La aristocracia pueblerina venida a menos y la pequeña burguesía de provincias suele colgar en el salón el retrato del abuelo. A veces, de su bisabuelo si la depauperación fue ya hace tiempo. Una vez perdida la capacidad de intervención efectiva sobre la sociedad, es esta una forma de consuelo ante una realidad que ya no contesta y a la que tampoco se critica. Y así, cuando se reúnen en ocasiones familiares acabarán siempre hablando de los heroicos actos de aquel antepasado mientras, afuera, la noche cae envolviendo todo en tinieblas.
La reciente moda de la memoria histórica ha dado un paso adelante en su significación emotivo-mítica -es decir: totalitaria- con el auto del juez Garzón. Fuera de los aspectos literalmente ridículos de dicho escrito, a cuyo paroxismo se llega al pedir el certificado de defunción de Franco y sus secuaces, lo interesante del mismo, y donde se delata el carácter totalitario, es, sin embargo, otras cosas en las que coincide plenamente con todo el proceso de la memoria histórica tan querido por la autoproclamada izquierda.
En primer lugar, provoca cuando menos sorpresa que en el proceso de la memoria histórica la finalidad no sea sacar a la luz pública el debate desde un análisis reflexivo sobre la guerra civil o recuperar para sus familiares y para la civilización, pues así es realmente, unos cadáveres, sino imponer desde estructuras estatales una cierta interpretación, por lo demás sesgada, de la historia. Efectivamente, el estado toma una potestad que en democracia no puede asumir como es la de la interpretación histórica y su imposición. No se trata de que un estado en democracia sea neutral, pues debe defender los valores constitucionales, sino de que no puede señalar la interpretación correcta de un hecho histórico pues ello sería ir contra la libertad de conciencia de sus ciudadanos. Un estado podrá legislar, para lo que le hubiera bastado un decreto concediendo ayubas para la exhumación y ordenando la retirada de símbolos, pero no marcar por ley modelos explicatorios de la historia. Pero, incluso, aquí la memoria histórica es manipuladora pues se trata de evitar la complejidad histórica del problema, que ahí sí se deja a los historiadores porque nadie los lee, y generar un modelo de explicación emotivo donde debe quedar claro quienes fueron los buenos, sin fisuras, y quienes los malos. Y como consecuencia se ordena quitar los nombres del sector que defendía los intereses de la oligarquía nacional -pues eso eran realmente los nacionales- pero se podrán mantener las estatuas y los centros denominados con cualquier nombre del bando republicano aun cuando dichos individuos tuvieran como ídolo y guía a Stalin.
La memoria histórica como contenido político tiene ese, sucio e inmoral, matiz sentimental de la pura identificación. De esta forma la amalgama de elementos políticos que lucharon contra los representantes de la oligarquía nacional, pues una mirada a la verdad histórica nos permitiría ver que no todos en el mismo bando lucharon por la misma República, se transforman en bloque en luchadores por la libertad. Da igual saber con certeza que ni anarquistas, comunistas o un importante sector de los socialistas tenían interés alguno por la libertad pues la función mítica del ritual nunca ha sido la verdad sino la identificación de la masa con los designios de la élite curandera. Y, así, y a imitación de lo realizado por la Iglesia Católica con sus mártires, auténtica maestra en cuestiones de manipulación, se busca la identificación plena de los propios cadáveres con la idea que esa oligarquía política con autoproclamación progresista necesita para su propia permanencia como tal élite. Efectivamente, para la susodicha institución religiosa todos son mártires al morir por causa de la fe y de esta forma, fuera cual fuera la verdadera causa de su muerte, todos consiguen un mismo rango independiente a su propia vida real –bondadosa o miserable-, que les hace a todos ser partícipes de la palma y acceder a la canonización en masa al tiempo que refuerzan la estructura de dominación: los justos con la gentuza cumpliendose así el puro totalitarismo de la indiferencia. Pues así en la memoria histórica ocurre igual. Todos sabemos que los asesinatos en uno y otro bando fueron provocados por causas diversas -políticas, de robo de tierras, por rencillas personales e incluso por puros errores- sin embargo, para la desmemoria historica todo se junta en esa rimbombante frase de luchadores por la democracia, frase que por cierto a más de uno de los que murieron le sonaría, y tal vez con razón y eso le honraría aún más si se puede, a ideología burguesa.
Pero, y tampoco desdeñable, es la idea, ya en el súmmum de ese proceso identitario, de la unilateralidad del crimen contra la humanidad que Garzón lleva a cabo en su auto: sólo es crimen contra la humanidad la represión de un bando. Efectivamente, no dudamos que la represión franquista fuera un crimen contra la humanidad pero lo interesante del auto es, tal vez fruto de un lapsus por la mala conciencia, la propia referencia al tema Paracuellos, por cierto no único ejemplo de la represión en el bando republicano. El juez señala el caso Paracuellos como un ejemplo de represión republicana para, a continuación, desligarse de él por haber sido ya juzgado. La idea legal parece brillante pero tiene un fallo de base: si el estado franquista era ilegítimo e ilegal, como lo era, resulta difícil que pudiera juzgar legítima y legalmente caso alguno. Con lo cual las víctimas de la represión republicana están esperando a su vez su propia memoria histórica. ¿Por qué no la tienen? Porque la tan cacareada memoria histórica no pretente tal, sino sólo rendir homenaje a la elucubración imaginaria que una oligarquía política ha decidido sobre un acontecimiento histórico. Unos poseen la esencia humana, y por eso hay crimen, y otros asesinados son el enemigo que carecía, en absoluto, de humanidad: están mejor represaliados. Y en eso se identifica el proceso de la memoria histórica con el Valle de los Caídos, caídos solo de un lado, siendo una vez más el dictador Franco el sucio precursor, pues no podía ser precursor de nada limpio, en el modelo. Es el mafioso uno de los nuestros llevado al extremo: solo lo nuestros fueron humanos. Negación de la vida individual, de la complejidad del problema, de la propia racionalidad. Y exaltación de lo mítico.
¿Qué es la memoria histórica? La memoria histórica es la sucia identificación emotiva que una oligarquía política y una autoproclamada izquierda ya sin discurso quieren hacer con un pasado que, en realidad, nunca existió. Se trata de generar una cómoda identificación con los nuestros, en realidad siempre los suyos ahora que ya han muerto, para, como en el caso del retrato del abuelito en las casa burguesas, olvidar la vacuidad de un pensamiento absolutamente desfasado con respecto al avance de lo real. Y así, mientras se ondea ñoñamente la bandera republicana o se lleva en la solapa, como diciendo públicamente lo subversivo, y con ello lo ridículo, que se es, se exhibe la identificación como último recurso de dicha subversión. Derrotado el pensamiento que busca la aristas, sólo quedan las emociones de peluche. Y la República se ha convertido en el gran peluche de la autoproclamada izquierda a la que en la noche, ya casi eterna, se abraza para olvidar lo que hay ahí fuera.
Puede que sea hermoso tener ideales.
Resulta necesario tener razonamientos.
La reciente moda de la memoria histórica ha dado un paso adelante en su significación emotivo-mítica -es decir: totalitaria- con el auto del juez Garzón. Fuera de los aspectos literalmente ridículos de dicho escrito, a cuyo paroxismo se llega al pedir el certificado de defunción de Franco y sus secuaces, lo interesante del mismo, y donde se delata el carácter totalitario, es, sin embargo, otras cosas en las que coincide plenamente con todo el proceso de la memoria histórica tan querido por la autoproclamada izquierda.
En primer lugar, provoca cuando menos sorpresa que en el proceso de la memoria histórica la finalidad no sea sacar a la luz pública el debate desde un análisis reflexivo sobre la guerra civil o recuperar para sus familiares y para la civilización, pues así es realmente, unos cadáveres, sino imponer desde estructuras estatales una cierta interpretación, por lo demás sesgada, de la historia. Efectivamente, el estado toma una potestad que en democracia no puede asumir como es la de la interpretación histórica y su imposición. No se trata de que un estado en democracia sea neutral, pues debe defender los valores constitucionales, sino de que no puede señalar la interpretación correcta de un hecho histórico pues ello sería ir contra la libertad de conciencia de sus ciudadanos. Un estado podrá legislar, para lo que le hubiera bastado un decreto concediendo ayubas para la exhumación y ordenando la retirada de símbolos, pero no marcar por ley modelos explicatorios de la historia. Pero, incluso, aquí la memoria histórica es manipuladora pues se trata de evitar la complejidad histórica del problema, que ahí sí se deja a los historiadores porque nadie los lee, y generar un modelo de explicación emotivo donde debe quedar claro quienes fueron los buenos, sin fisuras, y quienes los malos. Y como consecuencia se ordena quitar los nombres del sector que defendía los intereses de la oligarquía nacional -pues eso eran realmente los nacionales- pero se podrán mantener las estatuas y los centros denominados con cualquier nombre del bando republicano aun cuando dichos individuos tuvieran como ídolo y guía a Stalin.
La memoria histórica como contenido político tiene ese, sucio e inmoral, matiz sentimental de la pura identificación. De esta forma la amalgama de elementos políticos que lucharon contra los representantes de la oligarquía nacional, pues una mirada a la verdad histórica nos permitiría ver que no todos en el mismo bando lucharon por la misma República, se transforman en bloque en luchadores por la libertad. Da igual saber con certeza que ni anarquistas, comunistas o un importante sector de los socialistas tenían interés alguno por la libertad pues la función mítica del ritual nunca ha sido la verdad sino la identificación de la masa con los designios de la élite curandera. Y, así, y a imitación de lo realizado por la Iglesia Católica con sus mártires, auténtica maestra en cuestiones de manipulación, se busca la identificación plena de los propios cadáveres con la idea que esa oligarquía política con autoproclamación progresista necesita para su propia permanencia como tal élite. Efectivamente, para la susodicha institución religiosa todos son mártires al morir por causa de la fe y de esta forma, fuera cual fuera la verdadera causa de su muerte, todos consiguen un mismo rango independiente a su propia vida real –bondadosa o miserable-, que les hace a todos ser partícipes de la palma y acceder a la canonización en masa al tiempo que refuerzan la estructura de dominación: los justos con la gentuza cumpliendose así el puro totalitarismo de la indiferencia. Pues así en la memoria histórica ocurre igual. Todos sabemos que los asesinatos en uno y otro bando fueron provocados por causas diversas -políticas, de robo de tierras, por rencillas personales e incluso por puros errores- sin embargo, para la desmemoria historica todo se junta en esa rimbombante frase de luchadores por la democracia, frase que por cierto a más de uno de los que murieron le sonaría, y tal vez con razón y eso le honraría aún más si se puede, a ideología burguesa.
Pero, y tampoco desdeñable, es la idea, ya en el súmmum de ese proceso identitario, de la unilateralidad del crimen contra la humanidad que Garzón lleva a cabo en su auto: sólo es crimen contra la humanidad la represión de un bando. Efectivamente, no dudamos que la represión franquista fuera un crimen contra la humanidad pero lo interesante del auto es, tal vez fruto de un lapsus por la mala conciencia, la propia referencia al tema Paracuellos, por cierto no único ejemplo de la represión en el bando republicano. El juez señala el caso Paracuellos como un ejemplo de represión republicana para, a continuación, desligarse de él por haber sido ya juzgado. La idea legal parece brillante pero tiene un fallo de base: si el estado franquista era ilegítimo e ilegal, como lo era, resulta difícil que pudiera juzgar legítima y legalmente caso alguno. Con lo cual las víctimas de la represión republicana están esperando a su vez su propia memoria histórica. ¿Por qué no la tienen? Porque la tan cacareada memoria histórica no pretente tal, sino sólo rendir homenaje a la elucubración imaginaria que una oligarquía política ha decidido sobre un acontecimiento histórico. Unos poseen la esencia humana, y por eso hay crimen, y otros asesinados son el enemigo que carecía, en absoluto, de humanidad: están mejor represaliados. Y en eso se identifica el proceso de la memoria histórica con el Valle de los Caídos, caídos solo de un lado, siendo una vez más el dictador Franco el sucio precursor, pues no podía ser precursor de nada limpio, en el modelo. Es el mafioso uno de los nuestros llevado al extremo: solo lo nuestros fueron humanos. Negación de la vida individual, de la complejidad del problema, de la propia racionalidad. Y exaltación de lo mítico.
¿Qué es la memoria histórica? La memoria histórica es la sucia identificación emotiva que una oligarquía política y una autoproclamada izquierda ya sin discurso quieren hacer con un pasado que, en realidad, nunca existió. Se trata de generar una cómoda identificación con los nuestros, en realidad siempre los suyos ahora que ya han muerto, para, como en el caso del retrato del abuelito en las casa burguesas, olvidar la vacuidad de un pensamiento absolutamente desfasado con respecto al avance de lo real. Y así, mientras se ondea ñoñamente la bandera republicana o se lleva en la solapa, como diciendo públicamente lo subversivo, y con ello lo ridículo, que se es, se exhibe la identificación como último recurso de dicha subversión. Derrotado el pensamiento que busca la aristas, sólo quedan las emociones de peluche. Y la República se ha convertido en el gran peluche de la autoproclamada izquierda a la que en la noche, ya casi eterna, se abraza para olvidar lo que hay ahí fuera.
Puede que sea hermoso tener ideales.
Resulta necesario tener razonamientos.