Recientemente en toda España ha subido el transporte público. Ha dado igual si la administración pública era de la derecha, de la autoproclamada izquierda o incluso que en su gobierno estuviera la izquierda transformadora.
En todas ellas el transporte público se ha encarecido mas allá, mucho más allá, que la inflación: si ésta se ha situado al acabar el año en un 1,4% la media de la subida del transporte público, a nivel nacional, ha sido del 5%. Y eso en época de crisis cuando los políticos nos han pedido a todos aunar esfuerzos - lo que pensé al principio que significaba que nos fuéramos todos de vacaciones como están nuestros diputados. Así, al parecer, aquellos que utlizamos diariamente el transporte público podríamos pensar que no debemos sufrir las consecuencias de la crisis. Y lo suben.
Comencemos por ser racionales absolutos. Se mire como se mire el transporte público solo aporta ventajas sociales. Disminuye la contaminación, en proporción a la posible si todos utilizáramos el coche, ahorra energía y mejora la movilidad urbana. Es decir, el transporte público es una pieza clave del bienestar social y del nivel de vida. Hay un problema de movilidad en las grandes zonas urbanas españolas, y de cualquier otro lugar del mundo incluyendo las nacionalidades historicas, al tiempo que hay un problema de contaminación. Ambos problemas, sin duda, podrían ser resueltos, o al menos paliados en importante medida, con una potenciación del transporte público pues con menor superficie ocupada y menor contaminación por persona consigue los mismos resultados: el traslado de viajeros. Pero ademas, económicamente, y en relación a su efecto, tiene, y si se potenciara tendría aún más, una alta rentabilidad económica al disminuir el diario atasco y con eso su coste económico. El transporte público es, de sta manera, un bien estratégico de primer orden y como tal debería ser mimado. Pero aún más, debería ser potenciado sin duda en época de crisis económica de manera especial, pues implicaría un ahorro para los ciudadanos y, por consiguiente, una ayuda para aquellos sectores menos favorecidos. Así el transporte público debería ser una apuesta presente para cualquier administracion ante la situación actual. Sin embargo, han ocurrido dos cosas curiosas: por un lado una subida brutal de sus precios, hasta el cuadruple de la inflación; y, por otro, curioso a su vez, una ausencia de respuesta sindical o política contundente ante esta subida. Y la pregunta es por qué se han dado estos dos factores.
Todas las administraciones públicas hace tiempo han elaborado una oferta de rebaja fiscal. Hay una batalla permanente en este campo: es una promesa, falsa como veremos, que cada vez pagaremos menos impuestos. Al tiempo, todas las administraciones han aumentado sin rubor alguno sus gastos, fundamentalmente los más prescindibles. Así, se produce una aparente paradoja: habría una, aparente como ahora veremos, rebaja fiscal al tiempo que un aumento de gasto. ¿Será posible esto?
Como sabe todo el mundo se pueden dividir los impuestos en directos, aquellos que se cobran como tales impuestos de manera separada y que son proporcionales, de manera más o menos justas, a los ingresos y rentas y los indirectos, aquellos que se cobran en el contrato de un servicio o por el consumo.O sea: si yo gano X en un impuesto directo pagaré menos que quien gana X+1 pero en uno indirecto por la misma cantidad gastada pagaremos lo mismo. Y en ambos el estado ganará dinero. La rebaja fiscal se presenta, a su vez, siempre en los llamados impuestos directos, es decir: en aquellos que se pagan como tales impuestos y no como acompañamiento a otro producto. O dicho de otro modo: uno nunca ha visto una promesa electoral de bajada de impuestos indirectos pero está cansado de ver que le rebajarán el IRPF, el impuesto de sucesiones o el de actividades económicas. Resulta curioso.
El billete de transporte público está subvencionado y por ello la administración paga una parte del coste. Al tiempo un alto porcentaje del precio de la gasolina son impuestos y, por tanto, contribuyen a la recaudación administrativa. Si la inflación sube un 1,4% y el billete de transporte una media del 5%, lo que se está haciendo es cargar más sobre los usuarios el precio del billete que antes y, a través de ello, bajar la aportación de la administración en relación a ese billete pues se incrementa el porcentaje que paga el usuario. Dicho de otro modo: el usuario paga más porque el estado paga menos, pues no olvidemos la inflación. O resumiendo: el estado gana dinero porque no lo invierte a costa del usuario del transporte público. Además, al subir el precio evita un desplazamiento porcentualmente alto de usuarios del transporte privado al público pues lo hace menos competitivo. A su vez, los automovilistas deberán seguir echando gasolina en su vehículo consiguiendo así una mayor recaudación por los impuestos indirectos del carburante. Resumiendo: subir el transporte público por encima de la inflación es en realidad una acción cuyo resultado final es idéntico a subir los impuestos ya que la administración pública consigue dinero. Pero, al utilizar para aumentar dicha recaudación el impuesto indirecto de la gasolina, que seguirán pagando aquellos que no se cambiarán al transporte público, o bien la disminución o congelación de la subvención al billete del transporte resultará que en dicho aumento de la presión fiscal no pagará más quien más tiene sino que contribuirán en mayor medida las clases menos favorecidas económicamente al no ser un impuesto progresivo sino indirecto. Y lo paradójico es que lo hace así la misma administración -municipal, autonómica o estatal- que luego se jacta, falsamente, de bajar impuestos: pero solo los directos, aquellos que son más justos por su proporcionalidad, mientras que los indirectos o la reducción de la subvención en ciertos aspectos fundamentales para la vida cotidiana de precisamente los grupos sociales menos pudientes, como la mayoría de los que utilizan el transporte público, aumentan. La idea clave es pues una mayor recaudación fiscal a costa precisamente de los grupos sociales menos favorecidos económicamente al tiempo que una rebaja fiscal, aquí sí real, para las clases altas.
El futuro de los impuestos para la clase política está en el incremento de los impuestos indirectos precisamente por su invisibilidad. Esta invisibilidad y al tiempo la necesidad de recaudar es lo que a su vez lleva a una escasa respuesta social de aquellas instituciones que viven del dinero de la administración: por un lado, los partidos políticos no podrían quejarse pues todos, en una región u otra, están implicados; por otro, los sindicatos si lo hicieran, deberían a su vez proponer la subida de los directos y su mejor gestión, o sea una auténtica política de izquierdas, pero esto sería tremendamente impopular. Así que protestan un poquito y se callan.
Ya se lanzan globos sonda sobre un aumento del IVA o sobre el copago de la presuntamente gratuita Seguridad Social -por cierto, siempre es bueno recordar que la seguridad social no es gratuita, consulten su nómina- como formas de financiar el gasto público mientras las autonomías negocian y piden más dinero, siempre más dinero. Los impuestos indirectos se constituyen así como la auténtica respuesta de una clase política especializada en vender humo: recorte fiscal y aumento del gasto público. Y también especializada en reservar ideológicamente las grandes movilizaciones para aquellos asuntos en los que no pueden intervinen pero sí presentarse demagógicamente como progresistas.