lunes, enero 14, 2008

EL FRACASO DEL YO

Se está llenando la televisión de una serie de programas con un denominador común: gente que busca la fama a toda costa. Y aún a costa de hacer el ridículo sin ninguna vergüenza. Este hecho podría parecer un suceso subjetivo y ocasional. Hay gente que lo hace y lo ha hecho siempre: no tener vergüenza. Sin embargo, que ahora lo hagan por televisión y en horario de máxima audiencia señala que este acontecimiento sobrepasa lo meramente individual y llega a más: al aspecto social. Además, mal que le pese a ese sector ridículo que una vez estuvo de paso en un país europeo y luego repite aquella frase de que eso solo pasa en España, resulta universal en los países industrializados: así, se puede ver no sólo en cualquier televisión del mundo sino en aquellas emisoras globales como MTV o, en internet, por Youtube. Por eso, es posible y necesario preguntarse qué significa este fenómeno no a un nivel psicológico sino sociológico. Preguntarse no por qué lo hace un determinado individuo sino por qué se da como forma social de entretenimiento en los medios de masa de las sociedades capitalistas avanzadas.

¿Por qué que la gente no tiene vergüenza? Y, ¿por qué la gente ve a otra con gusto perderla y lo comenta, a su vez, sin vergüenza alguna? ¿Y por qué se exhibe en los grandes grupos de comunicación? En primer lugar resulta interesante aclarar un hecho. Generalmente se habla como si la gente antes hubiera tenido vergüenza y, sin embargo, ahora la hubiera perdido: como si fuera un fenómeno nuevo. Esto sin embargo es falso. La existencia de determinados individuos que carecen en absoluto de sentido del ridículo e incluso de vergüenza propia es un hecho universal (y para comprobarlo bastaría buscar los pertinentes ejemplos en la historia de la literatura). Sin embargo, lo que sí es nuevo, pues el aspecto individual no lo es, es la aparición social a gran escala de dicha realidad: la irrupción como fuerza productiva y económica de esto en cuanto espectáculo. Y el desarrollo universal del capitalismo nos da la idea. Si algo caracteriza al capitalismo es precisamente la generación de excedentes como base económica del sistema: no se trata de una economía de subsistencia sino de ganancia y acumulación universales donde se produce y se tiene más de lo necesario. Ello, implica el consumo, por supuesto, y con él algo que ahora nos interesa sobremanera: la universalización de la explotación. La explotación económica se libera del estricto campo del trabajo para situarse también en el ocio y, con ello, en la vida misma tal y como está constituida. La vida así pasa a ser no solo resultado de la producción social, algo que siempre lo ha sido, sino también producción económica ella misma. Esa es la novedad biográfica de capitalismo: que el yo, la vida como biografía, se convierte en producción de mercancías como tal vida –y no sólo en las horas de trabajo-. Así, la vida como totalidad, y no sólo la esfera dedicada al trabajo, se transforma en producción de capital. Y esto es lo que choca con la promesa del pensamiento occidental.

Efectivamente, la historia de occidente es la de la construcción del yo. Lejos de ser algo innato en la naturaleza humana, la idea del yo es un producto cultural: la importancia del individuo sobre la colectividad y, como consecuencia, la necesidad de ésta de servir a aquel. Si uno repasa la idea occidental verá como desde Aquiles o Ulises, pasando por el cristianismo o la Ilustración con su sapere aude, la promesa permanente fue el yo: la vida como propia, al principio en su carácter heroico o trascendental y luego, con la Ilustración, con su carácter inmanente y social. Y la misma burguesía lo llevó a cabo con la idea de democracia en la política y del artista, bohemio a ser posible y de vida desastrada aunque asumida, en la división social del trabajo. De esta forma, la promesa de que la propia vida, el yo, sería fundamental estaba como eje en la elaboración de la mentalidad que desarrolló el capitalismo: el sistema debía estar a su servicio (tal y como pretendió el liberalismo).

Pero, el carácter ideológico, en cuanto a falsa conciencia, de esta misma promesa estalló con la consolidación de la economía de mercado: la universalización de la mercancía y la producción implicaba precisamente que no hubiera lugares emancipados de la producción económica y que, por tanto, la vida personal dejara de ser un privilegio liberado de la totalidad del sistema de producción: la vida pasó a formar parte de la cadena productiva como tal vida privada y no solo en el trabajo. Cada cosa que se hacía en la vida privada implicaba el consumo y con ello la producción. Así, la economía de mercado acabó engullendo al lechero no sólo como lechero en los intereses concretos de su negocio sino como individuo: la promesa se quebró cuando el sistema se colocó por encima del individuo. Y la vida real entró en el mercado como productora de capital: pura mercancía.

Pero los ideales ilustrados permanecen en el discurso ideológico (y no sólo como falsedades sino también, a veces y esa es su fuerza, como promesas quebradas y por ello aún presentes). Cualquier anuncio utiliza el tú y te promete la felicidad y los libros de autoayuda –y con ella de autoengaño- se convierten en grandes ventas. El yo, la vida propia como vivencia, permanece en el discurso y su forma de presentarse es no su presencia como actividad social, sino precisamente en aquello que hasta ahora se consideraba privado: el yo íntimo y familiar. La demostración del yo en la realidad capitalista avanzada se ve en su presencia en la realidad social como tal vida privada: el comportamiento que cualquiera puede tener en un momento íntimo, por ejemplo una celebración familiar cantando espantosamente, se presenta en público a través de la televisión o internet consolidando así la totalidad y la pérdida de la propia intimidad. La paradoja de pretender ser un yo a costa de perderlo es así la confirmación de la nueva realidad totalitaria del capitalismo avanzado. Los individuos, con un yo ya destruido, no conciben el mundo como lo otro guardando su esfera privada ante él, sino que se exhiben del mismo modo que los perros copulan en los parques pues no conciben su individualidad como algo distinto a lo real. La totalidad hace desaparecer la individualidad y la exhibición pública del individuo es su muestra en la reconciliación del mundo: no sentirse otro frente a dicho mundo sino plenamente integrado y cargado de mucha vida interior y espiritual, eso que nunca falte, que acaba siendo exhibida en la planta del gran supermercado en que se ha transformado la realidad. Pero, al tiempo y esa es la contradicción, exigiendo en ese ridículo comportamiento su yo como presencia.

El otro día me busqué en google: yo también existo en el catálogo de las mercancías.

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