En esto que son algo así como las cuatro de las madrugada, las tres en Canarias -islas afortunadas-. Y otros y yo estamos en una terraza. Y viene una camarera y cortésmente nos indica que van a cerrar. Y uno de allí comenta con simpatía y en broma que él no sabía que los camareros tuvieran vida. Y ella, igual de simpática y a su vez con cortesía, responde que sí, que duermen y van a casa, y comen y ríen, y se enamoran y se divierten. Y todo es simpático hasta que llega el amargado: ¿qué verbo no ha utilizado? Y como nadie contesta se responde: pensar. Y solo se oye una expresión: ¡joder!,... Hartazgo.
En la división social del trabajo, el pensamiento siempre perteneció socialmente a las elites. Como bien sabía Aristóteles, y Veblen, una economía de subsistencia puede generar una aristocracia que viva en el ocio y realice un trabajo económicamente improductivo: pensar. Así, las obras culturales y artísticas tienen doblez: no son solo producto de la grandeza de espíritu de sus creadores sino, a su vez, del trabajo explotado de los otros. La servidumbre producía el espíritu, pero para unos pocos. Por ello, cuando el ser humano se definió como racional en realidad estaba marcando su territorio de clase no universal: nosotros frente a la chusma. De esta forma, vivir como cuestión general no tenía sentido: pocos años de esperanza de vida y la repetición sistemática del pasado marcaban la supervivencia de una mayoría de la población excluida de lo humano. O se pertenecía a la elite o no se vivía. Y la élite, por ejemplo las escuelas helenísticas, percibían vivir como una mera cuestión academica y no existencial.
La idea de una racionalidad universal y clave del sujeto es propia de la Modernidad, a partir del Renacimiento. La creencia en que el sujeto es quien debe hacer el mundo y no ser hecho por él implica una ruptura con la realidad anterior y vivir se transforma en tarea de construcción de ese mundo. Esto ya se inició en el cristianismo en cierta medida con la idea del juicio postmortem, pero la heteronomía propia de toda religión, Dios como dictador de las normas, hizo que no se llegara a su radicalización: había que cumplir la voluntad de Dios y la vida era esa misión y no tarea propia. Sin embargo, con la Modernidad Dios ya no era garante. Fausto, en la versión de Goethe, sería así el ejemplo perfecto del problema de vivir: buscar el momento mas bello en que se deseara la interrupción del transcurrir temporal porque se vivía ya en plenitud. Sin embargo, lo que ideológicamente era una realidad no lo era socialmente: lo real era la existencia de una masa cuya vida transcurría en la producción de bienes materiales y que tenía como consecuencia que vivir no fuera un problema político y social sino un problema exclusivo de la aristocracia del espíritu que ya diría a las masas como desarrollar su existencia: de Ortega a Lenin. De esta forma, el discurso emancipador, que ansiaba la universalidad, acabó reconstruido en una nueva clase ociosa cuyo ejemplo más preclaro sería la admiración de la burguesía por la bohemia -el artista domesticado y que como los monos de feria había aprendido a beber absenta, maldecir a la burguesía y buscar al tiempo desesperadamente comprador- y su desprecio por el movimiento obrero.
Sin embargo, la cosa cambia al surgir el capitalismo en el que prima el consumo como forma de producción. El tiempo libre aparece como realidad social masiva y la clase ociosa se vuelve mayoritaria. Así, la vida, con su nuevo tiempo vacío para rellenar, comienza a tomar importancia socioeconómica. Y por ello, se genera ahora una doble respuesta para saciar esta necesidad productiva. Por un lado, la élite, temerosa de perder su puesto de aristocracia del espíritu, profesionaliza los discursos a través de la universidad: lo intertextual, la cita permanente ya en el texto ya en la imagen, hacen que para el alejado de la academia la obra, el pensamiento -presunto- avanzado, sea incomprensible y la aristocracia mantenga su permanencia social. Así, y por ejemplo, a mí mismo me resulta imposible ya leer revistas científicas o comprender el arte actual pues me falla el conocimiento de la referencia: la élite me excluye de su mundo al tiempo que convierte su conocimiento en especialización minoritaria. A usted le negará la filosofía -donde yo sería, presuntamente, especialista- convertida en nota de la nota a pie de página solo comprensible por el experto. El pensamiento, que ahora podría ser universal, se niega a sí mismo la expansión pues teme que esta implique, como debería, la perdida del privilegio social de la élite.
Pero no es esta solo la forma novedosa de negación. Igualmente y para rellenar ese nuevo tiempo surge una industria del ocio cuyo producto pretende satisfacer la nueva demanda. Y si al principio pudo unir cultura con populismo, en cuanto a ofrecer productos como consumo que llegaban a ser frecuentemente obras de arte -como hizo de forma ejemplar el cine clásico americano convirtiéndose en el mayor moviemiento artístico del siglo XX-, a medida que el pensamiento fue retirándose de la realidad fue, a su vez, perdiendo su discurso complejo. Así, de la vida popular no es que desapareciera el pensamiento, pues nunca lo hubo, sino que cuando pudo incluirse no se cumplió. La división social del trabajo propia del capitalismo paso así a dar un nuevo paso: la división social de la vida.
En el capitalismo avanzado, los individuos viven su vida ideológicamente de forma desdoblada –una vida en el trabajo social que no consideran suya propia y otra vida interior en el ocio que creen les pertenece- pero realmente es una vida única de producción de capital -ya trabajando, ya consumiendo mercarcías-. Es la unidimensionalidad, de la que ya trató Marcuse en un texto imprescindible, en cuanto a que el sujeto sólo siente que realiza su vida en una parte de su existencia: la parte privada. Pero esta parte privada es en sí un factor básico del capitalismo desarrollado. Así, la vida como tal asiste a una partición del tiempo que se corresponde con la creencia de eso que se denomina vida interior, el yo –presunto- propio, frente a vida social. No es pues que antes la vida fuera más auténtica, como imagina el pensamiento reaccionario dibujando el idiotismo de sociedades anteriores como modelo idílico y haya que reivindicar ese pasado, sino que cuando el pensamiento pudo haberse expandido libre fue costreñido a una condición ideológica por la necesidad de producción del propio sistema. Así, la paradoja del capitalismo es que fue la condición de surgimiento de la vida individual consciente -es decir: el desarrollo existencial de la subjetividad- y ha resultado ser su negación como sistema totalitario que es. El capitalismo crea el sujeto y lo niega. La vida queda limitada a la producción absoluta: trabajo y ocio.
Además, en esta realidad limitada en que se ha convertido la vida, ya no cabe el pensamiento. ¿Por qué? Porque el pensamiento sería la conciencia insatisfecha que fue, precisamente, lo que construyó al sujeto. Y esta conciencia insatisfecha no es sino el propio lema de la modernidad: el pensamiento piensa ideas. Y al hacerlo radicaliza su separación con lo externo y su imposible reconciliación con un mundo demasiado pobre para satisfacerle. Así el pensamiento se domestica: se podrá utilizar como fuerza productiva, y cada vez más en la sociedad de la información, pero por esa misma división de la vida antes citada ello implicará su existencia en la esfera ajena al considerado yo y no será vivido, por tanto, como algo propio. Incluso podrá estar presente en la vida -presuntamente- auténtica del ocio, pero entonces lo hará como elemento de cultura en el ocio de las élites y, por ello, como fósil secuestrado a la realidad. En el resto, los productos culturales de consumo irán abanbonándolo, lo que no querrá decir que siempre sea así, como se puede ver en el caso de ciertas películas, pero sí que la conciencia ni lo espere ni lo desee. Vivir, el ocio, se transforma en no pensar. Pensar, el trabajo, en no vivir. Y cualquier intento de saltarse la ferréa división del tiempo vital, que sólo se convierte en uno en cuanto producción objetiva de capitalismo pero no en la conciencia subjetiva de cada sujeto, acabará en la expresión autosatisfecha: ¡joder!... Y en el hartazgo.
Es una película de Kurosawa: Vivir. Un oscuro y viejo funcionario municipal recibe la fatal noticia de un cáncer de estómago y que sus días están contados. Y decide entonces cumplir su vida: salir de noche, sexo, diversion. Pero no consigue vivir. Por fin entre los legajos de documentos que siempre han estado en su mesa descubre el proyecto de un parque infantil paralizado. Lo mueve, trabaja en el expediente y por fin el parque se construye. Y una noche lluviosa, mientras se columpia en ese mismo parque y canta una canción infantil, muere.
En la división social del trabajo, el pensamiento siempre perteneció socialmente a las elites. Como bien sabía Aristóteles, y Veblen, una economía de subsistencia puede generar una aristocracia que viva en el ocio y realice un trabajo económicamente improductivo: pensar. Así, las obras culturales y artísticas tienen doblez: no son solo producto de la grandeza de espíritu de sus creadores sino, a su vez, del trabajo explotado de los otros. La servidumbre producía el espíritu, pero para unos pocos. Por ello, cuando el ser humano se definió como racional en realidad estaba marcando su territorio de clase no universal: nosotros frente a la chusma. De esta forma, vivir como cuestión general no tenía sentido: pocos años de esperanza de vida y la repetición sistemática del pasado marcaban la supervivencia de una mayoría de la población excluida de lo humano. O se pertenecía a la elite o no se vivía. Y la élite, por ejemplo las escuelas helenísticas, percibían vivir como una mera cuestión academica y no existencial.
La idea de una racionalidad universal y clave del sujeto es propia de la Modernidad, a partir del Renacimiento. La creencia en que el sujeto es quien debe hacer el mundo y no ser hecho por él implica una ruptura con la realidad anterior y vivir se transforma en tarea de construcción de ese mundo. Esto ya se inició en el cristianismo en cierta medida con la idea del juicio postmortem, pero la heteronomía propia de toda religión, Dios como dictador de las normas, hizo que no se llegara a su radicalización: había que cumplir la voluntad de Dios y la vida era esa misión y no tarea propia. Sin embargo, con la Modernidad Dios ya no era garante. Fausto, en la versión de Goethe, sería así el ejemplo perfecto del problema de vivir: buscar el momento mas bello en que se deseara la interrupción del transcurrir temporal porque se vivía ya en plenitud. Sin embargo, lo que ideológicamente era una realidad no lo era socialmente: lo real era la existencia de una masa cuya vida transcurría en la producción de bienes materiales y que tenía como consecuencia que vivir no fuera un problema político y social sino un problema exclusivo de la aristocracia del espíritu que ya diría a las masas como desarrollar su existencia: de Ortega a Lenin. De esta forma, el discurso emancipador, que ansiaba la universalidad, acabó reconstruido en una nueva clase ociosa cuyo ejemplo más preclaro sería la admiración de la burguesía por la bohemia -el artista domesticado y que como los monos de feria había aprendido a beber absenta, maldecir a la burguesía y buscar al tiempo desesperadamente comprador- y su desprecio por el movimiento obrero.
Sin embargo, la cosa cambia al surgir el capitalismo en el que prima el consumo como forma de producción. El tiempo libre aparece como realidad social masiva y la clase ociosa se vuelve mayoritaria. Así, la vida, con su nuevo tiempo vacío para rellenar, comienza a tomar importancia socioeconómica. Y por ello, se genera ahora una doble respuesta para saciar esta necesidad productiva. Por un lado, la élite, temerosa de perder su puesto de aristocracia del espíritu, profesionaliza los discursos a través de la universidad: lo intertextual, la cita permanente ya en el texto ya en la imagen, hacen que para el alejado de la academia la obra, el pensamiento -presunto- avanzado, sea incomprensible y la aristocracia mantenga su permanencia social. Así, y por ejemplo, a mí mismo me resulta imposible ya leer revistas científicas o comprender el arte actual pues me falla el conocimiento de la referencia: la élite me excluye de su mundo al tiempo que convierte su conocimiento en especialización minoritaria. A usted le negará la filosofía -donde yo sería, presuntamente, especialista- convertida en nota de la nota a pie de página solo comprensible por el experto. El pensamiento, que ahora podría ser universal, se niega a sí mismo la expansión pues teme que esta implique, como debería, la perdida del privilegio social de la élite.
Pero no es esta solo la forma novedosa de negación. Igualmente y para rellenar ese nuevo tiempo surge una industria del ocio cuyo producto pretende satisfacer la nueva demanda. Y si al principio pudo unir cultura con populismo, en cuanto a ofrecer productos como consumo que llegaban a ser frecuentemente obras de arte -como hizo de forma ejemplar el cine clásico americano convirtiéndose en el mayor moviemiento artístico del siglo XX-, a medida que el pensamiento fue retirándose de la realidad fue, a su vez, perdiendo su discurso complejo. Así, de la vida popular no es que desapareciera el pensamiento, pues nunca lo hubo, sino que cuando pudo incluirse no se cumplió. La división social del trabajo propia del capitalismo paso así a dar un nuevo paso: la división social de la vida.
En el capitalismo avanzado, los individuos viven su vida ideológicamente de forma desdoblada –una vida en el trabajo social que no consideran suya propia y otra vida interior en el ocio que creen les pertenece- pero realmente es una vida única de producción de capital -ya trabajando, ya consumiendo mercarcías-. Es la unidimensionalidad, de la que ya trató Marcuse en un texto imprescindible, en cuanto a que el sujeto sólo siente que realiza su vida en una parte de su existencia: la parte privada. Pero esta parte privada es en sí un factor básico del capitalismo desarrollado. Así, la vida como tal asiste a una partición del tiempo que se corresponde con la creencia de eso que se denomina vida interior, el yo –presunto- propio, frente a vida social. No es pues que antes la vida fuera más auténtica, como imagina el pensamiento reaccionario dibujando el idiotismo de sociedades anteriores como modelo idílico y haya que reivindicar ese pasado, sino que cuando el pensamiento pudo haberse expandido libre fue costreñido a una condición ideológica por la necesidad de producción del propio sistema. Así, la paradoja del capitalismo es que fue la condición de surgimiento de la vida individual consciente -es decir: el desarrollo existencial de la subjetividad- y ha resultado ser su negación como sistema totalitario que es. El capitalismo crea el sujeto y lo niega. La vida queda limitada a la producción absoluta: trabajo y ocio.
Además, en esta realidad limitada en que se ha convertido la vida, ya no cabe el pensamiento. ¿Por qué? Porque el pensamiento sería la conciencia insatisfecha que fue, precisamente, lo que construyó al sujeto. Y esta conciencia insatisfecha no es sino el propio lema de la modernidad: el pensamiento piensa ideas. Y al hacerlo radicaliza su separación con lo externo y su imposible reconciliación con un mundo demasiado pobre para satisfacerle. Así el pensamiento se domestica: se podrá utilizar como fuerza productiva, y cada vez más en la sociedad de la información, pero por esa misma división de la vida antes citada ello implicará su existencia en la esfera ajena al considerado yo y no será vivido, por tanto, como algo propio. Incluso podrá estar presente en la vida -presuntamente- auténtica del ocio, pero entonces lo hará como elemento de cultura en el ocio de las élites y, por ello, como fósil secuestrado a la realidad. En el resto, los productos culturales de consumo irán abanbonándolo, lo que no querrá decir que siempre sea así, como se puede ver en el caso de ciertas películas, pero sí que la conciencia ni lo espere ni lo desee. Vivir, el ocio, se transforma en no pensar. Pensar, el trabajo, en no vivir. Y cualquier intento de saltarse la ferréa división del tiempo vital, que sólo se convierte en uno en cuanto producción objetiva de capitalismo pero no en la conciencia subjetiva de cada sujeto, acabará en la expresión autosatisfecha: ¡joder!... Y en el hartazgo.
Es una película de Kurosawa: Vivir. Un oscuro y viejo funcionario municipal recibe la fatal noticia de un cáncer de estómago y que sus días están contados. Y decide entonces cumplir su vida: salir de noche, sexo, diversion. Pero no consigue vivir. Por fin entre los legajos de documentos que siempre han estado en su mesa descubre el proyecto de un parque infantil paralizado. Lo mueve, trabaja en el expediente y por fin el parque se construye. Y una noche lluviosa, mientras se columpia en ese mismo parque y canta una canción infantil, muere.
Eso es, o debería ser, vivir.
5 comentarios:
Pese a disentir en parte de alguna de las cosas que escribe, su post es excelente, y su final, con Kurosawa, magnífico.
Y por cierto, al hilo de lo que escribe y por redundar en la excelencia cinematográfica, no deje de ver, si no la ha visionado ya, Wall-E.
Acertado análisis, un poco enrevesado, pero acertado a fin de cuentas. Ahora, al análisis ha de segurle la acción, pero eso es harina de otro costal...
Veo que cuando quiere, puede. Seguiré leyéndole, siga así.
Este texto es una versión con adornos complementarios de su “11 hipótesis sobre el Capitalismo”. Uno de los textos que más me ha impactado, interesado, aclarado y leido tantas veces que casi me lo se de memoria.
Gracias.
D. Güapo:
He visto Wall-e, y solo puedo decir una cosa: OBRA MAESTRA. De hecho quiero escribir sobre PIXAR que me parece, de lejos, el mejor movieminto cienmatográfico, otra cosa son las individualidades, actual.
D. Matías:
El problema es enrevesado. Lo de la práctica, creo que se equivoca. Hay que seguir aún con la teoría.
D. Oyente: pues sí. Es que esas eran las hipótesis. Ahora toca desarrollar.
Me doy cuenta, pues, aquí de que no puede ser eludida para siempre la esperanza y de que puede asaltar a aquellos mismos que se suponían liberados de ella.
(...) Al término mismo del razonamiento absurdo, en una de las actitudes dictadas por su lógica, no es indiferente volver a encontrar la esperanza introducida además bajo uno de sus rostros más patéticos.
(Albert Camus)
No asomaba en el rostro llovido del señor Watanabe?
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