La reciente, y no tan reciente, oleada de inmigrantes a las costas de Canarias ha traído el problema de la inmigración a un primer plano. Además, a esto se ha unido el nuevo despropósito de las fuerzas políticas, siempre en busca de voto cautivo, proponiendo el derecho de voto de los inmigrantes. Vamos a intentar analizar las dos cosas. Y en primer lugar, la inmigración en general.
Los cayucos llegan a la costa de Canarias de manera desenfrenada: eso es un hecho. Y la única manera de controlar la situación que se le ha ocurrido al gobierno, tan autoproclamado por el mismo y por sus medios afines como progresista, es la de blindar la frontera. Ya se blindó la costa andaluza, ya se subió la valla de Melilla y, ahora, se pretende blindar la costa atlántica africana. O diciéndolo de un modo menos fino: se pretende encerrarles para que mueran sin hacer ruido. Así, un problema social se convierte en un problema de seguridad de una forma característicamente caciquil: los inmigrantes son tratados como delincuentes al tiempo que la ideología oficial presenta la alianza de civilizaciones. Pero no, por lo visto, de personas.
Pero analicemos, por una vez, racionalmente el tema. ¿Cuál es el fundamento para negarle a nadie la entrada a un país? Si tenemos en cuenta que nosotros somos españoles por una cuestión de azar, es decir, de haber nacido en Senegal seríamos senegaleses, uno no entiende muy bien, al menos racionalmente, la idea de fundamento de esto: los emigrantes no tienen derecho a estar aquí.
Pero, ya se escucha la voz: seamos realistas. Y aquí es donde la idea del nuevo pensamiento político, del cual la socialdemocracia por cierto fue pionera, se desvela: ser realista significa desterrar la justicia y situarse en la pragmática. O diciéndolo con palabras de nuestro progre presidente: tener cintura. Efectivamente, ser realista es sencillamente encerrar a los negritos en sus reservas, que se autodenominan países, y dejarles gobernados por políticos corruptos y miserables –recordar por cierto que la responsabilidad de todo esto no es solo del primer mundo- y que allí mueran sin mucho ruido: excepto en los festivales de música “étnica” (o sea, folclore) donde siempre se podrá escuchar aquel comentario, tan racista él, sobre que los negros, o ahora la gente de color como si el blanco fuera incoloro, tienen el ritmo en la sangre. Así, el realismo es la muerte de los africanos, y en general de los habitantes de los países pobres mientras se alianzan las elites.
¿Pero qué hacer? Porque hasta aquí el lector habrá percibido un tono demagógico que ha consistido en decir que la gente tienen derecho a vivir en cualquier lugar del mundo. Demagogia pura, vaya. Y claro, busca soluciones pragmáticas. Pues vamos a ello. Resultan sorprendentes algunas cosas.
En primer lugar, que nadie señale, a las claras, que el drama de la inmigración no es un drama tanto para el país de acogida, mano de obra barata que se asume por parte de un gobierno que suelta a los inmigrantes ilegales a la calle sin más para pasar así a engrosar la larga lista de la economía sumergida, sino que es un drama para el país de salida pues pierde su única riqueza que es el capital humano (o sea, la mano de obra). Así, la emigración implica el cierre del círculo pues no solo condena al inmigrante a entrar en el lumpenproletariado sino que genera una desigualdad creciente entre países y colabora a la existencia de gobiernos miserables en los países tercermundistas. Y por eso, estos gobiernos permiten la inmigración pues saben que es una válvula de escape de situaciones que podían llegar a ser peligrosas para ellos mismos al tiempo que, de vez en cuando, puede cualquiera de sus embajadores corruptos ponerse digno sobre el trato que se les da aquí a sus ciudadanos (que mientras estuvieron allí fueron súbditos). Así, el primer punto que sorprende es la ausencia de crítica hacia los países que procuran emigrantes tanto en la derecha (que siempre los presenta como una especie de hecho exótico a lo Kipling), como en la izquierda (que siempre echa la culpa a los EEUU y por cierto nunca a Francia)
Pero en segundo lugar, ¿por qué se suelta a los inmigrantes ilegales? Resultaría lo lógico que si no se les puede repatriar, y tratándose de seres humanos, se les mantuviera en condiciones dignas internados hasta que se viera qué se puede hacer con ellos. Pues no, bocadillo, orden de expulsión y a la calle. ¿Por qué? Porque en España, según fuetes oficiales, hay un 20% de economía sumergida, es decir, nuestro Producto Interior Bruto depende en un 20% de la economía sumergida. Y ni usted, ni sus hijos ni yo vamos a trabajar ahí. Pero alguien tendrá que hacerlo: moros, sudacas, rusos y los negratas.
Y hay un tercer punto aún más escandaloso. Cuando alguien sale de su país para probar suerte en otro no lo hace de vacaciones ni de turismo (excepto con una beca Erasmus). Lo hace porque tiene la percepción, cierta en este caso, de que en ese país no hay ya ni futuro. La UE, al igual que EEUU, gasta un 35% de su presupuesto en una agricultura donde trabaja, en la mejor de las cifras, el 5% de la población. Una agricultura hipersubvencinada, inútil, con productos de bajísima calidad pero rentable políticamente. Mientras, los países tercermundistas se despueblan. Nadie relaciona ambos hechos. Pero resulta curioso conocerlos.
Hay una historia espeluznante en Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll. En ella, la morsa y el carpintero invitan a cenar aun grupo de pequeñas ostras. Solo hay un pequeño problema: la cena son las mismas ostras. Y mientras las devoran lloran desconsolados porque las engañaron para acudir.
Los cayucos llegan a la costa de Canarias de manera desenfrenada: eso es un hecho. Y la única manera de controlar la situación que se le ha ocurrido al gobierno, tan autoproclamado por el mismo y por sus medios afines como progresista, es la de blindar la frontera. Ya se blindó la costa andaluza, ya se subió la valla de Melilla y, ahora, se pretende blindar la costa atlántica africana. O diciéndolo de un modo menos fino: se pretende encerrarles para que mueran sin hacer ruido. Así, un problema social se convierte en un problema de seguridad de una forma característicamente caciquil: los inmigrantes son tratados como delincuentes al tiempo que la ideología oficial presenta la alianza de civilizaciones. Pero no, por lo visto, de personas.
Pero analicemos, por una vez, racionalmente el tema. ¿Cuál es el fundamento para negarle a nadie la entrada a un país? Si tenemos en cuenta que nosotros somos españoles por una cuestión de azar, es decir, de haber nacido en Senegal seríamos senegaleses, uno no entiende muy bien, al menos racionalmente, la idea de fundamento de esto: los emigrantes no tienen derecho a estar aquí.
Pero, ya se escucha la voz: seamos realistas. Y aquí es donde la idea del nuevo pensamiento político, del cual la socialdemocracia por cierto fue pionera, se desvela: ser realista significa desterrar la justicia y situarse en la pragmática. O diciéndolo con palabras de nuestro progre presidente: tener cintura. Efectivamente, ser realista es sencillamente encerrar a los negritos en sus reservas, que se autodenominan países, y dejarles gobernados por políticos corruptos y miserables –recordar por cierto que la responsabilidad de todo esto no es solo del primer mundo- y que allí mueran sin mucho ruido: excepto en los festivales de música “étnica” (o sea, folclore) donde siempre se podrá escuchar aquel comentario, tan racista él, sobre que los negros, o ahora la gente de color como si el blanco fuera incoloro, tienen el ritmo en la sangre. Así, el realismo es la muerte de los africanos, y en general de los habitantes de los países pobres mientras se alianzan las elites.
¿Pero qué hacer? Porque hasta aquí el lector habrá percibido un tono demagógico que ha consistido en decir que la gente tienen derecho a vivir en cualquier lugar del mundo. Demagogia pura, vaya. Y claro, busca soluciones pragmáticas. Pues vamos a ello. Resultan sorprendentes algunas cosas.
En primer lugar, que nadie señale, a las claras, que el drama de la inmigración no es un drama tanto para el país de acogida, mano de obra barata que se asume por parte de un gobierno que suelta a los inmigrantes ilegales a la calle sin más para pasar así a engrosar la larga lista de la economía sumergida, sino que es un drama para el país de salida pues pierde su única riqueza que es el capital humano (o sea, la mano de obra). Así, la emigración implica el cierre del círculo pues no solo condena al inmigrante a entrar en el lumpenproletariado sino que genera una desigualdad creciente entre países y colabora a la existencia de gobiernos miserables en los países tercermundistas. Y por eso, estos gobiernos permiten la inmigración pues saben que es una válvula de escape de situaciones que podían llegar a ser peligrosas para ellos mismos al tiempo que, de vez en cuando, puede cualquiera de sus embajadores corruptos ponerse digno sobre el trato que se les da aquí a sus ciudadanos (que mientras estuvieron allí fueron súbditos). Así, el primer punto que sorprende es la ausencia de crítica hacia los países que procuran emigrantes tanto en la derecha (que siempre los presenta como una especie de hecho exótico a lo Kipling), como en la izquierda (que siempre echa la culpa a los EEUU y por cierto nunca a Francia)
Pero en segundo lugar, ¿por qué se suelta a los inmigrantes ilegales? Resultaría lo lógico que si no se les puede repatriar, y tratándose de seres humanos, se les mantuviera en condiciones dignas internados hasta que se viera qué se puede hacer con ellos. Pues no, bocadillo, orden de expulsión y a la calle. ¿Por qué? Porque en España, según fuetes oficiales, hay un 20% de economía sumergida, es decir, nuestro Producto Interior Bruto depende en un 20% de la economía sumergida. Y ni usted, ni sus hijos ni yo vamos a trabajar ahí. Pero alguien tendrá que hacerlo: moros, sudacas, rusos y los negratas.
Y hay un tercer punto aún más escandaloso. Cuando alguien sale de su país para probar suerte en otro no lo hace de vacaciones ni de turismo (excepto con una beca Erasmus). Lo hace porque tiene la percepción, cierta en este caso, de que en ese país no hay ya ni futuro. La UE, al igual que EEUU, gasta un 35% de su presupuesto en una agricultura donde trabaja, en la mejor de las cifras, el 5% de la población. Una agricultura hipersubvencinada, inútil, con productos de bajísima calidad pero rentable políticamente. Mientras, los países tercermundistas se despueblan. Nadie relaciona ambos hechos. Pero resulta curioso conocerlos.
Hay una historia espeluznante en Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll. En ella, la morsa y el carpintero invitan a cenar aun grupo de pequeñas ostras. Solo hay un pequeño problema: la cena son las mismas ostras. Y mientras las devoran lloran desconsolados porque las engañaron para acudir.