Sin duda, la existencia de Dios es uno de los temas centrales de la filosofía. De hecho no solo su existencia, o no, sino también las consecuencias esta. Efectivamente, todo cambiaría ante una respuesta positiva o negativa a esa pregunta. Pero el presente artículo no pretende discutir ahora si Dios existe, o no, sino algo distinto. Vamos a partir de un hipótesis que quizás, para quienes nos conozcan, sorprenda: partiremos del supuesto de que Dios efectivamente existe. Con ello, lógicamente, no queremos decir que creemos que esto es así, somos ateos radicales, sino que pretendemos llegar a otro punto: Dios es nuestro enemigo.
Pero hacemos trampa porque primero debemos explicar qué entendemos por Dios. Este es, básicamente, el de las principales religiones monoteístas: un ser superior y perfecto, que se relaciona con la humanidad en la historia y presenta un plan moral para cumplir. Así el dios del que hablamos no es un dios inefable, que ni nos interesa, sino que estaría perfectamente representado en el dios cristiano, sin duda su forma intelectual más desarrollada.
Pero, ¿por qué Dios es enemigo de la humanidad? También aquí en aras de la espectacularidad al principio, y algún lector seguirá leyendo demostrando que ha funcionado, hemos hecho sin duda trampas. En realidad Dios no es enemigo de la humanidad ni del ser humano en cualquier forma sino cuando al hombre se le concibe como sujeto moderno. Efectivamente, Dios y el individuo son perfectamente compatibles pero Dios y el sujeto moderno, no. Y ahí está el tema.
Dos son los motivos fundamentales por los que resulta imposible la compatibilidad entre Dios y el sujeto: la idea de tiempo y la idea de autonomía.
El tiempo de Dios es la eternidad y por ello no es un proceso pues la eternidad es el tiempo de lo siempre igual al carecer de principio y fin. Sin embargo, el tiempo de la religión, entendiendo como tal la monoteísta citada antes, se presenta como un tiempo lineal –lo que sin duda es un avance frente a religiones intelectualmente inferiores- pero falso. La escatología, es decir: el proceso temporal que debía darse al final con la realización del plan divino, presentaba un hecho fundamental que era el cumplimiento de ese plan ideado previamente por Dios. Efectivamente, el tiempo de la salvación, y eso es la historia en la religión como ya vio con acierto San Agustín, era un tiempo ajeno al del ser humano en el cual este solo se integraba como actor en escenario y obra ajena. El hombre vive para la religión, eso sí, en un tiempo vital, en un tiempo existencial pero no en un tiempo histórico –nota: por eso Heidegger, que es un místico del ser, defiende esto mismo con coherencia absoluta aunque alejado de espíritu religioso-. La vida humana es existencialmente importante, eso es un triunfo progresista del cristianismo, pero insustancial en cuanto a construcción de realidad pues el mundo y su desarrollo le pertenecen a otro. Nuestro tiempo, el humano, no es el de la construcción del mismo sino el del desarrollo del guión ajeno en lo general y la búsqueda de la salvación –es decir: la observancia a Dios- en lo particular.
El problema, por ello, no es la libertad de los individuos, salvada merced a ese tiempo vital, sino la relevancia de dicho tiempo vital y la construcción de la realidad. El sujeto moderno se había constituido como creador de la realidad y esta creación–nota: esto lo vio muy bien Spinoza cuando realizó su racionalismo reacionario frente al cartesiano en el que había descubierto perspicazmente el inicio de la preeminencia del sujeto sobre Dios- es la que niega la existencia de Dios y su tiempo eterno. Así, para que Dios cumpla su plan el sujeto no puede construir historia, entendida como realidad y no como gesta individual tal y como la interpretaron los antiguos, sino solo existencia. La historia de la humanidad acaba en la historia de Dios, en su plan y no en el nuestro. Dios nos impide construir realidad porque él tiene otro plan. Dios y el sujeto son irreconciliables.
Y aquí surge la segunda incompatibilidad entre Dios y el sujeto: la autonomía. El sujeto moderno se constituye necesariamente como autónomo: las normas que le rigen, ya morales ya intelectuales para buscar el conocimiento, solo pueden surgir de él como sujeto –nota: otro problema es que dichas normas puedan ser universales, para todos los sujetos, o no como defienden unos y atacan otros-. Sin embargo el espíritu que alienta toda religión es la heteronomía, precisamente lo contrario, donde algo exterior al sujeto se confiere como legislador. Ello conlleva dos problemas: uno sobre el conocimiento y otro sobre la moral. Y una conclusión metafísica fundamental.
El problema epistemológico, del conocimiento vaya, al defender a Dios es que la razón queda limitada necesariamente como conocimiento -esto se podría admitir por parte del sujeto moderno- pero, a su vez y esto no sería defendible, se hace necesario admitir otra forma de conocer que permite ir más allá de lo racional, de lo argumentado. Efectivamente por más que se disfrace de mística o de algo inefable -nota: curiosamente cuánto se dice y se escribe sobre lo inefable- la experiencia religiosa nos habla de algo que se conoce “de otra forma”. Es decir, el sujeto limitado por sus armas, la racionalidad, siente/percibe/nota una realidad nueva que además está más allá, no menos, de lo racional. Así, el sujeto moderno que tiene su clave en la racionalidad, desde Descartes, pierde su fundamento al advertir que el conocimiento que le da el último sentido no puede ser este. La creencia/la fe/el misterio/lo otro/lo inefable o como quiera Dios que se llame -que se corresponde posmodernamente con los añejos nombres de Cristo- son la verdad imposible de desvelar. Pero son la verdad profunda ante la filosofía racional -¿acaso hay otra?- o la ciencia que se presentan como superficiales. Así, el fundamento de este conocimiento es lo otro -como en las series de ciencia ficción de la televisión- ante el que el ser humano asiste al misterio. Bueno, algunos que son especialmente sensibles.
Y por ello y como consecuencia de lo anterior, surge la heteronomía moral. El ser trascendente señala una serie de normas morales -desde catálogos hasta consejos de abuela- que deben ser cumplidos por los humanos. Así, amparados en un sistema de valores creados por el ser superior, la razón del sujeto pierde su valor también para la ética. Bien es cierto que el cristianismo primitivo nunca generó una ética propia -excepto el consejo bondadoso de amar al prójimo- pero viendo que Jesús no volvía, y hasta hoy, comenzó a generar una cadena de valores morales entre racionales y trascendentes. Y, lo fundamental, amparados en la ley divina -nota: por si alguien lo esá pensando, recordar que la ley natural proviene de Dios-. Otra vez el sujeto se convertía en objeto. Pero además, como certeramente observó Kant, esto generó una moral en el fondo hedonista, en su peor acepción, pues si la finalidad última del individuo era ir con Dios y esto se conseguía cumpliendo su ley, el prójimo se utilizaba como medio para alcanzar dicho fin. Y así el bonito amaos los unos a los otros acababa en usaos los unos a los otros para ir al cielo por la propia estructura religiosa. El sujeto acababa en objeto.
De esta forma, que Dios exista implica que sea fundamento al menos de la moral y del conocimiento: es tanto la primacia del conocer como quien dicta las normas morales. Es decir: Dios es el sujeto y solo puede ser único pues no comparte lo humano al estar más allá. Dios en su existencia, de esta forma, negaría que cualquier otro pudiera generar moral, pudiera generar conocimiento verdadero. Pudiera crear realidad nueva alejada del plan previo de la divinidad. En definitiva, Dios nos niega crear el mundo y ser sujetos, por tanto, en él.
Shakespeare es viejo, entre el siglo XVI y el XVII. Shakespeare es moderno. Al final del primer acto, Hamlet exclama una queja: ha nacido para poner orden en tiempos desquiciados. La queja se transformó en proyecto y dio de sí aquello que debería liberar, en palabras de Kant, a la humanidad. La liberación aún no se ha cumplido y hay cosas que se le oponen. Dios es sin duda una de ellas.
Pero hacemos trampa porque primero debemos explicar qué entendemos por Dios. Este es, básicamente, el de las principales religiones monoteístas: un ser superior y perfecto, que se relaciona con la humanidad en la historia y presenta un plan moral para cumplir. Así el dios del que hablamos no es un dios inefable, que ni nos interesa, sino que estaría perfectamente representado en el dios cristiano, sin duda su forma intelectual más desarrollada.
Pero, ¿por qué Dios es enemigo de la humanidad? También aquí en aras de la espectacularidad al principio, y algún lector seguirá leyendo demostrando que ha funcionado, hemos hecho sin duda trampas. En realidad Dios no es enemigo de la humanidad ni del ser humano en cualquier forma sino cuando al hombre se le concibe como sujeto moderno. Efectivamente, Dios y el individuo son perfectamente compatibles pero Dios y el sujeto moderno, no. Y ahí está el tema.
Dos son los motivos fundamentales por los que resulta imposible la compatibilidad entre Dios y el sujeto: la idea de tiempo y la idea de autonomía.
El tiempo de Dios es la eternidad y por ello no es un proceso pues la eternidad es el tiempo de lo siempre igual al carecer de principio y fin. Sin embargo, el tiempo de la religión, entendiendo como tal la monoteísta citada antes, se presenta como un tiempo lineal –lo que sin duda es un avance frente a religiones intelectualmente inferiores- pero falso. La escatología, es decir: el proceso temporal que debía darse al final con la realización del plan divino, presentaba un hecho fundamental que era el cumplimiento de ese plan ideado previamente por Dios. Efectivamente, el tiempo de la salvación, y eso es la historia en la religión como ya vio con acierto San Agustín, era un tiempo ajeno al del ser humano en el cual este solo se integraba como actor en escenario y obra ajena. El hombre vive para la religión, eso sí, en un tiempo vital, en un tiempo existencial pero no en un tiempo histórico –nota: por eso Heidegger, que es un místico del ser, defiende esto mismo con coherencia absoluta aunque alejado de espíritu religioso-. La vida humana es existencialmente importante, eso es un triunfo progresista del cristianismo, pero insustancial en cuanto a construcción de realidad pues el mundo y su desarrollo le pertenecen a otro. Nuestro tiempo, el humano, no es el de la construcción del mismo sino el del desarrollo del guión ajeno en lo general y la búsqueda de la salvación –es decir: la observancia a Dios- en lo particular.
El problema, por ello, no es la libertad de los individuos, salvada merced a ese tiempo vital, sino la relevancia de dicho tiempo vital y la construcción de la realidad. El sujeto moderno se había constituido como creador de la realidad y esta creación–nota: esto lo vio muy bien Spinoza cuando realizó su racionalismo reacionario frente al cartesiano en el que había descubierto perspicazmente el inicio de la preeminencia del sujeto sobre Dios- es la que niega la existencia de Dios y su tiempo eterno. Así, para que Dios cumpla su plan el sujeto no puede construir historia, entendida como realidad y no como gesta individual tal y como la interpretaron los antiguos, sino solo existencia. La historia de la humanidad acaba en la historia de Dios, en su plan y no en el nuestro. Dios nos impide construir realidad porque él tiene otro plan. Dios y el sujeto son irreconciliables.
Y aquí surge la segunda incompatibilidad entre Dios y el sujeto: la autonomía. El sujeto moderno se constituye necesariamente como autónomo: las normas que le rigen, ya morales ya intelectuales para buscar el conocimiento, solo pueden surgir de él como sujeto –nota: otro problema es que dichas normas puedan ser universales, para todos los sujetos, o no como defienden unos y atacan otros-. Sin embargo el espíritu que alienta toda religión es la heteronomía, precisamente lo contrario, donde algo exterior al sujeto se confiere como legislador. Ello conlleva dos problemas: uno sobre el conocimiento y otro sobre la moral. Y una conclusión metafísica fundamental.
El problema epistemológico, del conocimiento vaya, al defender a Dios es que la razón queda limitada necesariamente como conocimiento -esto se podría admitir por parte del sujeto moderno- pero, a su vez y esto no sería defendible, se hace necesario admitir otra forma de conocer que permite ir más allá de lo racional, de lo argumentado. Efectivamente por más que se disfrace de mística o de algo inefable -nota: curiosamente cuánto se dice y se escribe sobre lo inefable- la experiencia religiosa nos habla de algo que se conoce “de otra forma”. Es decir, el sujeto limitado por sus armas, la racionalidad, siente/percibe/nota una realidad nueva que además está más allá, no menos, de lo racional. Así, el sujeto moderno que tiene su clave en la racionalidad, desde Descartes, pierde su fundamento al advertir que el conocimiento que le da el último sentido no puede ser este. La creencia/la fe/el misterio/lo otro/lo inefable o como quiera Dios que se llame -que se corresponde posmodernamente con los añejos nombres de Cristo- son la verdad imposible de desvelar. Pero son la verdad profunda ante la filosofía racional -¿acaso hay otra?- o la ciencia que se presentan como superficiales. Así, el fundamento de este conocimiento es lo otro -como en las series de ciencia ficción de la televisión- ante el que el ser humano asiste al misterio. Bueno, algunos que son especialmente sensibles.
Y por ello y como consecuencia de lo anterior, surge la heteronomía moral. El ser trascendente señala una serie de normas morales -desde catálogos hasta consejos de abuela- que deben ser cumplidos por los humanos. Así, amparados en un sistema de valores creados por el ser superior, la razón del sujeto pierde su valor también para la ética. Bien es cierto que el cristianismo primitivo nunca generó una ética propia -excepto el consejo bondadoso de amar al prójimo- pero viendo que Jesús no volvía, y hasta hoy, comenzó a generar una cadena de valores morales entre racionales y trascendentes. Y, lo fundamental, amparados en la ley divina -nota: por si alguien lo esá pensando, recordar que la ley natural proviene de Dios-. Otra vez el sujeto se convertía en objeto. Pero además, como certeramente observó Kant, esto generó una moral en el fondo hedonista, en su peor acepción, pues si la finalidad última del individuo era ir con Dios y esto se conseguía cumpliendo su ley, el prójimo se utilizaba como medio para alcanzar dicho fin. Y así el bonito amaos los unos a los otros acababa en usaos los unos a los otros para ir al cielo por la propia estructura religiosa. El sujeto acababa en objeto.
De esta forma, que Dios exista implica que sea fundamento al menos de la moral y del conocimiento: es tanto la primacia del conocer como quien dicta las normas morales. Es decir: Dios es el sujeto y solo puede ser único pues no comparte lo humano al estar más allá. Dios en su existencia, de esta forma, negaría que cualquier otro pudiera generar moral, pudiera generar conocimiento verdadero. Pudiera crear realidad nueva alejada del plan previo de la divinidad. En definitiva, Dios nos niega crear el mundo y ser sujetos, por tanto, en él.
Shakespeare es viejo, entre el siglo XVI y el XVII. Shakespeare es moderno. Al final del primer acto, Hamlet exclama una queja: ha nacido para poner orden en tiempos desquiciados. La queja se transformó en proyecto y dio de sí aquello que debería liberar, en palabras de Kant, a la humanidad. La liberación aún no se ha cumplido y hay cosas que se le oponen. Dios es sin duda una de ellas.
5 comentarios:
Muy bien y escolásticamente empastado el razonamiento.
Acaso algunas pegas, como siempre.
Entrar al juego de la existencia de Dios es embarrarse en un debate convencional que sólo se justifica en la existencia de modas o tradiciones.
El ateísmo radical -que no necesariamente extremista- nos libera de esta fatiga, que realmente se trata de un mero conflicto de intereses sin valor trascendente desde que distinguimos entre razón y superstición. Ante las supersticiones ofensivas de las religiones nos queda la bella entelequia del arte que sacia esa otra forma de conocimiento que si es inefable es porque se asienta en el cruce entre los sentidos y la intuición. Mejor ser fanáticos de un fetiche que serlo de una divinidad abstracta e implacable, es decir, de quienes se arrogan la representación en la tierra de un ser que sólo tiene existencia psicológica -en la mente de quienes lo experimentan- y en ningún caso ontológica, en la realidad empírica.
Ya lo he dicho antes, mejor sería borrar de una vez la teología de los manuales de filosofía y ampliar el escaso o nulo espacio que se otorga a la estética. Pero claro, eso no parece serio. Dicho de modo más ofensivo: cuando usted entra a ese trapo de hablar de la existencia de dios o de las consecuencias históricas que esto acarrea en el sujeto y en la historia, se comporta usted como un paleto con tortilla sumándose a una tradición -la de que los filósofos hablen de religión- sólo porque es una tradición local que así lo hagan.
odra
Me vienen a la cabeza dos cosas.
Una es la frase del personaje de ficción Tyler Durden de la novela (y largometraje) "El club de la lucha". Es una obra que trata los temas del consumismo, materialismo, la simplicidad voluntaria, la anarquía, los miedos... En una escena, adoctrina a sus seguidores diciéndoles que posiblemente Dios les odie y los haya traído a esta existencia de tormento físico y espiritual sólo para que sufran.
Otra es un acertijo que pone de manifiesto la paradoja tras la existencia de un ser sobrenatural omnipotente y omnisciente. Dicen en un capítulo de la divertida serie televisiva "Los Simpson": ¿podría Dios prepararse un burrito en el microondas tan picante que ni él mismo pudiese comerlo?
Saludos,
Tenga cuidado!!... esto está más cerca de nietzsche que de Kant
¿Dice el texto que Spinoza era reaccionario? ¿Por qué?
La Razón y la intucion.....Son herramientas para lograr liveracion
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