Que el ministro de educación no sabe nada de educación, no sé si de otras cosas, es algo que resulta evidente en cuanto se escuchan sus palabras. Recientemente, por ejemplo, ha vuelto a equivocarse al defender la educación diferenciada por sexos. Efectivamente, una sentencia ha señalado que esos colegios no pueden ser subvencionados por el estado y ha surgido, otra vez, el debate y, otra vez, la derecha ha lanzado sus tontos argumentos de siempre. Pero el mayor drama no ha sido ese, sino que la autoproclamada izquierda ha respondido con los más ñoños argumentos posibles del tipo de integración social, igualdad y demás tonterías que no tienen que ver con el proceso educativo sino solo con su finalidad. Este escrito, por ello, pretende presentar la cuestión de la segregación en la escuela desde otro ángulo que creemos es el auténticamente progresista y no desde la ñoñería de los ideales vagos.
En primer lugar, es conveniente distinguir entre socialización y educación. La socialización es la integración de los individuos en la sociedad determinada, haciendo que el sujeto sienta como parte de su personalidad el conjunto de reglas sociales fundamentales que rigen el orden social. Así, por ejemplo, si yo me trasladara a una tribu del Amazonas -a vivir una vida auténtica en contacto con la naturaleza y lejos del malvado consumismo, en contacto con mi parte espiritual y todas esas chorradas- no sabría cómo actuar en cada momento pues no estoy allí socializado. Por supuesto, resulta indudable que una función de la educación es esa socialización. Pero, no es la única. Efectivamente, la educación busca una forma concreta de socializar, no le vale cualquier manera, y es una forma autónoma y culta. Lo que la educación busca, en su discurso ilustrado que nosotros defendemos, es una educación para que los individuos piensen por sí mismos, autónoma, y desde contenidos determinados y considerados superiores, culta. Así, la educación ilustrada tiene como fin el pensamiento autónomo desde el conocimiento. Por eso, la educación ilustrada no es solo procedimiento sino también contenido. No es solo socialización, pues un sujeto analfabeto o un esclavo puede estar perfectamente socializado, sino algo más.
En segundo lugar, al hablar de educación hay que diferenciar el proceso de la meta u objetivo final. Es decir, no es lo mismo necesariamente lo que se busca en el aula con lo que se hace en la misma. La educación debe formar ciudadanos críticos y para ello cultos, aptos para una sociedad democrática en condiciones de igualdad intelectual –nota: obsérvese que no hemos puesto social, pues la escuela no puede compensar desigualdades sociales existentes más allá de las meramente intelectuales-. Hasta ahí bien. Pero eso no quiere decir, necesariamente, que la escuela, el proceso, tenga que ser democrático e igualitario. De hecho, no puede serlo. Cuando yo, como profesor, entro en clase no soy igual que mis alumnos en cuanto alumnos: soy superior. Esto sonará mal, pero es así. Y lo es porque, se supone, yo atesoro un conocimiento que mis alumnos aún no tienen y que mi obligación es enseñarles. Por eso, yo tengo más deberes que ellos. La escuela, por tanto, no puede partir de la premisa de igualdad sino de la de jerarquía porque su finalidad no es que los alumnos permanezcan como son sino que se hagan mejores. Y por eso, curiosamente, tampoco es una dictadura. Efectivamente, la dictadura pretende mantener a cada individuo en su puesto actual, sin posibilidad de mejora, pues ésta siempre iría contra el grupo dominante. La escuela ilustrada, sin embargo, pretende hacer que los alumnos lleguen a ser capaces de criticar a su profesor y su enseñanza al final del proceso. Por eso, educar es hermoso y, por eso, es triste.
Así, al distinguir el proceso de la finalidad, puede caber una diferenciación entre los propios alumnos para que alcancen ese objetivo de autonomía y cultura. Y por ello, cuando la izquierda niega cualquier tipo de segregación en la escuela lo que está haciendo es una ideología ñoña pues los alumnos, para alcanzar ese objetivo que es el irrenunciable, pueden necesitar una atención diferente dependiendo de sus circunstancias concretas. En consecuencia, como proceso para conseguir el fin, la segregación en la escuela, es decir: que pueda haber división de grupos de alumnos de acuerdo a ciertas cualidades para alcanzar el objetivo común, puede considerarse una solución perfectamente aceptable. Resulta, por tanto, ridículo cuando la autoproclamada izquierda clama contra cualquier tipo de división pues lo que esto acarrea, por ejemplo, es que aquellos alumnos con más dificultades, al no poder seguir el ritmo normal del grupo estándar, fracasen estrepitosamente en aras de la igualdad como ideología. Y resultaría conveniente que esa diferenciación se realizara cuando el proceso comienza, para cambiarlo, y no, como ahora, cuando termina.
De esta manera, consideramos que la segregación es posible porque su finalidad última es llegar a todos al mismo objetivo y, por tanto, lo que se debe medir en ella es su eficacia. Es decir, que estar de acuerdo en que la escuela pueda segregar, hacer grupos distintos de acuerdo a ciertos criterios, no implica que toda segregación sea la correcta ¿Cuándo entonces es correcta la segregación en la escuela? Este es el tema fundamental.
Puede haber, a grandes rasgos, dos tipos de segregación. Una a priori y otra a posteriori. Entendemos por segregación a priori aquella que se realiza de forma previa al desarrollo del alumno en el aula y que se genera por condiciones que nada tienen que ver con las competencias -¿ven qué bien empleo la terminología oficial?- que se pueden pedir para desarrollar el proceso educativo y alcanzar la meta. Por ejemplo, hacer divisiones a priori de acuerdo al color de la piel –nota: entre los seres humanos no existen razas, esto es ciencia pura- , el tamaño del cráneo o la religión profesada. Esta segregación es absurda, no porque vaya en contra de la idea de igualdad y esas cosas, sino porque es puro prejuicio anticientífico.
La otra segregación es aquella a posteriori. Se da durante el propio proceso escolar, por causas educativas, y su finalidad es lograr esa meta de formar individuos autónomos y cultos. Esta segregación puede ser total, con aquellos alumnos que tienen tantas dificultades que necesitan una atención especial básica en todos los frentes –por cierto, incluyendo el emocional-, como parcial, en determinadas materias con aquellos alumnos cuya dificultad es concreta a esa asignatura. Por ejemplo, no tiene sentido que haya grupos segregados por nivel en Filosofía –la materia fundamental del currículo sin duda- pues todos los alumnos saben lo mismo sobre ella: nada. Pero, puede haber sentido en hacerlos en inglés o en matemáticas, y otras materias menos importantes que Filosofía, donde los niveles pueden ser diferentes. Y tiene sentido no tanto para que el que más sabe sepa aún más, que también, sino fundamentalmente para que el que menos sepa no se pierda en el desarrollo de la materia: la supervivencia del más apto no es educación. Y, por cierto, ello nos llevaría a la conclusión, pero lo vamos a dejar, de que los mejores profesores deberían dar precisamente esos niveles más bajos.
Así, como conclusión, la segregación puede ser aceptada, y debe serlo, para hacer que todos los alumnos lleguen a la meta señalada.
Ahora bien, ¿y la segregación por sexos? Pues eso lo vamos a explicar en la siguiente entrega porque es un tema que merece un desarrollo y yo ahora me voy a poner a leer prensa deportiva como el hombre viril que soy.