La película Perfect days,
de Wim Wenders ha tenido un éxito notable. En ella, aparentemente y según la
autoproclamada izquierda, hay una feroz
crítica al Capitalismo. Sin embargo, y
en realidad, Perfect days no es más que la exaltación de la subjetividad
propia y complaciente de ese mismo Nuevo Capitalismo. Y lo es, precisamente,
porque toda aspiración es sólo a esa vida sencilla de fotografiar árboles en
silencio y nada más. La vida sencilla que exalta el yo falsamente construido y
que sólo esconde la realidad de la existencia como mercancía.
En la película, por cierto
magníficamente interpretada por Kôji Yakusho, se nos presenta a un trabajador
de la limpieza de los retretes públicos de Tokio que, cumpliendo
escrupulosamente su trabajo, vive feliz realizando su tarea, ya saben que la
alienación en el trabajo hace tiempo que la izquierda no sabe lo que es, oyendo
música pop en casetes y, en sus ratos de ocio, fotografiando árboles mientras
sobrevive comiendo comida industrial. Lo que era un estilo de vida cuya
presentación anteriormente hubiera sido ejemplo de alienación, hoy, sin
embargo, se nos da como feroz critica anticapitalista.
Y para analizar por qué, pues es
una película, corresponde investigar sus dos aspectos fundamentales: la propia
historia narrada y la forma de contarlo, que es la manera de rodar.
En el guion vemos a un personaje
que carece de cualquier relación social más allá de su necesidad en lo laboral,
comer o comprar libros. El protagonista de Perfect days no tiene, ni
siente, ninguna obligación hacia los otros y vive encantado en su soledad
autosatisfecha. De hecho, la única relación con alguien, el juego de tres en
raya, es a distancia y anónima. No es que sea un solitario, sino que no ayuda a
nadie porque eso perturbaría su paz interior, lo que otros menos espirituales
llamamos su egoísmo. Esto se ve muy bien en la historia con la sobrina, a la
cual no es solamente incapaz de ayudar realmente, sino que incluso, en el resto
de la película, no vuelve a intentar contactar con ella en ningún momento para,
al menos, preocuparse. E igual ocurre con la novia de su descerebrado
compañero, a la cual él no intenta cambiar en su deriva cierta, aunque ella
muestra, al menos, síntomas de interés en interactuar con él. De esta forma, lo que se nos presenta en
realidad es a un egoísta asocial de primera categoría, al que le preocupa más
la luz que se vierte entre las cúrsiles hojas de un árbol que la propia vida de
aquellas personas que le rodean. Y esto es interesante pues, en el fondo, es la
misma imagen con que se presenta al emprendedor: aquel que se aleja de resto de
los individuos porque es el mejor y no se reconoce en ellos. Que el mejor lo
sea por sus ganancias económicas o por su superioridad moral, como ser de luz que
además no hace fotos digitales sino en carrete como si así no fuera una
mercancía capitalista, no niega el discurso del emprendimiento sino que,
precisamente, lo aumenta. El protagonista de Perfect days es un emprendedor
porque se le presenta, falsamente, como aquel que vive como él ha elegido,
aunque para ello haya tenido que arrojar a cualquier otro de ella: su
emprendimiento es su (ridícula) vida.
Pero aún es más interesante la
forma de rodar la película. En primer lugar, destaca la ausencia de diálogo. Es
lógico, pues la interacción social, en el emprendedor espiritual que está por
encima de la chusma, sobra. En segundo lugar, la escena más repetida en la
película es la del protagonista entrando en su furgoneta, pone una cinta de
casete y suena una canción antigua, no demasiado tampoco, que marca su
distanciamiento con la realidad social actual, mientras la cámara empieza a
filmar planos generales de su vehículo circulando por Tokio como exaltación de
su diferencia: forma de rodar que, aquellos que venimos del pasado siglo, llamábamos
videoclip y hoy, cursimente, debe ser cine trascendental. Pero, ¿por qué rodar
así? Porque esta exaltación del propio ego, ya sea en la propia persona ya sea
en la furgoneta que destaca, no es más que la representación idealizada, pobre
pero rico espiritual en la película, del nuevo modelo rebelde que se siente por
encima de la chusma mientras compra en comercio justo y tiene capital para un
coche eléctrico que le permite no ser expulsado de su propia ciudad. El
protagonista de Perfect days tiene una presunta cualidad moral superior
porque no aspira a nada, sino sólo a fotografiar árboles, y no ayuda a nadie ni
se implica en nada: la comunidad no existe. Y esto se presenta como una crítica
al discurso dominante, cuando en realidad no es más que su aceptación absoluta.
Así, el auténtico mensaje de Perfect days, como lo fue el de otra
película alabada por la autoproclamada izquierda como Nomadland, es la
defensa del propio yo alienado como la verdad absoluta frente a los hechos
sociales.
El cine clásico americano nos
enseñó que sus protagonistas sólo se redimían al hacer algo por la comunidad. También
por aquellos años, en 1948, Vittorio de Sica filmó una película indispensable
que se llama Ladrón de bicicletas. En ella, un pobre individuo, de esos
que antes se llamaba clase trabajadora y que hoy imagino se incluiría en algún lugar
de la diversidad, se veía en la necesidad de robar dicho vehículo para conseguir
un empleo que le permitiría sobrevivir a él y a su familia: cosas del trabajo
asalariado. Esta película, plagada de una absoluta tristeza que no era
existencial, pues no se correspondía con los sentimientos subjetivos sino con la
realidad social, es sin duda una obra maestra. Y al final de ella, el protagonista
no se va a fotografiar árboles, sino que, derrotado y de la mano de su hijo,
marcha hacia un futuro sin esperanza. Así, esta vieja película muestra la desesperación
de una sociedad que nos hace a todos ladrón de bicicletas. El film de Wim
Wenders, sin embargo, lo único que muestra es la autosatisfacción de un público
que falsamente se siente por encima del Nuevo Capitalismo cuando, en realidad,
no es más que su triste producto.