Hay, al menos, dos significados de la palabra cultura: el primero, que podríamos calificar de antropológico, hace referencia al conjunto de normas sociales y costumbres que tienen lugar en una sociedad determinada y que se presentan de una forma descriptiva; el segundo, que podríamos denominar ilustrado, busca su significado en el juicio valorativo de que cultura es aquello que persigue la emancipación humana: la autonomía del sujeto y por ella, buscando una denominación breve, la capacidad de pensar por sí mismo. En la primera denominación prima el concepto de sociedad sobre los individuos y, con él, la socialización; en el segundo, el concepto de liberación de los sujetos. De esta forma, la denominada, desde la antropología, cultura popular suele ser desde el espíritu ilustrado algo barbárico. En ella se manifiesta la ignorancia, la generación de formas de socialización que, por eso mismo, solo buscan justificar la situación previa de dominio de unas estructuras sociales sobres otras. Así, eso que se denomina folclore o tradiciones populares suele ser un conjunto de actividades denigrantes o ridículas –aunque en las sociedades industriales avanzadas pueden estar tamizadas por el barniz del progreso con lo que dejan de ser populares y se transforman en algo, es triste decirlo, más avanzado como comerciales- en las que aparecen las peores cualidades humanas y el dominio social de un grupo sobre otro.
Pero, a su vez, no sería conveniente satanizar así toda tradición pues estas, merced a esa misma socialización, han acabado siendo parte de cualquier individuo y no necesariamente tienen un contenido moral. Así, por ejemplo, la hora de las comidas o la siesta, sin duda un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad, no serian sino costumbres ante las cuales no cabría el juicio ético. Al hablar de costumbres, pues, lo que importa al juzgarlas no es su pertenencia nacional o idiosincrasia, si son las nuestras o pertenecen a los otros, sino su racionalidad: las buenas costumbres serán aquellas que implican no una identidad social sino una liberación humana. Es decir, si queremos juzgar las costumbres y no solo describirlas es necesario recurrir a un criterio valorativo que sería, otros son posibles pero ninguno es más progresista, el ilustrado: ¿liberan al ser humano?. De esta forma, al lado de costumbres que no pueden ser motivo de exigentes juicios morales -tan emancipatorio es comer a la una del mediodía como a las tres, aunque a uno ya socializado sólo de pensar en comer un plato de lentejas tan cerca del mediodía no le hace sino producir extrañeza- existen otras -como las que atañen a absurdos tabúes religiosos, por ejemplo que haya animales impuros, o las que implican directamente la degradación humana, el velo musulmán por ejemplo- que si se quiere defender un ideal de emancipación humana solo pueden ser criticadas duramente y, con ello, exigir su desaparición.
Y hasta aquí lo obvio y ahora vienen las consecuencias.
¿Debemos respetar todas las costumbres? La respuesta clara -admitido lo anterior como seguramente usted, lector progresista, habrá hecho- es no, pues hay costumbres que implican una agresión directa contra el ideal de un sujeto emancipado. Y ello nos lleva argumentativamente a otra conclusión: no todas las culturas, pues estas son un conjunto de costumbres, son iguales ni merecen por tanto el mismo respeto. Pero, ¿cuál sería el criterio real, aparte de ese humanista principio de la emancipación en abstracto, que nos permitiría distinguir unas sobre otras?
No valdría un mero criterio voluntarista, una idea de emancipación sin contenido real sino que deberíamos ir a algo más. De esta forma, proponemos la siguiente. Las culturas son una respuesta a las condiciones reales de existencia de una sociedad determinada. Cuando una cultura es incapaz de responder a la realidad circundante entra en crisis y se convierte en pasado. Y la expansión mundial del capitalismo es ya la única realidad existente. De esta forma, sólo aquella cultura que responda a esta realidad es rescatable y resulta por ello grotesco pretender que culturas nacidas para responder a otras condiciones reales -y por cierto con condiciones de dominación tan inmorales, al menos, como el propio capitalismo pero sin su, todavía, potencial liberalizador- puedan responder al dominio de este. Se entra así en una nueva idea de cultura: esta, al menos desde la perspectiva de una idea de emancipación humana, no se juzga desde el bobalicón respeto a toda manifestación humana -como si lo inmoral no fuera precisamente humano, demasiado humano- sino ante la perspectiva de qué podría aportar para la emancipación en las condiciones actuales. Y así, por ejemplo, el indigenismo, tan en boga entre ciertas corrientes autodenominadas izquierdistas de Suramérica, resulta ridículo: como si la respuesta al máximo desarrollo de la racionalidad explotadora, el capitalismo, estuviera en sanguinarias civilizaciones precolombinas y preilustradas. El capitalismo es fruto, también y sería ingenuo negarlo, de la Ilustración y sólo desde ella, desde una cultura que al menos tenga una mínima relación con esta, es posible su crítica. Por eso, sólo la cultura occidental, la cual no implica ya por ese mismo desarrollo mundial del capitalismo a los individuos occidentales, puede luchar contra él.
Cuando Rajoy ha propuesto su contrato de inmigrantes ha olvidado algo importante en él. Como buen nacionalista ha situado como fundamento del mismo las tradiciones del país de acogida, olvidando, como mal liberal, que las costumbres en democracia son libres. Sin embargo, los derechos y la libertad sí se pueden imponer y no hacerlo implicaría un perjuicio precisamente para las clases sociales menos favorecidas, y los inmigrantes lo son. Así, si Rajoy se hubiera atrevido a señalar que precisamente hay costumbres entre los inmigrantes que niegan la libertad humana y queremos prohibirlas precisamente por ello, tendría razón pero, entonces, su discurso se volvería, inmediatamente, en contra suyo: pues la misma conferencia episcopal, algo más racional sin duda que la corte de sacerdotes mayas pero menos, mucho menos, que la filosofía de la Ilustración, debería a su vez ser denunciada en sus llamamientos a la Ley Natural, pobre Santo Tomás en qué manos ha caído, como producto de la superstición; o, incluso, debería negar el propio desarrollo capitalista como auténtico negador del desarrollo ilustrado occidental. Rajoy, pues, no ha pasado de la idea de cultura como antropología y considera que esta representa la idiosincrasia de los pueblos. En el fondo, Rajoy es españolista como los del PSC-PSOE, los de ICV-EB-IU o los del PNV, ERC CiU, BNG son catalanistas, vasquistas o galleguistas: paletos y, por ellos, totalitarios. Y por eso mismo ni unos ni otros pertenecen, al menos positivamente, a la Ilustración.