Nota: este artículo se publicó originalmente el 26-08-2008. Por las circunstancias actuales se vuelve a publicar cambiando los datos de actualidad.
Treinta y tres personas muertas son muchas en ocho meses. Máxime cuando estamos hablando de asesinatos que se repiten, en sus rasgos característicos, desde hace años. Y precisamente por estos rasgos característicos se ha decidido, de forma errónea y es lo que pretendemos analizar, que se trata de una violencia de género o de una violencia machista. Es decir, de hombres que de acuerdo al machismo o al género deciden matar a
sus mujeres. Y es aquí donde está en realidad la clave del asunto: en ese adjetivo posesivo –ahora, creo, que se llaman determinantes-. Porque lo cierto es que esos hombres machistas y genéricos no matan a cualquier mujer sino a la que con ellos conviven: a
su, de nuevo el adjetivo posesivo, mujer.
Para paliar este grave problema se realizó incluso una ley especial que se llamaba de manera explícita
contra la violencia de género y que llegaba al esperpento, avalado por el Tribunal Constitucional, de diferir en la pena por el hecho de que quien hiciera el mismo acto fuera hombre o mujer. Así, en dicha ley se juzga y condena el acto no de acuerdo a las acciones del propio sujeto actuante sino de acuerdo a su pertenencia a un sexo determinado. De esta manera el mismo hecho, exactamente el mismo, recibe distinto tratamiento judicial según quien lo cometa sea hombre o mujer. Pero resulta que ser hombre no es una acción del sujeto, nadie es hombre o mujer porque lo haya decidido, sino un mero darse biológico. Y es ahí donde la ley supera el concepto de agravante. Porque el agravante, como su propio nombre indica, marca una característica de la acción que podía haber sido evitada (nocturnidad, alevosía, premeditación o, para dar una idea, ser cónyuge), pero nadie puede evitar ser hombre o mujer. Así, la ley supera el campo que debe tener una ley en democracia, juzgar las acciones delictivas, para pasar a ser ley de un estado dictatorial: juzgar condiciones de nacimiento como hicieron las leyes nazis sobre los judíos. Y cuando se juzgan estas condiciones se juzga fuera de la democracia.
Pero además, la denominación violencia de género transforma un acto individual en un acto de pertenencia a un sexo. Efectivamente, es, como se dice frecuentemente, la violencia de los hombres contra las mujeres y de hecho hasta parecido se llama el tribunal especial que juzga estos delitos. Y así hasta en la ley su propio nombre indica esto: es la “ley contra la violencia de género” (en una mala traducción del inglés). Sin embargo, aquí se comunica algo erróneo cuando no simplemente discriminatorio. Porque no existe violencia de género, violencia de “los hombres” sobre “las mujeres”. Efectivamente habrá violencia de este hombre o aquel, o incluso existirá una violencia de dominación y posesión, ahora hablaremos de esto que para nosotros es la clave, pero no habrá violencia de “el hombre” contra “la mujer” en cuanto a universal o esencia. Así, ni el género masculino (por seguir con la mala traducción) pega ni el género femenino es golpeado. Aunque aquí se podría argüir que sí es mayoría, en el maltrato doméstico, la violencia de hombres sobre mujeres (obsérvese que hemos eliminados “los hombres”) y sería cierto. Pero del mismo modo que es también cierto que la mayoría de los terroristas de ETA son vascos y a nadie se le ha ocurrido una ley sobre “Terrorismo vasco”, no comprendemos la causa de que sí se les haya ocurrido una sobre violencia de género (¿o sí?, ya veremos).
Pero, ¿es una violencia machista? El machismo se podría definir como la teoría que defiende la inferioridad intelectual de la mujer sobre el hombre. Sin duda, hay machismo en la violencia doméstica contra mujeres pero no es esta la clave del problema. Y se ve bien cuando se comprende que el machismo tradicional español, que no se debe confundir con la necesaria cortesia, ha sido siempre tratar mucho mejor a las mujeres que a los hombres por considerarlas incapaces y tener la idea clara de que nunca se podía pegar a una mujer. Así, el machismo español, violento frente al otro hombre que si no pegaba era un afeminado, era sin embargo cuidadoso con la dama. Aunque no por ello dejara de ser repugnante moralmente.
Pero es que encima, y en tercer lugar, la violencia no tiene su causa en el género ( o sea, el sexo socializado) ni en el machismo sino que en la idea de propiedad. Efectivamente, el hombre que pega a su mujer no lo hace porque sea mujer o porque la considere inferior, sino porque es
su mujer, es decir: le pertenece para su conciencia primitiva. Si la violencia fuera de hombre sobre mujer sería sobre cualquier mujer pues la relevancia estaría, precisamente, en el sexo. Sin embargo, no se ejerce de forma indiscriminada sobre el sexo femenino sino sobre personas concretas que mantienen lazos familiares determinados (es decir, sobre el cónyuge o la pareja). Por ello, la idea clave del asunto no es el sexo (hombre/mujer) sino la idea de propiedad y dominación. El agresor piensa:
si es mi mujer me pertenece y debe obedecerme. Es precisamente ese concepto de propiedad privada, y que está detrás a su vez en la defensa de la idea de que los padres son los únicos que tienen derecho a educar moralmente a sus hijos, el que está detrás de todo el asunto. El individuo mata a su mujer como quién se deshace de un mueble viejo o hace con su perro o sus hijos lo que quiere porque
para eso son suyos.
Y aquí es donde usted, lector, espera la diatriba contra el malvado capitalismo que es, en el fondo, el culpable de esto. Pero, no. Sino al contrario en esta ocasión. Pues entonces, y si de acuerdo al capitalismo, la propiedad privada es la clave de la producción, ¿por qué el maltrato no está más extendido? Pues por dos motivos.
El primero es porque hay que negar la mayor: la propiedad privada no es la clave del capitalismo sino uno de sus componentes, y no el más importantes. El segundo, porque no hablamos aquí, en el tema de la violencia doméstica, del concepto de propiedad privada del capitalismo actual sino de la propiedad privada de las sociedades atrasadas cuyo ejemplo paradigmático sería la propiedad de la tierra. Efectivamente, la propiedad capitalista es una propiedad de especulación, de aumento de producción y acumulación de riqueza: de proyecto. En cambio, la propiedad de la tierra implica la posesión personal del terruño y su explotación para la supervivencia en la absoluta subsistencia: sin cambios. Así, las relaciones de posesión en la economía precapitalista son de dominio sobre el objeto tal y como ya es, generalmente sobre recursos naturales o sector primario, mientras que en el capitalismo son de desarrollo del mismo, cuyo ejemplo sería la fábrica o el deseo de que los hijos sean más que los padres –incomprensible para un individuo anterior y que sin embargo tiene mucho de hermoso-. Y esta forma primera de posesión ramplona y primitiva es la que ronda la cabeza del maltratador y su ideal de familia. Así, el problema real no es el machismo, pues el machismo autóctono de hecho sería el del caballero español siempre gentil con su dama por considerarla incapaz, ni el género, sino la dominación por la idea de propiedad. Y por ello, precisamente porque la propiedad de estructuras precapitalistas es la que funciona aquí, son las
mujeres inmigrantes, las más amenazadas estadísticamente. El atraso social en el desarrollo capitalista trae sus consecuencias en la socialización.
No es pues el machismo el que mata ni el ridiculo tema del patriarcado, que más tiene que ver con la fuerza productiva en sociedades no tecnológicas que con oscuros elementos machistas atávicos, sino la idea de propiedad precapitalista. Así, mientras que las relaciones personales actuales son líquidas, como bien señala
Bauman, de acuerdo al propio auge del mercado permanente y ya no requieren la consistencia y la perpetuación, las relaciones personales anteriores son de propiedad en su sentido más primitivo:
No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo (Éxodo 20, 17). Es decir, la posesión, como cualquier otra cosa, en las relaciones personales. Porque aquí el capitalismo, como siempre cuando se compara con el pasado, no es opresor sino liberador y superior moralmente a las formas pretéritas. Y ello no quiere decir que las formas de relación personal actuales sean buenas, puro flujo de mercancías, pero sí que no se es anticapitalista por el pasado sino por el porvenir.
Pero, por último aunque no menos importante (en mala traducción del inglés para seguir la moda) queda un factor clave: ¿y por qué llamarla violencia de género o machista? Pues porque interesa la farsa a determinados lobbys, en este caso concreto ciertos grupos feministas, que al presentar todo como un entramado machista solo defienden sus
intereses de élite. Y es este, efectivamente, un tema preocupante en la democracia. Porque estas agrupaciones de intereses formadas por grupos de presión, que pueden ser útiles en su lucha concreta, sin embargo comienzan a olvidar algo fundamental: que los intereses particulares no pueden situarse por encima de los derechos generales. Y así, los derechos de la mujer no se pueden defender sobre la base de una mengua de derechos no ya de los hombres (por testículos y ante la ley) sino de los derechos humanos (por racionalidad). Así, el lobby lo que puede acabar buscando no es la liberación sino que las condiciones de privilegio permanezcan pero cambiadas y beneficien su propio elitismo frente a la chusma (que la conforman el resto de hombres y, también, el resto de mujeres. O dicho de otro modo: entrar en el status quo sin que este cambie, aunque ahora tenga cierta
mirada femenina (854.000 entradas en Google).