Mientras que cualquier acción de la derecha es analizada de acuerdo a un proceso, correcto por cierto, de maquiavelismo donde la clave está en el interés, y generalmente el interés económico –un criterio objetivo-, la acción de la izquierda es analizada con espíritu ñoño, donde se parte del supuesto, repugnante moral y políticamente, de la confianza en el dirigente y su palabra por tener moral y ser, como en la mafia, uno de los nuestros –un criterio subjetivo-. Así, parece que ser de izquierdas es mejor, per se, que ser de derechas. Y lo repugnante de esto es, precisamente, ese a priori. El mero hecho de ser, o mejor dicho: de autoproclamarse, de izquierdas genera una especie de halo de santidad y, con él, de imagen de autoritas moral y político. De esta manera, y paradójicamente, un principio básico del progresismo, la crítica a la autoritas, desaparece de la propia izquierda encantada de haberse conocido. Pero, hay algo más. Esta autoridad se enmarca además dentro de la criticable división social del trabajo surgiendo así la figura del intelectual profesional. Mientras, la izquierda critica y ridiculiza la existencia de los think tank conservadores cuando ha sido ella la que en su tradición los ha creado. Y además surge el agravante de la formación de una clase social de pensadores profesionales críticos, los intelectuales, cuya mera existencia garantiza su discurso. No se trata por tanto de analizar sus ideas, unas válidas y otras no tanto, sino de determinar que su propia presencia les da la razón a ellos y a sus opiniones por ser intelectuales. Así, la división social del trabajo, es decir: la estructura en la cual la relación social determina la forma de vida, se perpetúa al tiempo que el criterio de autoridad. Se junta, así, una tradición de censura y silencio con la presencia de una élite social que impone las ideas como un think tank conservador. Algo bastante distinto al sapere aude de la Ilustración.
¿Pero cuál es la consecuencia última de esto? Pues dos hechos: la subjetivización del análisis político y la hegemonización social. El análisis político acaba siendo una reflexión no sobre realidades objetivas sino sobre principios ideológicos subjetivos. El discurso se parece cada vez más a los valores subjetivos propios del cristianismo, la caridad, que a los objetivos progresistas relacionados con la justicia. Se da, de esta forma, un cambio en el discurso: solidaridad por justicia social; bienestar por emancipación; ocio por ilustración. Y al acercar el ideal a condiciones subjetivas se hace inmune a las críticas pues estas palabras fetiches no pueden ser discutidas ya que ¿quién podrá decir que ve mal el amor al bien o la mejora social de los humildes? Así, de mano de un discurso moral en realidad insustancial -un a priori de buenas palabras vacías de contenido real y político como se ve, por ejemplo, en la política exterior- surge un discurso que al carecer de significado no admite réplica. La ausencia de contenidos escondida en palabras asumibles por todos –proceso de paz, por ejemplo- lleva a la hegemonización social: el dominio social por la inexistencia de una posible crítica. Surge la desaparición del espectro político, ya no hay contenidos propios de las diversas tendencias políticas, y cualquier crítica puede ser presentada como pensamiento único de la derecha, que nadie sabe definir. Se genera así un lenguaje autoreferencial, sin contenido real pero cargado de contenido ideológico en cuanto a ser falsa conciencia. Quien use ese lenguaje será de izquierdas, quien utilice otro distinto, intente ir más allá o lo desenmascare será de derechas. Dará igual el contenido, el cual no hay que explicar, sino que el mero asentimiento con la fórmula lingüística del poder será la garantía de la aceptación social. Así, la forma social democrática básica, la discusión sobre contenidos, se cierra situando a priori a los elegidos en un bando o en otro.
Y ahora viene lo triste. Usted pensará que soy del PP o, al menos, un liberal. Que formo parte, en fin, de la derecha. Resulta, triste, que soy marxista (vamos, kantiano del siglo XXI) y no formo parte de la derecha política. Pero usted contraatacará diciendo que le hago el juego a la derecha. Y si yo, admita usted el juego, le preguntara por qué usted no explicará nada. Y pensará, autosatisfecho, que no tiene nada que explicar. La hegemonización funciona. Y yo debería callarme.
1 comentario:
Oiga, don EP: su superioridad moral empieza a preocuparme. usted se lo guisa, usted se lo come. Habla de la izquierda que calla a los que no piensan como ella, pero su último párrafo es realmente demoledor y, sobre ódo muy cómo para usted, porque ya anuncia que nada que se le diga va a valer.
Es increible.
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