Hay veces en que las cosas no están tan claras como nos gustaría. Suele ser casi siempre. Y hay veces en que quizás pensar demasiado, como bien le advierten al engreído Gastón en esa joya del cine que es
La Bella y la Bestia –la de Disney, no la de Cocteau-, puede resultar si no peligroso sí cuando menos impopular. El próximo día 25 de marzo, miércoles, hay convocada una huelga de trabajadores de la enseñanza pública en Madrid. Y el problema es que la huelga es justa, justísima, pero al tiempo no lo es. O al menos no es tan fácil todo como se pinta.
Efectivamente, podemos preguntarnos tres cosas sobre la huelga del próximo 25: si hay motivos para ella, algo a lo que ya respondimos en un
artículo anterior y cuya reflexión sigue vigente; si es justa; y, tercero, si estratégicamente es inteligente.
¿Hay razones para una huelga? No cabe duda de que la idea de Esperanza Aguirre no es la eliminación de los servicos públicos sino su privatización como tales servicos públicos. Es decir, la idea de Esperanza Aguirre es generar servicios públicos ofrecidos, sin embargo, por entidades privadas creando así unos intereses empresariales que ella se preocuparía muy mucho de gestionar sabiamente a través de los lobbys -de empresas sanitarias y educativas fundamentalmente- formados por dichos intereses y que la apoyarían. Como de esto ya hemos hablado en otras ocasiones –una, al menos,
en general y otra, más concreta, en educación con el artículo vinculado en primer lugar- no consideramos que debamos pararnos aquí. Pero sí queremos dejar claro, y no como peaje sino como necesidad argumentativa, nuestro frontal rechazo a la política del gobierno Aguirre –quien por cierto ya ha quedado retratada como demócrata en la vergonzosa comisión de investigación sobre la trama de espionaje y antes lo fue como persona en
su calcetinada -.
Sin embargo, lo que nos interesa ahora no es aquello ya dicho sino lo que aún queda por decir. Y lo que queda por tratar es la justicia o no de esta huelga y su oportunidad estratégica. Y es que hay veces en que la justicia camina ajena a la oportunidad política o incluso a la oportunidad que hace relación a las propias acciones para conseguir esa misma justicia. Pero hay otras en que curiosamente ambas caminan juntas. No estamos seguros de cual sea este caso, pero el hecho mismo de tener nuestras dudas nos lleva a plantearnos algunas cosas.
Cuando uno se afilia a un sindicato puede elegir entre uno de los denominados de clase -UGT, CCOO o CGT, por ejemplo- o bien uno corporativo y limitado a su mera profesión –en educación serían ANPE, STES o CSIF, por ejemplo-. La elección no es en absoluto baladí tanto en referencia a lo que se busca individualmente al afiliarse como a la hora de juzgar la relación entre oportunidad y justicia de las acciones de ese sindicato. Efectivamente, un sindicato coorporativo pretende esencialmente defender el interés gremial de sus afiliados. Sin embargo, al menos se supone, un sindicato de clase busca una conciliación entre ese interés propio y el resto de la población, estando dispuesto a renunciar incluso a ciertas ventajas que se podrían obtener si estas pudieran ir en detrimento del resto de los trabajadores -como por ejemplo la jornada continua en Primaria, a la que por cierto ningún sindicato se niega-. Así, la lógica de actuación sindical no puede ser la misma en unos sindicatos y otros ni tampoco, pero como causa de lo anterior y no como consecuencia, en sus afiliados. Y no solo no puede ser la misma sino que no debería serlo porque por eso también uno se afilió en un sitio y no en otro.
No cabe duda de algo: ser funcionario es un privilegio laboral. Y lo es aún más en tiempos de crisis declarada, ahora que ya no mienten y no nos acusan de antipatriotas podremos llamarla así. Efectivamente, la seguridad laboral que da el funcionariado no parece, en realidad no lo es, igualada por ningún otro empleo. Y resulta curioso que si uno repasa las principales protestas sindicales del año 2009 comprobará como en su mayoría son fruto de funcionarios. Y mientras los empleados de SEAT –cuidado, otros privilegiados laborales- tienen que votar congelar su salario, a los funcionarios se les subirá el año que viene su sueldo. Y curiosamente, mientras los sindicatos piden una
subida del 2% en los convenios colectivos, uniéndola a la productiva para aumentarla, en los funcionarios se subirá
más del 3 % sin necesidad de productividad alguna. Así, hay una doble vara de medir en las propias organizaciones de trabajadores y que, no curiosamente sino como siempre, perjudica más a los más necesitados: no sólo tienen un contrato laboral que en cualquier momento les puede dejar en la calle sino que además van a ver incrementado su salario, el que aún lo tenga, menos que un funcionario. Y tal vez un sindicato gremial ni se lo plantee, esa es su función, pero uno de clase debería preocuparse al generar la impresión, y la realidad, de trabajadores de primera y de segunda.
Pero, ¿qué significa todo esto? ¿Acaso por ello la huelga del 25 se transforma en injusta y Esperanza Aguirre y su gobierno en bondadosos adalides de la justicia? Comencemos por la segunda pregunta: el interés de Esperanza Aguirre sigue siendo destruir la educación, y la sanidad y cualquier otro servicio público como derecho ciudadano, en Madrid. Es decir, sigue siendo una miserable. En ese aspecto una protesta frente a esto es justa. Vayamos a la primera cuestión.
Si analizamos la primera cuestión podemos ya de paso contestar a la que se planteaba al principio, hace tanto ya para tan poco, del artículo sobre la justicia y oportunidad de la huelga. Dividamos en primer lugar
nuestras peticiones como futuros huelguistas en dos bloques. Utilicemos para ello como criterio lo que atañe directamente a la prestación del servicio público y, por otro lado, las reivindicaciones relativas a los beneficios para los funcionarios. Sin embargo, se podría argüir en esta división una falacia y argumentar que en realidad lo que beneficia a los trabajadores repercute en la mejora del servicio. No obstante, y como contrapartida a semejante razonamiento, ante la situación económica y el privilegio de ser funcionario, resultaría dicha pareja escasamente real. Es más, el propio hecho de la ineficiencia de la administracidn pública, lo que incluye una educación pública con un profesorado que como colectivo se ha convertido en un
poder fáctico que ha tomado los centros para sus intereses, demuestra que las mejoras laborales no han ido nunca juntas a una mejora del servicio. Por tanto, no cabía esperar ahora lo contrario.
Las reivindicaciones del funcionariado están llevándose en un sentido equivocado pues lo único que hacen es aumentar la brecha, acrecentada por la crisis, entre una población que vive la precariedad laboral propia del mercado laboral español –admitida gustosamente por
empresariado y clase política- y una casta social intocable del funcionario que, pase lo que pase, puede pedir siempre más. No se trata, no crean, de que las reivindicaciones del funcionariado no sean sensatas sino que en el proceso de atomización llevado a clase por los propios sindicatos -que no saben llevar una respuesta de asalariados conjunta y que tienen precisamente una fuerza fundamental en el funcionariado que les mantiene a ellos mismos como poder social- se convierten en reinvidincaciones elitistas que además se ven magnificadas en su privilegio ante la situación laboral de los propios funcionarios y que los propios padres trabajadores observan, por ejemplo, en el horario administrativo que alcanza cotas de ridículo social – un ejemplo: ¿quién puede ver al tutor de su hijo a las 12 de la mañana?-. ¿Tenemos derecho los funcionarios a pedir un aumento de beneficios -que por cierto se reducen a aumentar el sueldo o los días de vacaciones, aún más, y no a hacer que no tengamos que dar materias para las que no estamos preparados y que perjudica claramente al alumno o a cuestiones fundamentales de docencia cuando esos mismos sindicatos apoyaron la LOGSE y la LOE - con una crisis como la actual y viendo que los sindicatos asisten complacientes ante lo que está pasando con el resto de trabajadores?
Seguramente si los trabajadores funcionarios de la educación, y también de la sanidad, cumplieran con su trabajo de acuerdo a sus condiciones de privilegio laboral, en comparación al resto de trabajadores de este país, la mayoría de la gente seguiría llevando, a pesar de Esperanza Aguirre, a sus hijos a la escuela pública. Y seguramente el funcionariado dejaría de ser una fuerza regresiva socialmente que solo busca su privilegio y se transformaría en grupo social de progreso. Pero ahora mismo eso no es así y resulta difícil, de verdad que lo resulta, distinguir la propia política del privilegio de Aguirre para las clases altas de la política del privilegio del funcionariado para sí mismo. Y uno piensa que el ombligo , ese donde se miran, acaba siendo el mismo. Y todo es un dilema triste.