Ya lo señalamos
aquí una vez: las políticas de igualdad femenistas se basan en creaciones de cupo porque ello conviene a un grupo social de mujeres, que a su vez conforman la voz pública del movimiento, para promocionarse. No tiene tanto que ver con ser mujeres y la solidaridad hacia su sexo como con la pertenencia a esa élite social que busca una medida para eliminar al menos al 50% de la competencia y aumentar así sus posibilidabes de medrar socialmente. Sin embargo, una política auténtica de igualdad, que tendría que ver con, entre otras cosas, que la maternidad no fuera una carga laboral y social, no se tiene en cuenta porque eso resultaría aún oneroso para el ridículo gasto público social, por debajo permanentemente de la media europea, y al tiempo dejaría las cosas como mucho en un plano de igualdad auténtica con el hombre: la élite no gana nada.
El hecho evidente es que ser madre, y no tanto ser padre, es hoy en día un hecho cuando menos complejo. Es más: es donde se percibe claramente la diferencia social entre haber nacido hombre o mujer. Un hombre puede formar una familia sin problema alguno ni renunciar a su intervención social –su trabajo y su carrera profesional- mientras que una mujer, sin embargo, debe escoger, si desea ser madre, entre esta o aquella. Así, ser madre implica, y ello no tanto por cuestiones biológicas como sociales, la renuncia a la propia vida social, al menos durante un periodo de tiempo que luego se necesitará recuperar –ilusión falsa-, mientras que ser padre añade status personal como vivencia, para quien así lo sienta, sin tener que sacrificar la carrera profesional a cambio. Efectivamente, la maternidad se constituye como un hecho que perjudica la carrera laboral de la mujer no tanto por el hecho en sí de tener niños como por la propia estructura laboral que penaliza su legítimo deseo. En primer lugar, porque en un país con una tasa altísima de trabajo precario, o sea: temporal, y una economía sumergida que ocupa casi el 20% del Producto Interior Bruto, quedarse embarazaba implica la salida inmediata del mercado de trabajo –aunque los empresarios y la derecha se quejen de lo difícil que es despedir en este país-. En segundo lugar, porque siendo un país con una escasísima protección social, conviene repetir esto varias veces frente a la falsedad, la presencia de un ser desvalido que necesita permanente cuidado, eso es un niño, implica o bien renunciar a la carrera profesional o bien echar mano de la estructura familiar, lo que conlleva la pérdida de la independencia personal. Tener hijos es así caro, pero solamente para la mujer.
Pero, curiosamente, esta dificultad de ser madre –en su hecho social- no ocurre en todos los segmentos sociales sino, como casi siempre, hay dos sectores sociales a los que les indiferente y otro, mayoritario, a los que les perjudica. Le es indiferente a la élite dirigente que tiene su puesto asegurado por descendencia -¿alguien conoce algún estudio donde se pueda conocer los apellidos de la gente que figura en los consejos administrativos de los grandes grupos económicos y la repetición hereditaria los mismos? ¿No sería interesante hacerlo?- y le es indiferente a aquellos grupos sociales cuyas mujeres han sido socializadas como exclusivos elementos reproductivos sin proyección social y que se aprovechan, voluntaria o involutariamente, de la situación de la asistencia social: un amplio grupo de inmigrantes, fundamentalmente. Así, es la clase trabajadora, que por su nivel económico no puede competir con la baja para conseguir una parte de la asistencia social ni puede garantizarse un puesto de por vida merced a sus complejos apellidos, la que debe sacrificar o bien su deseo de una vida familiar o bien su trayectoria profesional. Las mujeres trabajadoras son de esta manera las grandes víctimas de la maternidad: ser madres significa sacrificar su proyecto vital profesional y tener, al contrario que los hombres, solo una realidad como es la familiar. Y aquí viene la cursilada de rigor que suelta la derecha: ¿pero hay algo más hermoso que ser madre? Bueno a mí personalmente se me ocurren varias cosas, pero lo que aquí importa no es esa presunta vida interior gratificante –o no-, sino la desigualdad real entre hombre y mujer: ser hombre y padre es chachi socialmente –otra cosa es a nivel personal si uno es un buen padre- pero ser madre es heroico y sacrificado, seguro, pues implica que la mujer abandona su proyección profesional por sus hijos. Así, el sexo decide la condición social y eso sí es desigualdad.
Y la clave de esta desigualdad está, como ya dijimos, no en una cuestión biológica sino social. Precisamente, en primer lugar, en que en España no hay un sistema de protección social sino un estado asistencial, que no es precisamente lo mismo. Efectivamente, un sistema de portección social se dedica a defender el ejercico de los derechos de los ciudadanos mientras que un sistema asistencial, que se parece más a la vieja y repulsiva, actualmente, caridad cristiana, lo que hace es evitar la caída en la depauperación de la gente que no tiene recursos. En España, y especialmente en lo referente a la maternidad, es así como funciona el sistema y por eso no lo puede ser usada por la mayoría de la población que gana lo suficiente para ser desplazados en esos servicios por las minorías cercanas a la depauperación: no hay guarderías para todos aunque paguemos cada vez más impuestos. Además, y esto es así no guste o no, este grupo social que sí se beneficia, que actualmente es la inmigrante en su mayor parte, parte de una base donde las mujeres no han sido educadas con la idea de la proyección social personal, con lo cual no tiene problemas en seguir teniendo hijos pues, erróneamente, piensan que su proyección real es la vida familiar: la mujer ha nacido para ser madre –lo que por cierto tiene que ver, en una gran parte, con el moralmente repugnante discurso religioso-.
Y es aquí donde se puede hacer una crítica tanto al ideario de la derecha, que presuntamente defiende a la familia, como a la autoproclamada izquierda, que tanto dice defender a la mujer.
Efectivamente, la imagen que la derecha tiene de la familia, y que no en vano es la imagen transmitida por la Iglesia Católica, es la de la mujer partera, cuidadora o virgen. Y del mismo modo que la mujer no puede ocupar puestos en la jerarquía institucional de la propia iglesia, su destino social es en realidad, para la derecha, conseguir un buen marido y tener niños: la típica imagen familiar donde una se sacrifica, aquí como resultado de su
femineidad, en aras del varón. Es decir, y diciéndolo en lenguaje más verdadero, la mujer debe sacrificar, por su sexo, su proyección social. Es decir, y diciéndolo ya en verdad absoluta, la mujer es inferior pues su vida es unidimensional, la familia, frente a la pluridimensión del hombre: buen padre, buen trabajador y buen ciudadano. Y por eso, y no curiosa sino coherentemente, cuando la derecha gobierna, como por ejemplo en Madrid, no genera ninguna red social pública que pueda asistir a las madres, escuelas infantiles por ejemplo, sino que todo lo sitúa en la buena voluntad de la familia cercana, los dulces abuelitos a los que tampoco se les da ningún servicio social por cierto, o las instituciones de pago.
Pero tampoco la autoproclamada izquierda hace nada por evitar esto. Y ello por dos razones. Primero porque tiene un extraño prejuicio sobre la idea de familia que ha dejado que sea, falsamente como ya hemos visto, monopolizado por la derecha. Segundo, porque no resulta progre ideológicamente, o sea no daría votos, hacer una reflexión sobre la mujer como madre y entonces se esconde el hecho presentándose como una realidad de la vida privada. Así, la única ayuda que las madres han recibido ha sido un cheque bebé otorgado justo antes de las anteriores ellecciones y que, curiosamente, pagaba al kilo: el recién nacido era ya, desde tan temprano, mercancía y no ciudadano y por tanto no podía disfrutar de una red social que le amparara aunque sí de un precio. Pero sería injusto olvidar algo. Sí que la autoproclamada izquierda ha realizado una gran movilización para sacar adelante la nueva ley del aborto como derecho de la mujer. Al fin y al cabo, seamos sinceros, es más barato matarlos que cuidarlos.
Conozco a una mujer que tiene dos niños pequeños. Para ello ha tenido que renunciar a su carrera profesional y ha tenido, eso sí, la suerte de contar con un entorno socioeconómico que le ha permitido cumplir ese deseo, aunque no exento de dificultades. Pero ello ha sido a costa de sacrificar, hay que repetirlo, su trayectoria laboral. Otras mujeres, ni tan siquiera, pueden ser madres porque ello significaría perder su carrera profesional o, directamente, su trabajo. De ellas nadie se ocupa. Sus problemas no son, al parecer, de interés. Las feministas con voz pública, porque no son todas tampoco, sólo piden cupos, para medrar, y abortos, para ahorrar. La derecha solo pide madres. Y todos se olvidan de las mujeres son, ni más ni menos, personas con el derecho a tener vida privada pero también, y eso es ser ciudadano en democracia, pública. O sea, que las mujeres y los hombres son, o deberían ser, seres humanos.