miércoles, enero 23, 2008

IZQUIERDA Y FETICHISMO

Aunque ya nos hemos ocupado en otras ocasiones de Cuba en estas mismas páginas, no por ello debe caer en el olvido la dictadura que allí se vive ahora que se dan sus fraudulentas elecciones. Sin embargo, hoy, no pretendemos hablar estrictamente de ese país sino analizar, aprovechando el tema Cuba, lo que denominamos el fetichismo de la izquierda. Entendemos por este fetichismo la existencia de una serie de principios, prejuicios, de los cuales no se puede dudar si se quiere seguir siendo denominado como de izquierdas. Así, observamos ciertos fetiches de la izquierda que siguen vivos hoy en día y que representan, claramente, ideas totalitarias en cuanto a que no son objeto de reflexión y dudar sobre ellas implica ser expulsado a las tinieblas exteriores de la derecha o del tonto útil.

Desde siempre las palabras han sido algo más que meros instrumentos de transmisión de conocimientos o impresiones y han tenido una fuerza simbólica no exenta de cierta capacidad de conjuro. Las palabras no sólo expresan información, sino que además, y ahí es donde comienza su grandeza y su peligro, identifican los objetos del mundo, incluidos a nosotros mismos y a los otros, diciendo, realmente o no, el modo de ser de las cosas y siendo utilizadas para explicar, correcta o incorrectamente, la realidad. El nombre con el que algo se presenta sirve para que el otro se haga una imagen de aquello que le es presentado. Y esta imagen no es meramente descriptiva sino, a su vez, valorativa: no sólo nos explica lo que la cosa es sino que, muchas veces, nos señala un juicio sobre ella. Así, la palabra tiene fuerza expresiva y emocional: podemos no sólo entender lo que significa sino sentir una emoción o realizar un juicio de valor ante ella. Por esto, y aquí comienza el problema, las palabras no son neutrales y, ni tan siquiera, podemos dirigirlas dándole el significado que nosotros subjetivamente pretendemos.
Efectivamente, las palabras tienen un significado propio, una vida propia, que viene marcado por su tradición y por su uso actual, que en demasiadas ocasiones se nos impone. Y esa vida propia corresponde a una creación en la cual la palabra acaba tomando valor por sí misma, acaba no sólo queriendo decir algo, mero referente de lo real para enlazar con otros, sino queriendo decirlo todo y sustituyendo al argumento que ya no es necesario. Así, acaba habiendo palabras poderosas que aparentemente lo expresan todo cuando en realidad bien pueden carecer del contenido objetivo más mínimo. Por ejemplo, al hablar de solidaridad, igualdad o libertad -que ha acabado siendo, lo cual no es ajeno a este tema, el leiv motiv de varias campañas publicitarias- parece que uno está diciendo algo progresista de por sí y sin embargo no tiene porqué serlo. De esta forma, palabras que se emplean diariamente, especialmente en el campo de la política y el debate social que es el que nos interesa, han perdido significado y no son sino consignas o lemas que representan un ideario colectivo y aparente, pues carece precisamente de un significado concreto que se pueda discutir, imposible de definir de forma explícita. Y ese ideario colectivo corresponde en realidad a un fetiche, un prejuicio, que por un lado permite al individuo identificar e identificarse con su grupo -como buen totalitarismo- y, por otro, y como consecuencia precisamente de esa identificación acrítica y basada en lemas, le impide ir más allá y reflexionar sobre esa propia identificación. Por ejemplo, y en un ejemplo simple, cuando uno cita que alguien es de izquierdas rápidamente nos lo imaginamos con una pinta determinada -generalmente, y no es por nada, bastante deprimente- posible fumador, o tolerante con ello, de sustancias estupefacientes, partidario del aborto y presto a defender ciertas dictaduras sí -por ejemplo, Castro- y ciertas dictaduras no -por ejemplo, Franco-. Y sólo al hacer ver lo ridículo de esta imagen es cuando decimos aquello de que esto no tiene que ser así: al explicitar surgen las amplias miras. Pero, en realidad, ha sido al hacer explícito el discurso cuando su propia ridiculez nos ha hecho dudar. Sin embargo, la fuerza de los prejuicios es que son implícitos, no se explicitan nunca y nadie nos lo requiere porque su fuerza es social, y forman parte, a su vez, del discurso dominante dentro del colectivo.

Así, quien domina la utilización y la transmisión de esas palabras fetiches -es decir: aquellos que son capaces de categorizar de un modo determinado y determinante y, a su vez, pueden imponer esa categorización a la sociedad- domina el discurso pues dirige el pensamiento del otro, a través del lenguaje, hacia el punto al cual le interesa. Por eso, la propaganda es básica en política y los asesores de imagen -cada uno el suyo, claro está- van formando las campañas electorales, que ya se acercan, con frases consabidas y sin sentido. Lo que de poderoso tienen estas palabras no es sólo que presenten el discurso a priori sin necesidad ni tan siquiera de argumentarlo, uno se presenta de izquierdas y ya está todo dicho, sino que encima -lo cual es aún más interesante y, a su vez, demuestra el carácter totalitario de esta utilización del lenguaje- elimina del discurso al disidente. Efectivamente, éste es rápidamente expulsado del círculo protegido de, por ejemplo, la autoproclamada izquierda en cuanto ataca o pone en duda las palabras/ideas fetiche -Cuba y su dictadura, el proceso de paz, la idea de género, la democracia en la escuela, el aborto, el multiculturalismo,...-. Y, una vez eliminado del círculo de la tranquilidad, ya no importa lo que diga porque, como en la mafia, no es uno de los nuestros. Y encima, quién se cree que es para opinar así: basura intelectual.

De esta forma, la política se va convirtiendo en un conjunto de lemas rápidos y fáciles de digerir para situar en carteles, sin problemas de reflexión o explicación de nada, y teniendo como su máximo exponente el anuncio o, si se es muy progre, la pancarta -quizás con K-, el mensaje de móvil -siempre espontáneamente dirigido- o el himno. Las palabras fetiches van rellenando los huecos de un discurso que ya nadie lee y nadie hace y los sujetos se sienten identificado con los lemas creados por las compañías publicitarias sin preguntarse ni qué significan ni cuál es su diferencia con los puramente comerciales –porque la diferencia es ya inexistente-. La elaboración racional del discurso desaparece en aras de un pensamiento que es incapaz ya de seguir una argumentación medianamente compleja y que, sin embargo, se presenta a sí mismo como un conjunto de ideas estructurado de tal forma que incluso tiene la posibilidad de categorizarse políticamente con una sola palabra del tipo izquierda, progresista o -lo que aún es peor al traicionar todo aquello que una vez fue esperanza de emancipación- moderno.

Parece ser que el propio Marx siempre se negó a ser marxista y no creemos que fuera porque no pensara lo que escribía o no estuviera de acuerdo con ello, sino porque barruntaba el peligro de convertir aquello que es reflexión en identificación plena y sin conciencia con sólo una palabra. Pero, imaginamos que los propios textos de Marx -demasiado reflexivos, demasiado críticos- hoy ya no serían muy de izquierdas. ¿Apostamos?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena su reflexión, como es habitual, aunque no estaría de más, profundizar en las raíces de esos prejuicios que, más a izquierda que a derecha, impiden reflexionar y acertar.

Razones de historia familiar y personal, de lugar de nacimiento, de status social, religiosas, de incomprensión económica, incluso biológicas quizá, determinan, en mi opinión, el posicionamiento político de la mayoría, a modo de lente de graduación equivocada.

Una carácteristica muy acusada en esta legislatura, ha sido la utilización por parte de los dirigentes de izquierda, de los prejuicios de sus votantes, con el fin de conseguir réditos políticos. Como en una radiografía, hemos visto la heterogeneidad entre dirigentes y votantes, que es mucho más acusada que en la derecha donde los prejuicios que nublan el razonamiento, aunque existentes, son menores.