Cuenta Aristóteles que la Filosofía surgió de la admiración. Quien se admira, reflexiona el pensador griego, se pregunta y para la existencia de la Filosofía resulta fundamental ese cuestionamiento. Pero quien se admira, también y ahora reflexionamos nosotros, es porque mira desde fuera. Efectivamente, solo es posible admirarse cuando se está fuera de la realidad ante la cual uno se admira pues quien se identifica con ella, quien vive acostumbrado a la misma, podrá mirarla pero no desde luego admirarla. La identificación, como ante ese cielo siempre azul desde pequeños y aplacada así la sorpresa por la costumbre, lleva a no preguntarse algo fundamental: ¿por qué es azul?
Durante la semana anterior han pasado muchas cosas, pero, curiosamente y frente a lo que podía pensarse en un principio, unidas por un punto determinado. La memoria (selectiva) histórica, la loa a la bandera –túeresrojatúeresgualda- de Rajoy, el aniversario de la muerte del totalitario Che, la existencia de Público, la persistencia, cada vez más exarcebada, del nacionalismo… Aparentemente todas esas realidades corresponderían a una realidad diferente, merecerían un análisis distinto. Eso es cierto. Pero también lo es que formalmente, en cuanto a la estructura de la forma de pensar que delatan, podrían estudiarse conjuntamente. Pongamos un ejemplo: podemos estudiar cada animal como una especie distinta y sería cierto, pero, al tiempo, podemos fijarnos en alguna realidad estructural para ver sus características comunes: por ejemplo, la existencia de una columna vertebral. Del mismo modo, todos estos hechos son distintos pero podríamos buscar algo que les una: el proceso de pensamiento identitario, de mito.
¿Qué es un pensamiento identitario? Un pensamiento que no argumenta racionalmente sino que se remite, en identificación, a una realidad (la izquierda, la derecha, la nación,…) prefijada. Es un pensamiento cuyo peso argumentativo ya no se basa en una cadena de razonamientos sino en un prejuicio: esto es de izquierdas, esto es de derechas, esto de buenos españoles, esto de buenos vascos,… La identificación es el mecanismo de pensamiento más simple: se trata de un elemental proceso de mimesis, de imitación, con una estructura dominante. La identificación funciona por un mecanismo simple: yo me diluyo en un nosotros previo, mis ideas se adaptan a los prejuicios existentes y, así, no necesito explicarlas ni desarrollarlas: lo pienso porque sí, porque es evidente -¿evidente?-. Así, la definición, que resulta necesaria para iniciar con corrección el pensamiento pero no como su proceso último, se transforma en el fin del proceso identitario: la pertenencia a un grupo como finalidad siendo de derechas, de izquierdas, español o catalán. Desaparece la admiración pues ella es fruto de la extrañeza, de lo que no puede ser reducido al colectivo. La aceptación a priori del discurso, incluso antes de haberlo escuchado pues nunca se analizará, resulta así el resultado último y aparece el slogan y el símbolo. Ambos son el resultado último de la identificación pura, cuando el argumento intelectual ya sobra y la simpleza del análisis se impone: “orgullosos de ser españoles” acaba siendo lo mismo que “pueblo con 7000 años de historia”; “somos progresistas, somos de izquierdas” se asemeja a “somos iglesia”. Y ahí está el punto de unión entre unas cosas y otras.
Efectivamente, todos los elementos arriba citados tienen en común su categoría de símbolos, de pretender unir sin discusión posible a través de una cierta perspectiva de la realidad que resulta a priori incuestionable y quien lo haga será arrojado a las tinieblas exteriores. Así, la unión entre Rajoy abrazado a la bandera -como los borrachos que cantan el Asturias patria querida- y la autoproclamada izquierda abrazada a su historia de luchadores por la libertad –y la camiseta fuck Bush de la publicidad de Público- es en realidad el mismo proceso identitario: la comunión feliz de los elegidos por el prejuicio. La discusión y la argumentación queda postergada ante los hechos. Del mismo modo en que en las sociedades primitivas se venera el tótem, el pensamiento identitatrio moderno, basado en definiciones publicitarias que nunca se explicitan y por eso mismo funcionan, se reproduce en el prejuicioso “somos”: somos de izquierda, somos españoles,… Las palabras sustituyen a los conceptos y las consignas a los argumentos. Así, se pueden repetir argumentos que antes se han criticado para ahora usarlos a favor o viceversa: recientemente Mayor Oreja legitimaba la dictadura franquista, qué raro en alguien del PP, porque muchos españoles estuvieron con ella, pero anteriormente criticaba el argumento de que ilegalizar a Batasuna no era lícito pues implicaba ilegalizar una opción con muchos votos. Y viceversa: quienes utilizaban el segundo argumento antes ahora se llevan escandalizados las manos a la cabeza porque el número se considere juicio moral.
Durante la semana anterior han pasado muchas cosas, pero, curiosamente y frente a lo que podía pensarse en un principio, unidas por un punto determinado. La memoria (selectiva) histórica, la loa a la bandera –túeresrojatúeresgualda- de Rajoy, el aniversario de la muerte del totalitario Che, la existencia de Público, la persistencia, cada vez más exarcebada, del nacionalismo… Aparentemente todas esas realidades corresponderían a una realidad diferente, merecerían un análisis distinto. Eso es cierto. Pero también lo es que formalmente, en cuanto a la estructura de la forma de pensar que delatan, podrían estudiarse conjuntamente. Pongamos un ejemplo: podemos estudiar cada animal como una especie distinta y sería cierto, pero, al tiempo, podemos fijarnos en alguna realidad estructural para ver sus características comunes: por ejemplo, la existencia de una columna vertebral. Del mismo modo, todos estos hechos son distintos pero podríamos buscar algo que les una: el proceso de pensamiento identitario, de mito.
¿Qué es un pensamiento identitario? Un pensamiento que no argumenta racionalmente sino que se remite, en identificación, a una realidad (la izquierda, la derecha, la nación,…) prefijada. Es un pensamiento cuyo peso argumentativo ya no se basa en una cadena de razonamientos sino en un prejuicio: esto es de izquierdas, esto es de derechas, esto de buenos españoles, esto de buenos vascos,… La identificación es el mecanismo de pensamiento más simple: se trata de un elemental proceso de mimesis, de imitación, con una estructura dominante. La identificación funciona por un mecanismo simple: yo me diluyo en un nosotros previo, mis ideas se adaptan a los prejuicios existentes y, así, no necesito explicarlas ni desarrollarlas: lo pienso porque sí, porque es evidente -¿evidente?-. Así, la definición, que resulta necesaria para iniciar con corrección el pensamiento pero no como su proceso último, se transforma en el fin del proceso identitario: la pertenencia a un grupo como finalidad siendo de derechas, de izquierdas, español o catalán. Desaparece la admiración pues ella es fruto de la extrañeza, de lo que no puede ser reducido al colectivo. La aceptación a priori del discurso, incluso antes de haberlo escuchado pues nunca se analizará, resulta así el resultado último y aparece el slogan y el símbolo. Ambos son el resultado último de la identificación pura, cuando el argumento intelectual ya sobra y la simpleza del análisis se impone: “orgullosos de ser españoles” acaba siendo lo mismo que “pueblo con 7000 años de historia”; “somos progresistas, somos de izquierdas” se asemeja a “somos iglesia”. Y ahí está el punto de unión entre unas cosas y otras.
Efectivamente, todos los elementos arriba citados tienen en común su categoría de símbolos, de pretender unir sin discusión posible a través de una cierta perspectiva de la realidad que resulta a priori incuestionable y quien lo haga será arrojado a las tinieblas exteriores. Así, la unión entre Rajoy abrazado a la bandera -como los borrachos que cantan el Asturias patria querida- y la autoproclamada izquierda abrazada a su historia de luchadores por la libertad –y la camiseta fuck Bush de la publicidad de Público- es en realidad el mismo proceso identitario: la comunión feliz de los elegidos por el prejuicio. La discusión y la argumentación queda postergada ante los hechos. Del mismo modo en que en las sociedades primitivas se venera el tótem, el pensamiento identitatrio moderno, basado en definiciones publicitarias que nunca se explicitan y por eso mismo funcionan, se reproduce en el prejuicioso “somos”: somos de izquierda, somos españoles,… Las palabras sustituyen a los conceptos y las consignas a los argumentos. Así, se pueden repetir argumentos que antes se han criticado para ahora usarlos a favor o viceversa: recientemente Mayor Oreja legitimaba la dictadura franquista, qué raro en alguien del PP, porque muchos españoles estuvieron con ella, pero anteriormente criticaba el argumento de que ilegalizar a Batasuna no era lícito pues implicaba ilegalizar una opción con muchos votos. Y viceversa: quienes utilizaban el segundo argumento antes ahora se llevan escandalizados las manos a la cabeza porque el número se considere juicio moral.
El pensamiento derrotado deja paso al lema :
fuck Bush en la camiseta
bandera de España en el balcón
siete mil años de pueblo vasco,
entre las sonrisas de complicidad de los llamados a la nueva eucaristía.
Lovecraft nunca tuvo el aliento poético de Poe, seamos sinceros. Jamás fue capaz de generar ese aire trágico que recoge los mejores cuentos del segundo: esa tristeza, ese destino que se ve en El gato negro, El corazón delator, La caída de la casa Usher, El hombre de la multitud y tantos otros. Sin embargo, en algo Lovecraft supera a Poe: en la presentación del horror. Y junto a obras muy interesantes que llenaron nuestra juventud de miedo escribió otra que releemos aún horrorizados por algo que no vamos a explicar, tan evidente. El extraño trata de algo terrorífico: un personaje que no pertenece ni a los vivos ni a los muertos, que no se puede identificar con nadie. Y por eso, sólo por eso, es extraño.
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