Hubo un tiempo en que el cine italiano, en los años 50 y principio de los 60, donó al arte mundial una colección de películas inolvidables entre el neorrealismo y la comedia más triste que jamás se haya hecho. Una de las cumbres de esa comedia triste, donde la risa acababa en mueca cuando se comprendía que aquello no era tanto una pantalla como un espejo, es Rufufú. Monicelli hizo otras grandes películas, pero aquella en que unos ladrones de pacotilla realizan el atraco perfecto para acabar comiendo un potaje sirve por sí sola para darle un espacio en el mundo del arte. Y para hablarnos de nuestra vida mejor que toda la tontería que luego vino con la pedantería cargante de Antonioni, la pesadez del Visconti envanecido y la autocomplaciencia del segundo Fellini.
Mario Monicelli se ha suicidado. Y ahora yo debería hacer un bonito artículo relacionando ese hecho y su propia obra: una labor hermenéutica profunda. Pero si algo nos enseñaron esas películas es también que debe haber un profundo respeto por las personas.
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