La iglesia católica suele atacar a las sociedades democráticas con un apelativo: relativistas. Efectivamente, y al obrar así, la iglesia católica, y un amplio sector de la derecha, parece entender que el relativismo es una exigencia perversa de la democracia como sistema político y por lo tanto en ella todo acabará valiendo: tal vez, incluso, que la propia iglesia no gobierne la moral y se abran los cines en viernes santos –no es un chiste, yo lo viví-. Este artículo, sin embargo, pretende demostrar lo contrario: en democracia hay unos valores universales fundamentales y este régimen político es por tanto ajeno al relativismo. Es más, la democracia es el régimen político universal por excelencia. Por ello, aquí buscaremos demostrar que la tolerancia democrática es fruto precisamente de esta universalidad y frente a ella está el absolutismo de la propia iglesia y de cualquier otro movimiento de índole totalitario, por ejemplo el comunista, que acaba en un paradójico relativismo. Es decir, la tolerancia democrática, y el que sus leyes no rijan sobre la moral sino sobre la convivencia, es por la universalidad ética de la democracia y no por relativismo.
Entendemos por relativismo la teoría moral que defiende que no existen valores universales. Por ello, la moral será juzgada de acuerdo a un criterio externo a ella misma como pueda ser el convenio, el convencionalismo es un tipo de relativismo, la sociedad o el individuo concreto. Así, es incierto que en el relativismo todo quepa, pues esto solo sería así en el individual, pero lo que sí tendrían todos en común es la negación de unos valores absolutos válidos. Y al comparar con la democracia surge un punto inevitable: ¿no es la democracia un ejemplo, si no el mayor, de puro convencionalismo relativista? ¿No es la democracia un régimen donde manda exclusivamente la voluntad, que puede ser caprichosa, de la gente? Efectivamente, parece que el hecho de que la democracia se base en la soberanía popular, o sea el voto de cada uno -en lugar de en la voluntad divina, como le gustaría a la iglesia y que concluye en el voto exclusivo del obispo- la condenaría al todo vale. Sin embargo, es falso.
Si analizamos la democracia vemos cómo esta no solo no es relativista, sino que en su seno alberga precisamente el universalismo y lo desarrolla. Efectivamente, las tres claves de una democracia auténtica parten de supuestos universales: la igualdad, los derechos universales y el imperio de la ley.
La democracia es el imperio de la ley. Por encima del privilegio aristócrata o el capricho real la ley en democracia presentó históricamente un aspecto universal en tanto no se la podía trascender. Surge así la igualdad ante la ley como hecho universal: para todos. Y esto hoy en día nos puede parecer evidente, pero en el origen democrático era inaudito que una misma ley rigiera a todos. Y su causa, la idea que sustentaba a esa ley para todos, era el segundo principio universal de la democracia: la igualdad. Cualquier persona en democracia tiene los mismos derechos y obligaciones que otra. Y esta igualdad se regía, tercer universal, por unos derechos universales para cada individuo. Y derechos, señalaba la tradición, inalienables. ¿Qué quiere decir inalienables –es una figura retórica, sé que usted lo sabe-? Quiere decir que ni el propio individuo puede renunciar a ello pues es sujeto –es curioso e interesante el doble sentido de esta palabra en español- de derecho. Así, en democracia no se puede renunciar, ni voluntariamente, a los derechos humanos. Aunque se quisiera, no se puede ser esclavo. Es decir, el hecho de ser sujeto de derecho está por encima de la voluntad individual. No hay un todo vale, hay un solo vale esto.
Pero, ¿ese esto, qué es? Ese esto es, precisamente, la universalidad de la ética en democracia. La idea de sujeto era posible porque todos ellos tenían algo en común y este algo común era la racionalidad. La democracía teóricamente se basaba en una formalidad: todos los seres humanos eran racionales y por ello iguales. La ciudadanía como hecho universal marcaba una distinción radical frente a otras sociedades donde la estratificación social implicaba, o aún implica, la diferencia en derechos y deberes, es decir: distintas morales dependiendo de la posición social. Por eso, la moral de un grupo social no podía imponerse.
Pero, ¿por qué entonces no hay una moral concreta democrática y los gobiernos no deben, aunque ilegítimamente lo hagan, legislar sobre moral sino sobre convivencia? Precisamente por el carácter universal de la democracia como régimen. Un gobierno o un parlamento no son universales sino partidos -otra palabra curiosa del español en su doble sentido- y por tanto su moral concreta estará limitada por sus propias ideas. Por eso, un gobierno podrá obligarme en cuanto a convivencia, y podrá por ejemplo regular la circulación de vehículos, pero no podrá decirme qué debo pensar o dejar de pensar. Un gobierno podrá impedirme actuar como un nazi y si soy empresario, por ejemplo, prohibir que no permita que judíos entren en mi tienda pues eso atenta contra la convivencia, pero no podrá hacer leyes contra que yo escriba un libro buscando demostrar la inferioridad de los judíos –para poner un ejemplo llamativo-. Y esto es así porque la moral democrática es tan universal que hasta el gobierno está sujeta a ella. La moral no pertenece a los dirigentes sino a los sujetos. Y por eso, pues todos somos sujetos, es universal. Y por eso, también, los gobiernos democráticos solo pueden dictar normas morales, como fue permitir el matrimonio homosexual en España –por cierto, única acción progresista de Zapatero-, cuando con ellas extienden esa idea de sujeto a colectivos socialmente discriminados como era el caso.
Frente a esto, la iglesia no porpone una moral universal, sino una imposición universal de su moral. Lo que pretende la iglesia, y cualquier otro colectivo que pretenda legislar más allá de la convivencia en valores fundamentales, es imponer su partidista visión, ya dicha por su dios ya por su che, al resto de la ciudadanía. Así, la universalidad de la razón se pierde y se alcanza la particularidad del interés.
Los sofistas no eran tontos. De hecho, ya quisiera yo que los posmodernos de hoy, esto por los autodenominados progres, o los premodernos, esto por la iglesia, fueran la mitad de listos que ellos. Y señalaron algo aún siendo partidarios, y por razones filosóficas muy inteligentemente razonadas, del relativismo: al final la moral relativista puede solo ser el dominio del más fuerte. La iglesia es en realidad relativista aunque su relativismo sea divino: Dios, el único, nos manda.
Hoy al entrar en una clase me he encontrado que estaban desplegadas una pancartas contra Esperanza Aguirre. Si ustedes leen este blog sabrán que yo soy muy crítico con ella. Pero, he ordenado, esa es la palabra porque en mi clase mando yo que soy el profesor -¿escandalo entre la pedagogía falsamente progresista?-, retirarlas. Porque el aula, curiosamente, no es mía. Y cuando yo estoy allí no lo estoy como individuo concreto sino como funcionario público: represento al estado democrático. Y en democracia el derecho a escoger la opción política es un valor universal. No sé si me explico.
Entendemos por relativismo la teoría moral que defiende que no existen valores universales. Por ello, la moral será juzgada de acuerdo a un criterio externo a ella misma como pueda ser el convenio, el convencionalismo es un tipo de relativismo, la sociedad o el individuo concreto. Así, es incierto que en el relativismo todo quepa, pues esto solo sería así en el individual, pero lo que sí tendrían todos en común es la negación de unos valores absolutos válidos. Y al comparar con la democracia surge un punto inevitable: ¿no es la democracia un ejemplo, si no el mayor, de puro convencionalismo relativista? ¿No es la democracia un régimen donde manda exclusivamente la voluntad, que puede ser caprichosa, de la gente? Efectivamente, parece que el hecho de que la democracia se base en la soberanía popular, o sea el voto de cada uno -en lugar de en la voluntad divina, como le gustaría a la iglesia y que concluye en el voto exclusivo del obispo- la condenaría al todo vale. Sin embargo, es falso.
Si analizamos la democracia vemos cómo esta no solo no es relativista, sino que en su seno alberga precisamente el universalismo y lo desarrolla. Efectivamente, las tres claves de una democracia auténtica parten de supuestos universales: la igualdad, los derechos universales y el imperio de la ley.
La democracia es el imperio de la ley. Por encima del privilegio aristócrata o el capricho real la ley en democracia presentó históricamente un aspecto universal en tanto no se la podía trascender. Surge así la igualdad ante la ley como hecho universal: para todos. Y esto hoy en día nos puede parecer evidente, pero en el origen democrático era inaudito que una misma ley rigiera a todos. Y su causa, la idea que sustentaba a esa ley para todos, era el segundo principio universal de la democracia: la igualdad. Cualquier persona en democracia tiene los mismos derechos y obligaciones que otra. Y esta igualdad se regía, tercer universal, por unos derechos universales para cada individuo. Y derechos, señalaba la tradición, inalienables. ¿Qué quiere decir inalienables –es una figura retórica, sé que usted lo sabe-? Quiere decir que ni el propio individuo puede renunciar a ello pues es sujeto –es curioso e interesante el doble sentido de esta palabra en español- de derecho. Así, en democracia no se puede renunciar, ni voluntariamente, a los derechos humanos. Aunque se quisiera, no se puede ser esclavo. Es decir, el hecho de ser sujeto de derecho está por encima de la voluntad individual. No hay un todo vale, hay un solo vale esto.
Pero, ¿ese esto, qué es? Ese esto es, precisamente, la universalidad de la ética en democracia. La idea de sujeto era posible porque todos ellos tenían algo en común y este algo común era la racionalidad. La democracía teóricamente se basaba en una formalidad: todos los seres humanos eran racionales y por ello iguales. La ciudadanía como hecho universal marcaba una distinción radical frente a otras sociedades donde la estratificación social implicaba, o aún implica, la diferencia en derechos y deberes, es decir: distintas morales dependiendo de la posición social. Por eso, la moral de un grupo social no podía imponerse.
Pero, ¿por qué entonces no hay una moral concreta democrática y los gobiernos no deben, aunque ilegítimamente lo hagan, legislar sobre moral sino sobre convivencia? Precisamente por el carácter universal de la democracia como régimen. Un gobierno o un parlamento no son universales sino partidos -otra palabra curiosa del español en su doble sentido- y por tanto su moral concreta estará limitada por sus propias ideas. Por eso, un gobierno podrá obligarme en cuanto a convivencia, y podrá por ejemplo regular la circulación de vehículos, pero no podrá decirme qué debo pensar o dejar de pensar. Un gobierno podrá impedirme actuar como un nazi y si soy empresario, por ejemplo, prohibir que no permita que judíos entren en mi tienda pues eso atenta contra la convivencia, pero no podrá hacer leyes contra que yo escriba un libro buscando demostrar la inferioridad de los judíos –para poner un ejemplo llamativo-. Y esto es así porque la moral democrática es tan universal que hasta el gobierno está sujeta a ella. La moral no pertenece a los dirigentes sino a los sujetos. Y por eso, pues todos somos sujetos, es universal. Y por eso, también, los gobiernos democráticos solo pueden dictar normas morales, como fue permitir el matrimonio homosexual en España –por cierto, única acción progresista de Zapatero-, cuando con ellas extienden esa idea de sujeto a colectivos socialmente discriminados como era el caso.
Frente a esto, la iglesia no porpone una moral universal, sino una imposición universal de su moral. Lo que pretende la iglesia, y cualquier otro colectivo que pretenda legislar más allá de la convivencia en valores fundamentales, es imponer su partidista visión, ya dicha por su dios ya por su che, al resto de la ciudadanía. Así, la universalidad de la razón se pierde y se alcanza la particularidad del interés.
Los sofistas no eran tontos. De hecho, ya quisiera yo que los posmodernos de hoy, esto por los autodenominados progres, o los premodernos, esto por la iglesia, fueran la mitad de listos que ellos. Y señalaron algo aún siendo partidarios, y por razones filosóficas muy inteligentemente razonadas, del relativismo: al final la moral relativista puede solo ser el dominio del más fuerte. La iglesia es en realidad relativista aunque su relativismo sea divino: Dios, el único, nos manda.
Hoy al entrar en una clase me he encontrado que estaban desplegadas una pancartas contra Esperanza Aguirre. Si ustedes leen este blog sabrán que yo soy muy crítico con ella. Pero, he ordenado, esa es la palabra porque en mi clase mando yo que soy el profesor -¿escandalo entre la pedagogía falsamente progresista?-, retirarlas. Porque el aula, curiosamente, no es mía. Y cuando yo estoy allí no lo estoy como individuo concreto sino como funcionario público: represento al estado democrático. Y en democracia el derecho a escoger la opción política es un valor universal. No sé si me explico.
3 comentarios:
Le invito a que se una a nuestra humilde manifestación contra el sistema actual en el cual mandan políticos y banqueros el día 15.05.11. Puede leer nuestro manifiesto en nuestra web y grupo de facebook:
http://democraciarealya.es/
http://www.facebook.com/event.php?eid=170278529687744
Si le molesta, permítame disculparme por "manchar" su blog. Saludos.
Un escrito interesantísimo.
El ejemplo llamativo del libro intentando demostrar la inferioridad de p.ej. los judíos es arriesgado.
No se puede vetar el que alguien investigue —tomaremos una definición no escabrosa del término, que algunas acepciones implican actos crueles y evitables contra seres vivos sensibles— sobre algo y lo publique. Pero sí que la libertad de expresión (no la de conciencia) tiene límites, como el del discurso del odio p.ej.
Si nos vamos de investigaciones objetivas y honestas a un discurso del odio y de la inferioridad de otros Seres Humanos tendente a las acciones efectivas perjudiciales contra ellos (repudio, maltrato...) nos estamos saliendo del límite de la libre expresión.
El xenófobo —con todas las letras, pues su "estudio" hablaría de "inferioridad", de sub humanidad...— que lo haga dirá quizá que expresa libremente su opinión y que es un asunto de Moral donde el Estado Democrático no debería entrar —veríamos si diría lo mismo en caso de ser mayoría institucional los de su pensamiento—, pero en realidad no es sólo un asunto de Moral ya que se está pretendiendo actuar más o menos directamente sobre la convivencia.
Las acciones de repudio, de maltrato, de marginalización, de segregación... fundamentadas en el discurso odioso inicial de la superioridad/ inferioridad... se llevan a cabo contra la convivencia, más allá de los dominios de la Moral.
Los discursos sobre inferioridades o yo-soy-más-que-tú son tremendamente peligrosos.
Por otra parte, la gracia del matrimonio entre personas del mismo sexo —rizando el rizo, no hace falta que sean homosexuales— no está en que sea una norma jurídica con connotaciones morales, sino económicas: tributos, sucesiones...
El matrimonio es un contrato civil antiquísimo que tiene muchas dimensiones prácticas, muchas más que meramente su dimensión moral. Alguna gente discrepa con que sea el Estado quien limite la posibilidad de estos contratos a según qué condiciones estrictas.
Curioso lo del Relativismo y el dominio del más fuerte.
A veces les he dicho lo mismo a algunos que hoy se llaman a sí liberales. Si proponemos una exaltación del individuo, si olvidamos por completo que vivimos los Seres Humanos en sociedad como ser social, si actuamos creyendo la ficción de que la libertad negativa (no injerencia) es suficiente por sí y despreciamos la llamada libertad positiva (capacidad)... acabamos en una sociedad en la que prima de forma notoria la ley del más fuerte. Una sociedad peor (más injusta) que la que acompaña el Estado democrático social.
Cordialmente,
bien expuesto el relativismo moral de los enemigos del relativismo moral y la moral poitiva frente a la absolutista y categórica.
ahora bien, si mis alumnos tuvieran la ocurrencia de colgar carteles contra cualquier político o asunto social que les interesase, antes de desaprovechar la oportunidad organizaría un debate didáctico sobre ello o bien lo desvincularía de mi ejercicio, pero no lo prohibiría taxativammente mientras eso no afectase al desarrollo de las clases.
otra opinión.
Publicar un comentario