El reciente
Manifiesto en defensa de la lengua común, que se llama así, ha generado una polémica curiosa. La catalogamos de curiosa porque la autoproclamada izquierda ha corrida a la defensa del nacionalismo y ha tildado a los autores y firmantes del manifiesto, entre los que me encuentro, de neofranquistas, fascistas, nacionalistas españoles y otras lindezas por el estilo. Personalmente, y es por pereza no por dignidad, me da igual que lo opinen. Pero es curioso que la autoproclamada izquierda, y tan de izquierdas que ya prepara el aborto libre –eso sí es de
izquierdas- y el voto inmigrante –uy, uy, uy, qué de
izquierdas-, se haya enfadado tanto. Porque el manifiesto, que se queda corto en mi opinión, no era para tanto. Así que si realmente quieren saber lo que yo opino, y es no tener otra cosa que hacer sinceramente, lean lo siguiente.
Las lenguas son, entre otras cosas, instrumentos de comunicación. Las lenguas son, entre otras cosas, hermosos instrumentos de belleza. Pero las lenguas son, también, instrumentos de dominación y control social. Para ello, cuando la lengua es única y ya la habla tanto la élite social como el resto de la población se genera la idea de su correcta utilización y pronunciación, por ejemplo, en inglés, que diferencia a las clases sociales –lo que no quiere decir por supuesto que la lengua se pueda utilizar como uno quiera-. Cuando hay dos lenguas, sin embargo, el sistema ya no puede ser ese. Entonces se trata de que la lengua de aquellos que tienen el poder, o lo buscan, se imponga como lengua única y modelo de homogeneización social. Pero esto tiene sus matizaciones pues, como ya hemos señalado, es diferente si la élite ya posee el poder o lo busca. Y este tema de la búsqueda del poder es precisamente la clave de todo el problema lingüístico, generado por el nacionalismo, en España.
Comencemos. Las élites sociales tienden a buscar el poder. Para ello precisan dos cosas: en primer lugar, algo que las señale públicamente como élites, es decir, algo que las haga diferentes a la chusma; en segundo lugar, que ese algo, sin embargo, pueda ser tomado por esa misma chusma como sistema de identificación, como mito, y por tanto como legitimación de esa misma élite que ya lo posee y son, así, los adelantados que deben tener el poder. Los políticos profesionales catalanes y vascos, especialmente los nacionalistas pero ya también los de PSOE e IU y en ciertas zonas los del PP, tienen un límite natural a su ambición: el territorio regional - de esto ya hemos hablado aquí-. Y los políticos profesionales nacionalistas, y los del PSOE e IU y cada vez más los del PP, son una élite. Pero una élite con ese problema específico de limitación, como las especies endógenas de la naturaleza, a un territorio muy concreto. Así, cuando una élite limitada frente a un poder superior externo quiere tomar el poder en lo que considera su territorio, en realidad lo considera su cortijo, en primer lugar debe homogeneizarlo como propio y distinto frente a ese poder externo para presentar a este como extraño y a sí mismos como lo nacional. Y aquí hay dos opciones para conseguirlo: por un lado, el crimen o el exilio para todos aquellos que no piensan igual, algo que se ha hecho con cierto éxito en el País Vasco; por otro, conseguir un proceso de identificación utilizando un elemento reconvertido en ideológico, aunque no necesariamente tal por sí mismo, y que se transforma en hecho necesario para el medrado o ascenso social.
Eliminemos la primera opción, pues solo se usa en el País Vasco. Analicemos, por su extensión regional, la segunda. En esta segunda opción se trata de encontrar un elemento que cumpla una tarea, a su vez, doble: por un lado, se trata de buscar algo que la élite o bien posea ya o bien lo presente como desideratum para llegar a su propia posición -que ella, curiosamente, ya posee-;por otro, este algo debe además de ser un factor excluyente primero para una mayoría, pues si no, no existiría tal élite, y luego, una vez tomado el poder, pasar a ser un modelo de identificación al ir incluyendo paulatinamente a todos como miembros de una nueva comunidad o como excluidos de la misma. Este método, que ya utilizaron los nazis con brillantez a través del concepto de raza aria, será el utilizado por los nacionalistas, salvando las distancias por supuesto, pero a través de la autodenominada lengua propia o lengua nacional.
Efectivamente. La seña de identidad, como tales nacionalistas, será la lengua que se sitúa, incluso, por encima de la ideología política. No se trata aquí de que ellos la hablaran al principio o no, que en el País Vasco muchas veces era no, sino que la idea era que el idioma que se hablaba, ya realmente ya de forma imaginaria, en la región era el símbolo diferencial con el resto del país, presentado generalmente como atrasado y depredador, y que la élite se presentaba a sí misma como la poseedora de la esencia patria y su garante: la lengua. Efectivamente, a partir de ahí surge en las regiones con partidos nacionalistas fuertes e idioma singular una desenfrenada carrera con un doble objetivo: primero, dominar la sociedad a través de tomar toda la administración pública con sus fieles y generar, en el resto de la actividad económica, una relación de clientelismo; segundo, obtener un estado de opinión en el cual cualquier ataque al empleo de la lengua como elemento ideológico, en realidad elemento de dominación social, fuera un ataque contra la lengua misma , la cultura propia –como si la cultura tuviera lugar- y la idiosincrasia autóctona –que básicamente se reduce al modo de calarse la boina-. Así se comenzó un proceso que empezó con el asalto a la administración pública a través de la petición en las oposiciones, al principio como mérito luego como obligación, del conocimiento de la lengua regional. Y se hizo porque se sabía que iban a ser los elementos nacionalistas los más beneficiados con la medida y porque se eliminaba así la presencia de personas de fuera de la propia región: se homogeneizaba la sociedad eliminando al forastero y al diferente. Por si esto no fuera poco, y siempre contando con la simpatía o el silencio cómplice de la autoproclamada izquierda, los empresarios regionales veían con buenos ojos las medidas coercitivas en materia de etiquetado pues ello limitaba la propia competencia o al menos la paliaba. Así, la lengua no era ya un medio de comunicación sino de dominio social. El último paso, dado a través de la educación, ha sido extender la lengua propia a las capas sociales como elemento mítico de unión.