El profesor de lengua que da clase en el peor curso de 3º de ESO está preparando unos poemas de Petrarca para dárserlos a sus alumnos. Le miro mientras lo hace y sonrío de forma irónica: eso es valor, confieso. Y él refiere que hay que mantener vivo aquello que nos ha hecho como somos. Y aquello que nos ha hecho desear ser más de lo que somos, añado yo. Y la sonrisa es triste. Y luego me voy a la que era mi aula, ya no, y contemplo allí en su puerta un cartel que yo mismo puse:
quien entre aquí que abandone toda esperanza. Lo que según Dante estaba escrito en las puertas del infierno. ¿Dante, quién es Dante?
La caída de la formación en la cultura general, es decir: una serie de conocimientos que todo el mundo debía de saber para poder ser considerado como persona culta, es un hecho evidente en la sociedad actual. No se trata ya solo de que el hecho se dé socialmente, que podría analizarse si ya ocurría antes, sino que es algo buscado explícitamente por el sistema educativo actual, lo que una vez fue la última gran esperanza de la Ilustración, al situar como su finalidad básica no también los contenidos sino exclusivamente las competencias: habilidades adaptativas. Y no es algo solamente español sino de todo el mundo desarrollado, pues esas habilidades, sin duda necesarias pero no exclusivamente, resultan recomendación de la OCDE. Ahora cabe preguntarse por qué pasa esto.
La cultura, en cuanto a formación como conocimientos que se consideraban valiosos para lo humano, no es ajena a la propia dominación social. En efecto, la cultura fue casi siempre un estamento de privilegio y dominio social. Una élite poseía los conocimientos teóricos innecesarios para la vida diaria porque precisamente su vida estaba ya resuelta merced a la propia estructura social de la dominación donde otros trabajaban para ellos: no les hacía falta algo práctico. En la
célebre anécdota de la esclava riéndose de Tales de Mileto por caer al pozo al mirar hacia las estrellas y no preocuparse por dónde iba subyace ya que Tales está distraido porque la criada le hace el sustento. Así, es ingenuo pensar que la cultura ejerce por su misma existencia un hecho per se de emancipación: puede ser también puro dominio. Pero también es ingenuo pensar que no hay cierta grandeza universal en mirar a las estrellas preguntándose.
A raíz de la existencia de la clase burguesa, esta como colectivo decidió dar un contenido nuevo al término cultura: se convirtió en un arma ya no de dominio sino de transgresión social. Efectivamente la idea de la necesidad de cultura general surgió en su doble raíz a partir de la burguesía: por un lado, fue su seña de identidad como grupo social que disputaba a la aristocracia el ejemplo de lo humano; y, por otro, fue la representación idealista de la acumulación de capital.
La burguesía se situó por un lado como la depositaria del conocimiento clásico y, segundo, como la generadora de una nueva cultura frente a la trasnochada medieval, la que estaba en medio y de ahí su nombre, representada por la aristocracia. Así, la burguesía dotó a la cultura de una nueva dimensión hasta entonces desconocida: arma de combate. Y además generó un concepto de hombre nuevo: todo hombre tenía que tener conocimientos valiosos, cultura. De esta forma la cultura general pasó de ser un elemento de la división social del trabajo -como lo había sido en la edad media con la figura, más mítica que real, del monje- a constituirse como un elemento universal de lo humano. Y en ello había, sin duda, cierta emancipación.
Pero además la cultura general era la idealización de la acumulación efectiva del capital productivo. Saber cosas era tener un capital en el propio yo. No se trataba de una teoría elitista, aunque también, sino de la subjetivización del propio liberalismo: cada sujeto podía tener un capital que amortizar. De esta forma, la cultura alcanzó prestigio no por sí misma sino como la representación social del triunfo burgués. La clase social triunfante era culta y la cultura debía triunfar. Ser culto era así ser humano. Y en su contexto, seamos justos, era cierto.
Pero, ¿por qué se perdió esta igualdad entre cultura y humanidad? El desarrollo del propio capitalismo como sistema hizo desaparecer aquellas dos cosas que encumbraron a la cultura: la clase social y el capitalismo de acumulación. Este pasó a ser sustituido por un capitalismo abstracto donde el dinero efectivo no necesitaba estar presente para ser usado, siendo la tarjeta de crédito su ejemplo más preclaro a nivel consumo: no hace falta acumular para tener el capital. El capitalismo de ahorro y dinero en efectivo pasó así a ser un capitalismo de fluidez de capital. Y ello conllevó que a nivel de la presencia social, al menos, desapareciera la estricta jerarquía social y su diferenciación: la tarjeta de crédito trajo una, falsa, igualdad. La división social entre clases sociales ya no era por tanto tan presente y los elementos que la llevaron a cabo, entre otros la formación cultural de una clase sobre otra, ya no tenían pues sentido. Ser culto no servía ni tan siquiera para tener prestigio social. Ser culto era inútil como forma social pues la propia sociedad había hecho desaparecer la distinción entre clases en su presencia.
Pero además de esto, que hace referencia al mero criterio subjetivo, había algo más. La estructura capitalista actual resulta incompatible con un yo fuerte que era el buscado por la burguesía al menos como ideal del sujeto. Precisamente, el yo es la permanencia en el tiempo frente a la fugacidad temporal que impone la mercancía. Así, por ejemplo y para ejemplificar frente a la mala explicación, en el capitalismo actual tanto las necesidades productivas -con una adecuación constante a nuevas tecnologías- como las de consumo -con unas modas permanentemente cambiantes- eliminan la posibilidad de un yo fijo so pena de la infelicidad permanente y, con ello, de la indiferencia ante el mercado y la inutilidad productiva. El yo moderno -aquel que prometía mantenerse firme frente al mundo- desapareció y con él la cultura como el fundamento de la tradición, quedó rota.
De esta forma, que la sociedad no privilegie una cultura general guarda relación con el desarrollo capitalista en su necesidad productiva -que ya aúna producción y consumo-. Las personas incultas, esa mayoría sin formación cultural gracias al sistema educativo y a su propio esfuerzo, no esperan nada más allá de la propia moda porque nada conocen. Y al no conocer nada no habitan en un tiempo, pues carecen de pasado, sino en un eterno fluir: consumo y producción. Así, nuestros alumnos aprenden alegremente competencias/habilidades dentro de un discurso presuntamente progresista para encadenarse al modelo productivo como piezas.
Pero por supuesto, aún hay una élite de personas cultas que presumen de tener un yo creado de acuerdo a la tradición cultural. Si embargo, que nadie se llame a engaño, porque incluso aquellos que aún son cultos y con ahínco, y cierto ridículo histórico todo sea dicho, defienden el latín o el griego como elementos indispensables educativos han sido domesticados de tal manera que su cultura se ha convertido en aquello repugnante de su vida interior, de una visión alejada de lo real donde creen, idealmente, que la ópera o la pintura abstracta no es tan mercancía como la música pop aunque el último contrato del divo, el mercado del arte o el intento desesperado de vender su propio libro de texto les desengañe frecuentemente. E incluso, han convertido su cultura en el lugar en que se encuentran espiritualmente, repugnante palabra, a gusto con los clásicos en vez de reconocer realmente sus cadávares listos para la putrefacción por la realidad que ya todo lo puede. Han convertido en definitiva la cultura en adorno en lugar de en trasgresión.
Saber cosas es hermoso. Es hermoso levantarse por la mañana, mirar al cielo y saber cuál es la causa de su color. Saber cosas también es triste. Porque implica conocer todas las esperanzas que la historia, cargada de sufrimiento, puso en ciertos hechos que iban a ocasionar la emancipación de cada individuo y que, sin embargo, al final acabaron en la gran desdicha actual del desarrollo capitalista. Por eso precisamente, porque en la cultura hay la diferencia entre lo que se prometió y lo cumplido, la cultura debe desaparecer de la realidad. Es un elemento demasiado objetivo de desencanto: y por eso ha quedado reducida a un espacio de vida interior. Y uno sabe que en pocos años, no más de dos generaciones, todo aquel legado que se nos dejó para superarlo desaparecerá como tal. Y con él toda esperanza, mientras el profesor de lengua heroicamente reparte las hojas de los poemas de Petrarca a sus alumnos.