En estos tiempos en que tanto individuo parece dispuesto a pedir que la guerra civil se eche a los penaltis –obsérvese la metáfora futbolística- merece la atención fijarse en un muy buen artículo publicado por Santos Juliá el viernes 25 en el diario El País y titulado Duelo por la República Española. Cuando otro lo dice mejor, y con más conocimiento, de lo que uno sería capaz de hacerlo, es justo presentarlo sin enmienda. Y señalando que estamos de acuerdo.
DUELO POR LA REPÚBLICA ESPAÑOLA, de Santos Juliá.
En la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, Manuel Azaña y su amigo y abogado Ángel Ossorio mantuvieron una larga y dramática conversación en el Palacio Nacional. Habían llegado a Palacio las noticias de las atrocidades cometidas por milicianos en el asalto a la cárcel Modelo de Madrid, donde fueron abatidos o fusilados varias decenas de presos, entre otros Melquíades Álvarez, antiguo jefe político de Azaña en el Partido Reformista. Azaña no puede soportar el duelo inmenso por la República, la insondable tristeza que le produce la matanza y siente veleidades de dimisión. Ossorio, que ha sido llamado por Cipriano de Rivas, cuñado del presidente, intenta tranquilizarlo recurriendo a un argumento que irrita a su amigo, pero que acaba por calmar su ansiedad: las muertes de aquellas personas, muchas de ellas encarceladas con el único propósito de garantizar su seguridad, entraban en la "lógica de la historia".
Esa conversación, que Azaña reproducirá en su diario y en La velada en Benicarló, condensa como ninguna otra el drama político y de conciencia vivido por un puñado de republicanos -y por algunos socialistas- ante la enormidad de los crímenes cometidos en los territorios que habían quedado bajo autoridad nominal del Gobierno legítimo. Lo vivían, ese drama, quienes, sabiendo de los crímenes y sintiendo repugnancia por tanta sangre derramada, decidieron mantenerse leales a la República. No se lo plantearon los que mataban, que consideraban la muerte de los representantes del viejo orden social como una exigencia de la revolución; tampoco quienes, sin matar, los justificaban por alguna necesidad histórica o porque antes de la revolución fue la rebelión, como el católico y jurista Ossorio; ni, en fin, quienes apoyándose en su comisión se apresuraron a poner tierra por medio para refugiarse en una tercera España que se pretendía neutral y se constituía, en París, como reserva de futuro.
De modo que el debate sobre la naturaleza y alcance de los crímenes cometidos en territorio de la República como consecuencia inmediata de la rebelión militar es tan viejo como aquellas semanas de julio y ha suscitado no solo apasionados enfrentamientos, sino grandes obras literarias, como el paseo por Madrid del profesor particular de filosofía Hamlet García, un álter ego de Paulino Masip; o la atormentada angustia de un joven juez durante los Días de llamas, de Juan Iturralde; o los cortos, magistrales, relatos de Manuel Chaves Nogales. Tal vez si nos situáramos en esa larga y honda corriente y abandonáramos la vana pretensión de decir algo grande y definitivo -esa "puñetera verdad" a la que se refiere Javier Cercas- que no se haya dicho ya mil veces sobre nuestro horrible pasado, evocaríamos los crímenes entonces cometidos en zona republicana como una tragedia por la que todos tendríamos que hacer duelo. Porque el duelo del que hablaba Azaña obedecía a la evidencia -insoportable para quienes esperaron algún día que la República significara el amanecer de un nuevo tiempo-, de que esas matanzas nada tenían que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revolución social que, entre otras catástrofes como acelerar la derrota, significaría, de triunfar, el fin de la misma República. Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes.
De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revolución no lo fueron por franquistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasión. Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución -que es una conquista violenta de poder político y social- solo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas en su camino. Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego, desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continuó, la República consiguió rehacer un ejército y un mínimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al menos se controlaron las matanzas.
Solo ahí comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los crímenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros. La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política: en un territorio progresivamente reducido era inútil -y ya no había a quién- seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revolución. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, proseguían la implacable y metódica política de limpieza valiéndose de la maquinaria burocrático-militar de los consejos de guerra. Eso fue lo que cavó un abismo entre la rebelión triunfante y la República derrotada, un abismo en el que sucumbieron otros 50.000 españoles fusilados tras inicuos consejos de guerra una vez la guerra terminó.
Uno de los vencedores, Dionisio Ridruejo, definió hace ya varias décadas la política de limpieza realizada por su propio bando como una operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían patrocinado y sostenido la República y representaban corrientes sociales avanzadas o movimientos de opinión democrática y liberal. Una represión, escribía Ridruejo, dirigida a establecer por tiempo indefinido la discriminación entre vencedores y vencidos. ¿Cómo se podía derribar esa barrera divisoria, cómo se podía iniciar un proceso que clausurara esa discriminación? La historia se ha contado ya mil veces: no existía posibilidad de reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático si gentes procedentes de los dos lados de la barrera no establecían una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una misma mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro.
Y eso empezó a ocurrir, en España y en el exilio, desde los contactos de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas y del PSOE con la Confederación Monárquica al final de la II Guerra Mundial, y siguió con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el coloquio de Múnich de 1962, con las reuniones de las comisiones obreras -entonces todavía con artículo y minúsculas- y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y las Juntas Democráticas de los setenta. En todos estos encuentros se trataba de mirar al futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro.
Esta visión, y las consecuencias políticas de ella resultantes, es lo que está a punto de ser arrojada al basurero de la historia con la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco. Denostada hoy como mito y mentira, la Transición fue el resultado de una larga historia española iniciada por un sector de quienes fueron jóvenes en la guerra y continuada por un puñado de quienes fueron niños en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversión al riesgo; consistió más bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ningún impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia -imperfecta, deficitaria, como todas- sobre una experiencia política de diálogo y reconciliación en la que nadie pretendió defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empuñaron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida.
10 comentarios:
Lo suyo es puro revisionismo franquista, Mesa. Me imagino que sus lectores conservadores le aplaudirán con entusiasmo.
:)
No se apure Mesa, no está solo en esa marcha del socialismo al fascismo. Recuerde a Michels.
¿Es posible moverse del Socialismo al Fascismo? ¿no son la misma cosa? ¿no son familiares muy cercanos? ¿el Fascismo moderno fue o no fue un invento de un Comunista llamado Mussolini?
Supongo que más o menos así debió comenzar Pío Moa.
El derechista más convencido es aquel que fue un izquierdista convencido, no hace mucho.
Aviso a navegantes: POCHOLO, usted también tiene sus tics.
POCHOLO, acabo de leer el articulo del periódico «El País» del que el Señor Mesa nos ha copiado el texto.
Por favor, repita su acusación al Señor Mesa.
Pues si, Don Pocholo, como Ud anticipaba aplaudo con sorprendido entusiasmo y además con la incredulidad de que algo así haya salido publicado en El País.
Sobre el contenido del artículo, podría “corregir” algún dato y añadir algún otro que se a obviado. Pero no lo voy a hacer porque, detecto honestidad en la exposición de los hechos.
Ni tan siquiera el autor ha sentido la necesidad de dar algún palo en sentido contrario para justificarse ante la secta.
Es de suponer que Santos Juliá será otro de los expulsados de el paraíso de la izquierda.
El revisionismo, es higiénico y necesario.
Lo horroroso es cuando la revisión la hace el poder y convierte la historia en un tebeo de la Marvel donde todos los de un lado son heroes y los del otro villanos.
Y justamente este revisionismo tendencioso y de estado es lo que se subvenciona con el dinero de TODOS, heroes y villanos; cuyo objetivo es implantar una “memoria” que se adapte a sus pretensiones de santificar a todos los suyos.
Es indudable el efecto que esto ya ha conseguido.
Hace unos días compre en unos grandes almacenes de material deportivo, un libro “Caminando por los escenarios de la Guerra Civil”, como soy aficionado al senderismo, me pareció un buen pretexto para hacer recorridos por Guadarrama, etc….
El autor, Domingo Pliego, muy ilustrado y prolífico haciendo guias de montaña, con intención de situar al lector en el contexto de la Guerra Civil Española, lo situaba en 1931, e inicia el libro así (reproduzco literalmente su primera linea):
“El 14 de abril de 1931, la izquierda ganó las elecciones generales”
Cualquiera (buenos y malos), puede comprobar que ni hubo elecciones el día 14 de abril, fueron el día 12. Ni las gano la izquierda, porque las ganaron los monarquicos (20.000 concejales frente a los 5.000 de la izquierda). Y no fueron elecciones generales, sino municipales.
Estoy casi convencido, que este autor, puso esos datos convencido de su veracidad y ni se molestó en verificarlos.
Pensaría ¿como van a engañarme los míos, que además son los buenos?
Se tragó sin masticar lo que hicieron tragar.
Por eso, en estos momentos, encuentro muy meritorio el gesto del Sr. Julá y del Sr. Mesa al difundirlo, pues con ello renuncian a su butaca en el Paraiso.
Algo de cordura?
Confundir historia con ideología y con propaganda política es cordura?
Colocar fotos trucadas en un blog pretendidamente serio es cordura?
Lo que yo recuerdo de la modélica transición no tiene nada que ver con lo que ese artículo dice.
Y otra cosa, si la historia de los años 30 no es una historia con buenos y malos, con justos e injustos ni con causas emancipatorias frente a discursos de dominación, tampoco la segunda guerra mundial lo sería, no?
Y si además es una idiotez irresponsable exigir justicia por los múltiples crímenes del franquismo, por qué no se tolera el mismo discurso hacia ETA? Algunos de sus crímenes podrían considerarse historia, ya que sucedieron hace mucho tiempo, casi a la vez que los crímenes franquistas.
Es un ejemplo de partidismos que no tienen nada que ver con la ecuanimidad.
Yo sigo esperando el resto del artículo en el que se pretende explicar que dentro de la explotación capitalista ya no hay explotación de clase. Ni invernaderos en Almería, ni gente trabajando en negro por todas partes, ni mano de obra barata, ni infrasueldos ni jerarquías dinearias.
Y mundo, habrá mundo?
http://blogs.publico.es/dominiopublico/2108/julio-de-1936/
insistimos:
http://blogs.publico.es/dominiopublico/2108/julio-de-1936/
Le recomiendo, autoproclamado marxista de pro, revisar sus fuentes y depurarlas. Le sugiero que comience con este artículo:
http://www.vnavarro.org/?p=4278
Su obsesión por evidenciar la hipocresía ideológica del PSOE le hace incurrir insistentemente en la falacia.
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