La integración del diferente en las sociedades totalitarias sólo se realiza desde la eliminación de esa misma diferencia. Pero la eliminación de la diferencia, sin embargo, no es siempre realizada desde la imposición e imitación de los comportamientos considerados normales sino también desde la reproducción de los comportamientos que el prejuicio social considera como correctos. Es decir: que los negros se comporten como negros (como afroamericanos, según lo políticamente correcto, porque los americanos son los blancos), los judíos como judíos, los moros como moros y los maricones como tales. Así, los que se consigue, con vistas a la dominación, es un doble objetivo: por un lado, dominar a los individuos que conforman ese colectivo a costa de clasificarles de forma grupal para que su identidad individual, que es el auténtico desarrollo de su libertad, devenga arrollada por su pertenencia al grupo; y, dos, dominar al propio grupo donándole unas señas de identidad que, en realidad, no es sino la aceptación, podríamos decir que simpática, de los propios prejuicios sociales que les marcan como diferentes. Así, la sempiterna idea del respeto a la diferencia se convierte en una forma de dominación. Los individuos se clasifican previamente a su desarrollo, sólo por su pertenencia a ciertas culturas, en un sentido antropológico, o colectivos a los que aparentemente deben rendir culto y no emanciparse. Lo presentado aparentemente como progresista es así la clave del sistema de dominación de los individuos. Los prejuicios lo invaden todo y la gente –pues se les ha negado su individualidad al resultar forjada su identidad, como en el mejor fascismo, por su pertenencia a la cultura o grupo X- se comportan, si quieren ser correctos, como se espera de ellos.
Este sistema de dominación tiene, en España, un exponente muy interesante en la forma en la cual se está presentado a los homosexuales. Su mismo nombre gay, que significa alegre, jovial, ya marca la primera dominación. El homosexual, que no se debería distinguir más que en un gusto sexual privado por los individuos del mismo sexo, se convierte así en una forma ya de enfocar la vida en su totalidad. El gay, como señala su nombre y marca su imagen difundida ampliamente por los medios, debe ser divertido, extrovertido, gracioso, promiscuo (en esto resultaba paradigmática una serie como queer as folk.)... Es decir: su forma de ser individual, su personalidad, debe venir dominada por el rol, el papel social, que esa misma sociedad, que le desprecia y le hace ser frente a humano sólo gay, ha decidido. El gusto sexual, innato o no pues ese es otro tema, pasa a formar parte no de una faceta de la personalidad, lo que realmente es y no desde luego la más importante, sino que se convierte en su clave. Nadie espera, curiosamente, que todos los heterosexuales nos comportemos igual o de un modo claramente identificativo, incluso los hay aburridos de su propio yo y de los otros como uno mismo, pero sí esperamos ver rasgos comunes, y el prejuicio social, en el que se alían conservadores y progresistas, los describe, en los homosexuales. Así, el paradigma del homosexual liberado, que curiosamente se sitúa en el mundo periodístico de la basura televisiva dedicándose a tener un comportamiento digno de mamarracho, puede ser bien Boris Izaguirre. Éste, en su afán por cumplir su buen papel para la propia reacción social y la mirada aprobatoria de una progresía que hace mucho tiempo perdió el norte, no escatima todo el repertorio que cualquier persona de derechas de toda la vida podría situar en un maricón: gritos, saltitos, amaneramiento y presuntas trasgresiones. De esta forma el homosexual se acaba convirtiendo obligatoriamente en eso, homosexual/maricón, de acuerdo a la propia imagen que la sociedad se ha forjado de los mismos. Y con ello los individuos se ven obligados, so pena de ser marginados por no aceptar esa identidad que se les presupone como propia y que sin embargo ha sido impuesta, a comportarse tal y como a priori les ha descrito la sociedad. Así, por citar un ejemplo, la propia existencia de Chueca, el barrio de Madrid, resulta realmente no el lugar de libertad que canta la autosatisfecha y autoproclamada progresía sino precisamente el gueto: pues la existencia de un barrio homosexual implica a su vez que no hay libertad real en ningún otro sitio de esta, ni de ninguna, ciudad para que se amen fuera de él.
Los homosexuales, no todos afortunadamente, han aceptado el juego. Han admitido que su integración pasa por hacer aquello que precisamente les degrada como individuos. La gente espera verles en los programas de televisión como payasos cuyo único mérito es ser, para un público que nunca querría que sus hijos fueran así, maricones. De esta manera, la drag queen -un patético personaje con un interés artístico nulo, reivindicativo ridículo y cultural negativo- se convierte en la gran expresión de una falsa liberación: el maricón debe comportarse como tal.
La derecha respira tranquila: son ridículos.
La izquierda, tan real y tan plural, satisfecha: les dejamos ser maricones.
Y siguen así marginados: que nadie lo olvide.