¿Queremos ser felices? Es una pregunta extraña pues parecería que la respuesta inmediata sería que sí, claro, cómo no. Pero las respuestas inmediatas sueles tener errores graves. O al menos estar llevadas por la imprecisión. Y también, muchas veces, las preguntas suelen ser erróneas.
¿Debemos ser hoy felices? O, mejor aún, ¿podemos y debemos ser hoy felices? La respuesta seguirá siendo, a primera vista, la misma; sí claro, por qué no. Pero la imprecisión ya no estará en la pregunta sino, tal vez, en quien responde.
La idea de felicidad se suele relacionar con la vida privada, con el mundo interior de la persona. Así, la felicidad se convierte en una relación entre la expectativa del pensamiento, lo que espero que ocurra, y la realidad, lo que ocurre realmente. Hay así un principio epistemológico (de forma de conocer) que subyace: la necesidad de una adecuación entre dicha forma de pensar, como subalterna, y el mundo, como dominante. De esta forma, y de acuerdo con esta teoría, el sujeto que piensa debe adecuarse a la realidad circundante. Esto lo han entendido muy bien los libros de autoayuda cuando prometen la felicidad con el cambio meramente en la representación del mundo, en la perspectiva con que el sujeto lo ve. El problema así estaría en la forma de ver la realidad y con cambiarla reconduciéndola a lo que el mundo es, con aprender a variar el punto de vista y conformarse, se solucionaría. Se puede ser feliz solo viendo el mundo de otra forma y sin tocar, realmente, la realidad.
La Modernidad, como la filosofía, es triste. Es el intento de superación del conocimiento como adecuación subalterna al mundo, como sentido común. Para la Modernidad, desde Descartes de forma explícita, existe un abismo entre pensamiento y realidad, un abismo entre el sujeto y la realidad externa. Y ese mismo sujeto debe, de algún modo, construir el puente: conquistar la realidad, humanizarla. Es el sueño, y la desgracia, de D. Quijote y de Hamlet: poner orden en el mundo. Surge así un conflicto que va más allá de la propia interpretación del individuo. Éste pierde su carácter subalterno y se transforma en sujeto, es decir, en acción: el mundo no satisface al sujeto, a la Razón, y debe ser cambiado. Precisamente, es este el germen de la ciencia, del capitalismo y de la filosofía moderna: la insatisfacción ante la pobreza de lo real. Es el germen también de la idea de emancipación.. Y su consecuencia es la infelicidad absoluta y total subsiguiente porque la realidad no satisface la racionalidad.
Por ello, cuando la burguesía decimonónica conquistó el poder intentó transformar a D. Quijote. La tragedia desgarradora, la inadecuación entre el sujeto y el mundo, pasó a ser drama conciliador, la vida hermosa de un soñador como todos somos en el fondo: de la injusticia del mundo externo se pasó al mundo interior, de la revolución a la metamorfosis del espíritu. La felicidad, hasta entonces asunto público y político –no en vano la
Declaración de Independencia americana la señalaba como derecho inalienable junto con la vida y la libertad - se transformó en vida privada. D. Quijote, como repiten incansables la mayoría de los profesores de literatura y los ignorantes libros de texto, representaba al soñador, al idealista. Surgió junto al artista bohemio: mientras el movimiento obrero resultaba aún peligroso la burguesía idealizaba, es decir: domesticaba, al trasgresor. El poeta maldito componía versos mientras miraba al mundo con desdén esperando, hipócrita lector/hipócrita escritor, la fama, el dinero y el panteón de hombres ilustres. La felicidad transformada en sentimiento llegó a su apoteosis. Se era feliz siendo infeliz incluso: ya no importaba el contenido. La forma mercancía aplicada a la idea de felicidad, la negativa al contenido concreto, era el presagio del triunfo definitivo del capitalismo, inmenso arsenal de mercancías, como Realidad Absoluta, como Realidad Ontológica. Felicidad falsa.
¿Felicidad falsa? La pregunta que cabría ahora plantearse es cómo es posible hablar de un sentimiento como falso. Si la felicidad es algo que se siente no cabría, aparentemente, señalarla como falsa o verdadera. Pero, decíamos antes que aparentemente la felicidad remite a una relación entre el pensamiento y la realidad. Es feliz aquel que se complace con lo real. Aquel que espera, como deseo, que algo ocurra y entonces ocurre. Pero esta idea de felicidad tiene ese principio epistemológico antes citado: el pensamiento debe adecuarse al mundo. Así, el mundo prevalece y el error no está en la realidad sino en aquel que se empeña en intentar humanizarlo. Es la definitiva renuncia a la Modernidad. Los individuos desean ese repugnante “vivir la vida” que se refiere a la felicidad ante un mundo real que es la negación de la propia vida. Y para ello no dudan en rebajar su subjetividad, de sujetos, a su mera individualidad volviéndose subalternos al mundo real. Y así entre la felicidad más elemental -aquel que sueña con que su equipo gane la liga y lo vive como realización personal- y la aparentemente más compleja -esa gente cargada de una intensa vida interior que sólo se corresponde realmente al prestigio pequeñoburgués por la bohemia anteriormente citada- buscan en los restos del naufragio, como Robinsón Crusoe, algo con lo que sobrevivir en la isla desierta y sin esperanza en que se ha transformado su existencia. Sin pretender ya nada, y ahí se diferencian del mismo Robinsón, para con la isla.
¿Se puede ser feliz? Sí claro. Cualquiera puede serlo con cambiar su punto de vista ante la permanente injusticia. ¿Se debe ser feliz? No. Si es verdad que el pensamiento, es decir: lo propiamente humano, debe prevalecer sobre la realidad, y no al contrario, la única posibilidad es la infelicidad absoluta. Porque la injusticia es la regla. Toda la vida privada, todo ese mundo interior en el que se ampara el individuo asustado ante su propia razón, no es más que enfatizar la realidad de un mundo que ha dejado la humanidad, como en cualquier otra época pero siendo ésta mas culpable, en el estrecho ámbito de las fantasías mentales. Todo ese aire autosatisfecho del que cree que su vida individual tiene un sentido no es más que la falsificación de la mercancía que orgullosa se pasea por el mercado buscando, en verdad y encontrándolo, comprador. Pero, también sería falso pretender la superioridad moral del infeliz. No se trata de que el individuo consciente de su infelicidad, que es la realidad, sea moralmente superior al que no lo es pues es lo mismo objetivamente: mercancía. El trabajo, la fiesta, el ocio, el tiempo para la vida propia, ¿propia?, no son más los momentos de venta de la propia vida cuya única finalidad real es ser mercancía ya en el consumo ya en la producción.
Me gusta imaginar que mi perro es feliz a su manera. Pero no es ni podría ser un sujeto. El mundo le avasalla a cada instante y él busca en su pelota, y cómo para mi perro su pelota cuando intento meterle gol, el consuelo ante la totalidad. Es solo un perro y una pelota, una sola pelota, le puede hacer feliz.