El otro día en esa clase de ética que ha quedado reducida a una hora semanal explicaba yo a Kant. Y salió un tema, por ello, muy kantiano: quién es mejor persona, si aquél que hace el bien llevado por los sentimientos más nobles de amor a la humanidad –les dije que eso se llamaba filantropía- o aquél otro que lo hace solo por deber, algo que surge de la fría razón, y además, como les contaba dice Kant en un texto, desprecia a la humanidad y se desprecia a sí mismo.
Se está poniendo peligrosamente de moda estar indignado. De hecho, últimamente, gente que nunca se había interesado por la política está indignada. A veces, incluso se indignan con aquellos que siempre nos habíamos ocupado de ella y nos acusan de no colaborar socialmente: somos malos. Es más, se ha llegado a aceptar sin discusión que la indignación es un sentimiento moralmente bueno e incluso quien no se muestra indignado es algo así como un malvado individuo ajeno a este hermoso movimiento solidario –otra palabreja de moda en la izquierda-.
Sin duda alguna, la indignación es un sentimiento. Pero, también sin duda alguna, ser un sentimiento no dice nada positivo sobre algo: los nazis estaban indignados con los judíos. Pero también es verdad que un sentimiento no dice nada negativo sobre quien lo tiene: cuando los americanos indignados descubrieron los primeros campos de exterminio hicieron que los ciudadanos alemanes de los pueblos limítrofes los limpiaran de cadáveres y estuvo bien hecho. Así, los sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos sino de acuerdo a su causa. Y que la causa sea buena o mala no la decide la indignación, lo que sería una tautología, sino la razón. Es más, tenemos sentimientos -frente a los animales que solo pueden, algunos, tener emociones- por nuestra racionalidad. Empecemos por tanto a dejarnos de poesías baratas espirituales y vayamos a las caras, aquellas producidas por la corteza cerebral.
La autoproclamada izquierda está comenzado a desarrollar un discurso desde la indignación y el sentimiento: todo muy adolescente. Tomó fuerza con un intelectualmente ínfimo panfleto pero sabiamente publicitado y ha seguido, por ejemplo, con un librito que se llama Reacciona y que curiosamente no se pude descargar gratis de internet –todo, incluso la nobleza del espíritu, tiene un precio-. Eso podría estar bien para empezar, pero la indignación tiene también algo falso cuando no algo inmoral. Y no está mal descubrirlo y sospechar de ello.
Empecemos sospechando por un principio, eso siempre es útil. Lo primero que cabe precisar es por qué la sacrosanta indignación de la juventud ha surgido ahora y no hace, por ejemplo, un mes, seis, un año, dos, cinco o diez. Es decir, qué elementos han cambiado para que haya un estallido, por cierto tan justificado. ¿Cuál es la diferencia?
Segundo, observaremos que las revueltas se limitan geográficamente bastante y se reducen básicamente a España, el mundo árabe es otro tema distinto, y en todo caso a Grecia. Es decir, dos países donde la crisis ha afectado más profundamente al nivel de vida que en el resto.
La tercera nota, basada en las otras dos, es cuál es la causa de la indignación. La indignación comenzó como un movimiento que expresaba fundamentalmente el malestar ante la nula conexión democrática entre representantes y representados: su objetivo era político. Ya hemos señalado aquí que tenían razón y esto no era una queja circunscrita a jóvenes o viejos sino real y palpable: el sistema electoral español y las leyes que rigen la representatividad son actualmente un puro sinsentido que solo busca mantener a la oligarquía partidista. Sin embargo, a esta justa queja se ha ido añadiendo otra capital: ¡la juventud protesta por su futuro!, nos dicen. Y el ejemplo paradigmático que se señala siempre es que alguien con una carrera universitaria, dos idiomas y un master gana 800 euros. Protesta, y esto no es ironía, con razón.
Sí, protesta con razón. Pero, ¿qué protesta? Cuando uno protesta en política puede protestar por cosas específicas o por la totalidad: por ciertas circunstancias de la vida o contra la vida misma. Cuando uno protesta porque su preparación epistémica –podía haber puestos "estudios" pero hubiera perdido profundidad filosófica, ya saben- no se corresponden con su salario no protesta contra el sistema sino contra un hecho concreto: la relación mercantil entre conocimiento, al menos el estipulado en un título, y paga. Es decir, protesta porque en el mercado su conocimiento no se vende como él cree que debería. O sea, protesta como fuerza de trabajo no bien pagada. Pero al hacerlo protesta como algo más. Porque protesta por la consecuencia de que dicho mal pago le impide desarrollar una vida digna, es decir: tiene poca presencia en el mercado, dentro del sistema. Protesta, en definitiva, como mercancía desaprovechada. Así, en el interior de la protesta indignada está la indignación de la mercancía y con ella la pura asimilación.
Pero que nadie crea que aquí va una crítica personal como si uno mismo fuera puro. Ser puro es ser falso. Lejos de eso, va una comprensión y un apoyo personal y político. Cada día me levanto para vender mis conocimientos de filosofía como mercancía que soy. Y espero conseguir por ello el mejor precio. Les comprendo y les apoyo porque la lucha por los derechos sociales, es decir: las mejores condiciones de las mercancías, es algo necesario. Todos somos mercancías , usted también, y debemos luchar por ser tales en ciertas condiciones.
No hay un ápice de ironía en esto. Los indignados tienen razón como mercancías, pero no como revolución. Por ello, no se puede hablar de protestas radicales. Empleamos dicha palabra no refiriéndonos al pijo con pañuelo palestino que quema contenedores y grita consignas elementales sino cuando la oposición se da frente a aspectos esenciales de un sistema. Las protestas del 15M no lo hacen, son protestas reformistas y hacen bien en serlo. Lo volvemos a repetir: la lucha por los derechos sociales es absolutamente necesaria. Y una mejora socioeconómica y política haría un gran bien a este país. Y esa lucha se da también desde la indignación que produce la situación propia, pues es una lucha de un sano egoísmo: la idea de “yo quiero vivir mejor” implica la consecuencia de que nosotros queremos vivir mejor. Ahí, sí tiene cabida el sentimiento.
Sin embargo, el rechazo radical, desde su raíz, del capitalismo no es asunto sentimental. Curiosamente, el capitalismo es el sistema que mejor ha sabido armonizar la individualidad y el yo con las necesidades productivas a través de la mercancía. El capitalismo moderno es un canto al yo y a la vida porque en él el individuo, como en el viejo sueño nietzscheano -otra muestra de profundidad filosófica-, se libera del compromiso de crear la realidad para ensimismarse en su propia vivencia, ahora a través del consumo: el capitalismo es cada instante vivido como la plenitud y no como proyecto. En verdad, algo de esto saben el Corte Inglés y la poesía moderna. Así, el sentimiento que no puede liberarse de ese mismo yo, so pena de caer en la repugnante mística pues el yo es el fundamento de lo emotivo, no puede ir contra el capitalismo porque no puede librarse de su deseo de vivir. El capitalismo es demasiado complejo intelectualmente para ser criticado por el anhelo de existencia concreta que es el sentimiento. Curiosamente, sin embargo, la negación del capitalismo ya solo puede venir de un residuo del pasado intelectual como fue la idea de sujeto moderno y su anhelo no de vida sino de racionalidad: frente al individuo romántico que anhelaba vivir su vida el sujeto moderno anhelaba crear mundo objetivo. Solo en esa creación racional del mundo, y no de la vida propia, está el rechazo radical del capitalismo: solo en ese extremo de racionalidad.
Volvemos a clase. Un día vino un alumno a hablar conmigo. Se quejaba de todo, incluso de que en mis clases se hacía lo que yo decía –eso le sirvió para tildarme de fascista-. Me dijo que él se quejaba tanto porque, palabras textuales, no soportaba la injusticia. Y yo, que ya estoy amargado sin duda, le conteste que su vida iba a ser terrible porque cada día morían de hambre en el mundo 13. 000 niños. Y añadí: por cierto, nunca te oí quejarte de eso. Pero sin duda, ese alumno era un romántico. Sin duda, ese alumno estaba indignado.
Se está poniendo peligrosamente de moda estar indignado. De hecho, últimamente, gente que nunca se había interesado por la política está indignada. A veces, incluso se indignan con aquellos que siempre nos habíamos ocupado de ella y nos acusan de no colaborar socialmente: somos malos. Es más, se ha llegado a aceptar sin discusión que la indignación es un sentimiento moralmente bueno e incluso quien no se muestra indignado es algo así como un malvado individuo ajeno a este hermoso movimiento solidario –otra palabreja de moda en la izquierda-.
Sin duda alguna, la indignación es un sentimiento. Pero, también sin duda alguna, ser un sentimiento no dice nada positivo sobre algo: los nazis estaban indignados con los judíos. Pero también es verdad que un sentimiento no dice nada negativo sobre quien lo tiene: cuando los americanos indignados descubrieron los primeros campos de exterminio hicieron que los ciudadanos alemanes de los pueblos limítrofes los limpiaran de cadáveres y estuvo bien hecho. Así, los sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos sino de acuerdo a su causa. Y que la causa sea buena o mala no la decide la indignación, lo que sería una tautología, sino la razón. Es más, tenemos sentimientos -frente a los animales que solo pueden, algunos, tener emociones- por nuestra racionalidad. Empecemos por tanto a dejarnos de poesías baratas espirituales y vayamos a las caras, aquellas producidas por la corteza cerebral.
La autoproclamada izquierda está comenzado a desarrollar un discurso desde la indignación y el sentimiento: todo muy adolescente. Tomó fuerza con un intelectualmente ínfimo panfleto pero sabiamente publicitado y ha seguido, por ejemplo, con un librito que se llama Reacciona y que curiosamente no se pude descargar gratis de internet –todo, incluso la nobleza del espíritu, tiene un precio-. Eso podría estar bien para empezar, pero la indignación tiene también algo falso cuando no algo inmoral. Y no está mal descubrirlo y sospechar de ello.
Empecemos sospechando por un principio, eso siempre es útil. Lo primero que cabe precisar es por qué la sacrosanta indignación de la juventud ha surgido ahora y no hace, por ejemplo, un mes, seis, un año, dos, cinco o diez. Es decir, qué elementos han cambiado para que haya un estallido, por cierto tan justificado. ¿Cuál es la diferencia?
Segundo, observaremos que las revueltas se limitan geográficamente bastante y se reducen básicamente a España, el mundo árabe es otro tema distinto, y en todo caso a Grecia. Es decir, dos países donde la crisis ha afectado más profundamente al nivel de vida que en el resto.
La tercera nota, basada en las otras dos, es cuál es la causa de la indignación. La indignación comenzó como un movimiento que expresaba fundamentalmente el malestar ante la nula conexión democrática entre representantes y representados: su objetivo era político. Ya hemos señalado aquí que tenían razón y esto no era una queja circunscrita a jóvenes o viejos sino real y palpable: el sistema electoral español y las leyes que rigen la representatividad son actualmente un puro sinsentido que solo busca mantener a la oligarquía partidista. Sin embargo, a esta justa queja se ha ido añadiendo otra capital: ¡la juventud protesta por su futuro!, nos dicen. Y el ejemplo paradigmático que se señala siempre es que alguien con una carrera universitaria, dos idiomas y un master gana 800 euros. Protesta, y esto no es ironía, con razón.
Sí, protesta con razón. Pero, ¿qué protesta? Cuando uno protesta en política puede protestar por cosas específicas o por la totalidad: por ciertas circunstancias de la vida o contra la vida misma. Cuando uno protesta porque su preparación epistémica –podía haber puestos "estudios" pero hubiera perdido profundidad filosófica, ya saben- no se corresponden con su salario no protesta contra el sistema sino contra un hecho concreto: la relación mercantil entre conocimiento, al menos el estipulado en un título, y paga. Es decir, protesta porque en el mercado su conocimiento no se vende como él cree que debería. O sea, protesta como fuerza de trabajo no bien pagada. Pero al hacerlo protesta como algo más. Porque protesta por la consecuencia de que dicho mal pago le impide desarrollar una vida digna, es decir: tiene poca presencia en el mercado, dentro del sistema. Protesta, en definitiva, como mercancía desaprovechada. Así, en el interior de la protesta indignada está la indignación de la mercancía y con ella la pura asimilación.
Pero que nadie crea que aquí va una crítica personal como si uno mismo fuera puro. Ser puro es ser falso. Lejos de eso, va una comprensión y un apoyo personal y político. Cada día me levanto para vender mis conocimientos de filosofía como mercancía que soy. Y espero conseguir por ello el mejor precio. Les comprendo y les apoyo porque la lucha por los derechos sociales, es decir: las mejores condiciones de las mercancías, es algo necesario. Todos somos mercancías , usted también, y debemos luchar por ser tales en ciertas condiciones.
No hay un ápice de ironía en esto. Los indignados tienen razón como mercancías, pero no como revolución. Por ello, no se puede hablar de protestas radicales. Empleamos dicha palabra no refiriéndonos al pijo con pañuelo palestino que quema contenedores y grita consignas elementales sino cuando la oposición se da frente a aspectos esenciales de un sistema. Las protestas del 15M no lo hacen, son protestas reformistas y hacen bien en serlo. Lo volvemos a repetir: la lucha por los derechos sociales es absolutamente necesaria. Y una mejora socioeconómica y política haría un gran bien a este país. Y esa lucha se da también desde la indignación que produce la situación propia, pues es una lucha de un sano egoísmo: la idea de “yo quiero vivir mejor” implica la consecuencia de que nosotros queremos vivir mejor. Ahí, sí tiene cabida el sentimiento.
Sin embargo, el rechazo radical, desde su raíz, del capitalismo no es asunto sentimental. Curiosamente, el capitalismo es el sistema que mejor ha sabido armonizar la individualidad y el yo con las necesidades productivas a través de la mercancía. El capitalismo moderno es un canto al yo y a la vida porque en él el individuo, como en el viejo sueño nietzscheano -otra muestra de profundidad filosófica-, se libera del compromiso de crear la realidad para ensimismarse en su propia vivencia, ahora a través del consumo: el capitalismo es cada instante vivido como la plenitud y no como proyecto. En verdad, algo de esto saben el Corte Inglés y la poesía moderna. Así, el sentimiento que no puede liberarse de ese mismo yo, so pena de caer en la repugnante mística pues el yo es el fundamento de lo emotivo, no puede ir contra el capitalismo porque no puede librarse de su deseo de vivir. El capitalismo es demasiado complejo intelectualmente para ser criticado por el anhelo de existencia concreta que es el sentimiento. Curiosamente, sin embargo, la negación del capitalismo ya solo puede venir de un residuo del pasado intelectual como fue la idea de sujeto moderno y su anhelo no de vida sino de racionalidad: frente al individuo romántico que anhelaba vivir su vida el sujeto moderno anhelaba crear mundo objetivo. Solo en esa creación racional del mundo, y no de la vida propia, está el rechazo radical del capitalismo: solo en ese extremo de racionalidad.
Volvemos a clase. Un día vino un alumno a hablar conmigo. Se quejaba de todo, incluso de que en mis clases se hacía lo que yo decía –eso le sirvió para tildarme de fascista-. Me dijo que él se quejaba tanto porque, palabras textuales, no soportaba la injusticia. Y yo, que ya estoy amargado sin duda, le conteste que su vida iba a ser terrible porque cada día morían de hambre en el mundo 13. 000 niños. Y añadí: por cierto, nunca te oí quejarte de eso. Pero sin duda, ese alumno era un romántico. Sin duda, ese alumno estaba indignado.
3 comentarios:
He de reconocer que por una vez, y sin que sirva de precedente, estoy completamente de acuerdo con usted.
Muy bien escrito, lúcido y razonado, pero tiene peros: el más grave es que escamotea la cuestión central: el texto como pretexto.
Nada de lo relevante que está pasando -si es que está pasando algo relevante- supone una crítica o negación del capitalismo en sí sino de determinadas prácticas políticas, ecológicas y económicas actuales. Es decir, precisamente a lo que se apela es a la racionalidad -lo de la indignación es sólo un slogan y una simplificación adquirida por la prensa- para corregir errores de los últimos años. Cosas tan sencillas como las estafas financieras por todo el globo, la supresión de leyes reguladoras o el sentido de la soberanía.
Saludos
antes nos entreteníamos mirando catálogos de los mejores coches y las mejores decoraciones, hoy nos entretenemos hablando de sentimientos buenos no por ello menos falsos, de lo que esta bien, y de lo mal que hace la gente que tiene el poder; todavía veo que la gente que se queja en nombre de los que no tienen, tienen bastante, cuando realmente de lo que se quejan es de porque no tienen tanto como aquellos que se las ingeniaron para seguir con el entretenimiento antiguo.
No digo que no haya personas que busquen una mejora de la sociedad, digo que demasiados no han entendido bien lo que buscamos, y piensan que queremos retroceder a lo que teníamos antes, y el tema consiste en adquirir una nueva visión y sentirnos como un conjunto, no de cambiar el valor de nuestras habilidades y poder seguir disfrutando del dulce opio del consumo.
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