Parece
una cosa muy simple. Si vivimos en una democracia, Cataluña –siempre triunfant, por supuesto- debe tener
derecho a decidir. El pueblo catalán tiene el derecho, al parecer sin duda, de
poder votar si desean o no seguir siendo parte de España –perdón, del estado
español- pues lo contrario iría contra las más elementales normas de una
democracia.
¡Negar
la voz al pueblo catalán nunca!
La
idea es sencilla.
Parece
muy simple. En el firmamento el sol se mueve cada día, desplazándose de este a
oeste. Por tanto, al parecer sin duda,
el sol gira alrededor de la tierra pues de lo contrario iría contra las más
elementales normas del sentido común.
¡Ir
contra el sentido común nunca!
El
lema se expresa con sencillez.
Pero,
a veces lo más sencillo no lo es. Si algo nos demuestra la Filosofía es que el
pensamiento sencillo la mayoría de las veces está cargado de errores: demasiado
simple. De hecho, este texto pretende -porque yo soy un tío muy complejo-
intentar desmontar el primer párrafo escrito y demostrar que el llamado derecho
a decidir no es democrático. Y no solo eso -¿ven mi complejidad?- sino que es
antidemocrático. O sea, que eso que se llama el pueblo catalán, y como tal pueblo catalán, no debe tener voz en una
democracia: complejo.
Hay
dos maneras, grosso modo, de definir pueblo. Una procede del pensamiento
ilustrado y otra, la nacionalista, del romanticismo.
La
primera, la ilustrada, sería la unión de los ciudadanos. Ciudadano es aquel que
vive en un estado democrático y lo forma teniendo, a su vez, los derechos de
una democracia. Por ejemplo, yo soy ciudadano español porque vivo en España y
tengo DNI español. Aquí, lo único que se pide para ser ciudadano es ese hecho:
tener el DNI. Puedo creer en lo que quiera, comer lo que quiera o ser como
quiera: mi forma de ser no implica mi unión o separación del pueblo. Es decir, en la
idea de ciudadano ilustrada no se pide homogeneidad, puedo ser como quiera: mi
autonomía está salvada. Pero hay más. Este estado no es nunca, por ejemplo, una
unidad de destino en lo universal
sino solo la unión de los ciudadanos en una entidad jurídica concreta. Es
decir, su fundamento, en el sentido incluso ontológico –lo sé, qué complejo
soy- son los propios ciudadanos. Por eso, la soberanía reside en el pueblo: en
el conjunto de los ciudadanos. Y en el
conjunto de ellos quiere decir de todos ellos.
La
concepción que surge con el romanticismo es muy diferente. La pertenencia al
pueblo es por una serie de características determinadas que se identifican con
una entidad existente previa de carácter esencial: el pueblo y la nación.
Normalmente, estas características son
la lengua, las costumbres y, guste o no,
la raza al menos en tanto que implica la existencia de un tipo determinado de
ser humano que por su forma característica de ser -catalán, vasco o español- se
diferencia sustancialmente de los otros seres humanos. Así, en esta visión se
defiende una idiosincrasia propia de un colectivo que se presenta como unidad y
que exige de suyo la homogeneidad de los individuos y su sumisión a ese sujeto
colectivo que es el pueblo. De esta manera, ser español catalán o vasco -o gallego que casi nunca les contamos, o
turolense que a estos sí que nunca- implica que la forma de ser del individuo
debe amoldarse, y se amolda, a esas características previas al mismo. Ser
catalán –o español, vasco, turolense, gallego…- es la forma correcta, la mejor
forma, de ser humano: aceptar lo que viene impuesto.
Y
surge así la diferencia fundamental entre ambas concepciones. Mientras que la
versión ilustrada es inductiva, la romántica es deductiva -cuánta complejidad,
pienso mientras me miro en el espejo-. Pero, ¿esto qué quiere decir?
Para
el pensamiento ilustrado el sujeto colectivo se debe construir, teóricamente al
menos, a partir de la unión de los individuos. Es decir, el sujeto colectivo se
debería constituir desde la autonomía de los sujetos particulares y son estos
su fundamento. Y la clave es porque
así no se pierde la autonomía propia de cada sujeto.
Sin
embargo, en la idea romántica es la lógica deductiva lo que prima. Lo primero
es el colectivo, que se pierde en la
historia -o, mejor aún, en el mito- y la identidad de los propios individuos
viene dada por su pertenencia a dicho colectivo. La lógica deductiva aquí
expuesta resulta, por tanto, totalitaria
pues es el sujeto colectivo -el pueblo- el que da sentido a los particulares
–los individuos- y se convierte en su fundamento. La identidad nacional es lo prioritario: el Visça Catalunya!, tan parecido al iArriba España!, es la negación de la autonomía de los sujetos
que allí viven.
Muy
bien, muy listo -¿a que sí?-, pero todo esto ¿qué tiene que ver el derecho a
decidir?. Pues ahora vamos
Cuando
se nos dice que el pueblo catalán tiene derecho a decidir sobre su futuro es
bueno ver que el sujeto de la frase es el
pueblo catalán -sí, resulta evidente que no solo sé de Filosofía, soy un
hombre del Renacimiento-. Así, lo que se nos pide de forma previa es admitir
que existe a priori algo así como el
pueblo catalán: el derecho a decidir es un círculo vicioso. Y como
consecuencia lógica, implicita o explícitamente, se nos pide aceptar la
concepcion deductiva del romanticismo y, con ella, su visión totalitaria.
Pero
alguien podría decir que no y que se debe entender por pueblo catalán una mera propuesta inductiva realizada a partir de
los individuos que viven en Cataluña. Sin embargo, esto se podría demostrar
fácilmente como falso. Efectivamente si pensaran realmente esto quienes creen
en el derecho a decidir, tendrían que
admitir ese derecho para cualquier otro colectivo inductivo -desde ciudades,
comunidades clubes de petanca o
cualquier otro- pues no habría diferencia entre unos y otros. Sin embargo al
negarse a ello, solo tiene derecho a decidir el pueblo catalán como un todo,
están señalando implícitamente que cuando hablan de el pueblo catalán no se refieren a algo inductivo, como podría ser
un mero conjunto de personas, sino a una entidad realmente existente y
sustancial, la nación catalana, que
es el sujeto. Es decir, se pide admitir primero la existencia de dicha nación
y, con esto, la concepción totalitaria del nacionalismo.
De
todo este se derivan así dos cosas.
La
primera es que no se debe admitir el llamado derecho a decidir pues para admitirlo sería necesario defender ese
sujeto previo que es el pueblo catalán,
lo que implicaría, a su vez, la aceptación del pensamiento mítico nacionalista
que es radicalmente falso. El sueño de la Razón produce monstruos, así que es
mejor que aquella no duerma nunca vigilando al pensamiento mítico que incluso
ahora se disfraza de izquierdista.
La
segunda, más grave, es que el derecho a
decidir es contrario a la democracia, y por ello al ideal emancipador de la
izquierda, porque presupone, como hemos analizado, una concepción totalitaria
de la sociedad y de las relaciones de los sujetos. Efectivamente, defender esta
concepción implica que los individuos son secundarios frente a las llamadas
patrias. Diciéndolo en plata: solo se puede defender el derecho a decidir de
Cataluña si a su vez se defiende que España es una unidad destino en lo universal, que Estados Unidos tiene un destino manifiesto o que Alemania, ¡Alemania! por encima de todo. El
espíritu del totalitarismo en estado puro.
Los
adolescentes se creen rebeldes, pero en realidad son conformistas. Sus anhelos
de rebeldía acaban en un cúmulo sentimental cuyo fin es ser arropados en la
camita por mami. La autoproclamada izquierda se siente muy radical pero todo
acaba ante trapos con rayitas y tonadas patrióticas -por supuesto, siempre que
no sean españolas- que emocionan su corazón. Pero esas emociones paletas son la
defensa de que los individuos no valen nada frente a los entes creados por la
superstición y la ignorancia: los llaman patrias, también los llaman pueblos.
De
1861 a 1865 una terrible guerra civil asoló EEUU. Los estados del Sur habían proclamado su
derecho a decidir, cual buenos nacionalistas: querían tener esclavos para sus
plantaciones de algodón. Frente a la dulce tierra de Dixie, con esclavos
y todo pues más románticos no se puede ser, Lincoln era el presidente del Norte
industrial. En Gettysburg, tras una terrible batalla, dio un discurso breve.
Y curiosamente, no le dedicó gran cosa al amor patrio, su indisoluble unidad ni
su glorioso pasado y futuro heroico. En vez de eso, señaló algo que siempre me
intrigó: que aquellos soldados muertos defendiendo a la Unión lo habían hecho
por un gobierno del pueblo, por el pueblo
y para el pueblo. Murieron defendiendo la democracia.
La
democracia es ese gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La
democracia no existe para la patria o la nación sino para la sociedad. En
realidad los demócratas no tenemos patria ni nación, tenemos sociedad. Y en
ella, en el anhelo de una sociedad libre, queremos ingresar cada vez a más
sujetos para que a su vez sean libres. La racionalidad es universal y la
democracia debe ser universal: por eso no admitimos patrias o pueblos previos a
esa misma racionalidad. Los totalitarios lloran con trapos, folclore y
tonadillas patrias mientras los demócratas nos emocionamos con la historia
universal del arte y del pensamiento.
Por
fin, entiendo qué quería decir Lincoln.