Hace poco hice yo un comentario sobre la última -¿última?- sandez de Chávez, presidente de Venezuela. Sin duda, la sandez es mayúscula. Pero lo que importa ahora es otra cosa. D. Pocholo, que es un contertulio muy valioso en este blog, se quejó del comentario y al responderle señalé que Chávez es un dictador.
Suelo hacer un ingenioso comentario en clase cuando al tomar una decisión, por ejemplo regañar a alguien porque pinta en la mesa y obligarle a borrarlo, me autocalifico de fascista. La idea de la afirmación es demostrar mi ingenio pero al tiempo, ya de paso, hacer ver a los alumnos que las palabras que se emplean sin sentido resultan al final sin significado. Fascista sea tal vez el ejemplo paradigmático de ello: hoy en día cualquiera es un fascista. Y así uno ha llegado a oír catalogar a cualquiera, desde el PP al pobre Santo Tomás de Aquino, de fascista.
Lo peligroso de perder el rigor en las palabras se encierra en algo importante: las palabras no son solo estados de ánimo sino que tienen una objetividad, en cuanto a su significado, que escapa a nuestra particular visión. Así, el mal empleo generalizado de una palabra implica un componente ideológico terrible: las palabras acaban significando aquello que los grupos de presión deciden. Y así, el lenguaje se convierte en prisionero ya no de una tradición que tarda años en imponerse -con lo cual hay más tiempo para luchar contra esos grupos de presión, nadie es ingenuo- sino de una inmediatez que se impone desde los medios de comunicación. Y curiosamente, aunque tal vez no, el lenguaje va perdiendo fuerza en su descripción hasta quedar convertido en algo ya sin sentido. El empleo cotidiano de la palabrota, por ejemplo y que es otra cruzada que tengo en la escuela para hablar bien y sin tacos, ya no permite saber quien se cabreó(sic) y quien simplemente se sintió molesto por algo: para cualquier estúpido comentarista deportivo –nota: hacer un análisis de cómo la prensa deportiva se ha convertido en el modelo periodístico a imitar- es lo mismo.
Pero, también a veces conviene no irse por las ramas porque la sutileza puede esconder la indefinición. Cuando utilicé la palabra dictador, D. Pocholo volvió a escribir -y les aseguro que por lo que sé de su vida, D. Pocholo no disfruta de mi placentera existencia laboral sino la normal en la explotación del trabajo cual aún me provoca mayor admiración en su seguimiento- para quejarse de que atribuyera tal calificativo a Chávez. Y tiene razón porque resulta curioso que yo había caído en aquello que suelo criticar: usar las palabras sin sentido. Chávez no es un dictador, al menos en el sentido exacto del término. Y por tanto, si quería catalogarle así debería haber dado una explicación posterior. Porque si no la doy, y no fue así, lo que estoy pidiendo a la gente que lee es la complicidad a priori con mis ideas antes de la argumentación sobre las mismas: pido fieles, tal vez militantes, y no lectores. Y eso, desde luego y perdonen la pedantería, no es ilustrado.
D. Pocholo nos ha dado una lección. Nunca es tarde para aprender, bueno y ya tampoco para seguir trabajando hasta los 67 aunque eso es otra triste historia. Por ello, gracias.
Suelo hacer un ingenioso comentario en clase cuando al tomar una decisión, por ejemplo regañar a alguien porque pinta en la mesa y obligarle a borrarlo, me autocalifico de fascista. La idea de la afirmación es demostrar mi ingenio pero al tiempo, ya de paso, hacer ver a los alumnos que las palabras que se emplean sin sentido resultan al final sin significado. Fascista sea tal vez el ejemplo paradigmático de ello: hoy en día cualquiera es un fascista. Y así uno ha llegado a oír catalogar a cualquiera, desde el PP al pobre Santo Tomás de Aquino, de fascista.
Lo peligroso de perder el rigor en las palabras se encierra en algo importante: las palabras no son solo estados de ánimo sino que tienen una objetividad, en cuanto a su significado, que escapa a nuestra particular visión. Así, el mal empleo generalizado de una palabra implica un componente ideológico terrible: las palabras acaban significando aquello que los grupos de presión deciden. Y así, el lenguaje se convierte en prisionero ya no de una tradición que tarda años en imponerse -con lo cual hay más tiempo para luchar contra esos grupos de presión, nadie es ingenuo- sino de una inmediatez que se impone desde los medios de comunicación. Y curiosamente, aunque tal vez no, el lenguaje va perdiendo fuerza en su descripción hasta quedar convertido en algo ya sin sentido. El empleo cotidiano de la palabrota, por ejemplo y que es otra cruzada que tengo en la escuela para hablar bien y sin tacos, ya no permite saber quien se cabreó(sic) y quien simplemente se sintió molesto por algo: para cualquier estúpido comentarista deportivo –nota: hacer un análisis de cómo la prensa deportiva se ha convertido en el modelo periodístico a imitar- es lo mismo.
Pero, también a veces conviene no irse por las ramas porque la sutileza puede esconder la indefinición. Cuando utilicé la palabra dictador, D. Pocholo volvió a escribir -y les aseguro que por lo que sé de su vida, D. Pocholo no disfruta de mi placentera existencia laboral sino la normal en la explotación del trabajo cual aún me provoca mayor admiración en su seguimiento- para quejarse de que atribuyera tal calificativo a Chávez. Y tiene razón porque resulta curioso que yo había caído en aquello que suelo criticar: usar las palabras sin sentido. Chávez no es un dictador, al menos en el sentido exacto del término. Y por tanto, si quería catalogarle así debería haber dado una explicación posterior. Porque si no la doy, y no fue así, lo que estoy pidiendo a la gente que lee es la complicidad a priori con mis ideas antes de la argumentación sobre las mismas: pido fieles, tal vez militantes, y no lectores. Y eso, desde luego y perdonen la pedantería, no es ilustrado.
D. Pocholo nos ha dado una lección. Nunca es tarde para aprender, bueno y ya tampoco para seguir trabajando hasta los 67 aunque eso es otra triste historia. Por ello, gracias.