El encarnecimiento realizado sobre la pobre doña Eluana Englano, la señora italiana que tras diecisiete años en coma ha logrado morir, por parte del gobierno Berlusconi y de la Iglesia Católica es un tema de interés. Y lo es no tanto por lo que se corresponde al primer ministro italiano, que al fin y al cabo cada día demuestra su miseria moral y aquí no habría hecho sino refrendarla, sino principalmente por la jerarquía católica, sus fieles y su actuación en este suceso. Y es interesante porque la propia religión cristiana se autodenomina religión del amor y, sin embargo, no ha dudado en mantener el sufrimiento sin sentido de una pobre persona hasta límites insufribles, para ella y su familia, cabiendo aquí una doble causa: o bien la jerarquía católica y un montón de sus fieles son un conjunto de desalmados que gustan del sufrimiento ajeno; o bien, y como preferimos nosotros, se está obrando con coherencia de acuerdo al propio credo y entonces lo que hay que analizar no es ya la buena o mala voluntad personal -y estamos convencidos de que la mayoría de los católicos son buenas personas- sino a esa misma religión y su concepto del amor. A eso vamos.
La civilización se define también por evitar el sufrimiento. Por eso, una manera correcta de medir el desarrollo civilizatorio es ver la lucha que desarrolla contra el dolor y como busca convertirlo en innecesario. Y por eso, por ejemplo, la aparición de algo aparentemente tan prosaico como la epidural aplicada al parto es un logro civilizado de primer orden al lograr evitar el dolor innecesario de la madre y superar la maldición del dios rencoroso que no quiso que fuéramos como él. Y en este hecho de empeñarnos en superar el sufrimiento tiene importancia un concepto nuevo de la civilización occidental y que, curiosamente, tiene un origen en el propio judeocristianismo: el tiempo concebido de forma lineal.
Efectivamente, prepárense que va rollo, el tiempo lineal tiene una cualidad intrínseca que es la existencia del futuro como algo absolutamente nuevo en lo fundamental y que además se puede crear por el individuo: la vida le pertenece al tiempo que admite el imprevisto como una negación de ese proyecto. En un tiempo circular, sin embargo y que es el característico de las sociedades antiguas y que guarda relación también con la producción agrícola y la ausencia de una tecnología transformadora, el futuro no se entiende como cambio y transformación sino como un mero acontecer. Así, el cristianismo con su escatología de salvación y segunda venida de Jesús a la tierra, sobre todo cuando los discipulos vieron que esta se retrasaba como Godot, comenzaron a pensar el tiempo de un modo original: como futuro. Simplificamos sin duda, pero vale a nuestro propósito disculpándonos por ello, al decir que el concepto de tiempo del cristianismo rompe de esta manera absolutamente con la tradición clásica en cuanto que presenta una humanidad que camina hacia un logro, el reino de los cielos, y que dicho camino se da en la propia historia, tal y como señaló S. Agustín. Y que dicho camino no es solo global sino también personal: la vida se nos abre a cada uno. Pero hay, también, imprevistos que traicionan ese futuro.
Sin embargo había una trampa en el juego hermoso de un cristianismo tan progresista. El tiempo lineal implicaba efectivamente una pregunta sobre el sentido de la historia y de la propia vida pues ambas se habían convertido, o al menos se podrían convertir, en creación siempre nueva y cuyo presente y pasado revertirían en el futuro. Así, cabía preguntarse por el sentido de esa propia historia y la propia existencia y por cada momento que en ella pasara: cabía preguntar por qué ocurría eso y para qué. El cristianismo se aplicó a la hstoria e inventó la teoría de la providencia: todo formaba parte de un plan divino imposible de comprender por nuestro limitado intelecto. Pero hubo que esperar a la Modernidad y a la idea de sujeto para que esa cuestión esencial se aplicará a la individualidad personal y su sufrimiento. ¿Por qué el cristianismo nunca hizo una reflexión profunda de él? Poque esta pregunta se evitó de principio, falsamente, recurriendo de nuevo al tiempo lineal, pero esta vez presentándolo en su prolongación indefinida. Efectivamente, el cristianismo se basó en la eternidad de Dios y la inmortalidad en el alma para ver el tiempo desde la infinitud y no desde la urgencia de una vida reducida a, en la estadística actual, solo unos ochenta años. Así, la importancia de la vida individual como tal se diluía en la visión divina que todo lo percibía desde su propia eternidad y grandeza intemporal: él, producto de la propia imaginación humana, no tenía que moriri para siempre. Y de esta manera la religión cristiana adoptó en su moral una visión de la eternidad que incluía, necesariamente y no como algo adyacente a la teoría, la denominada otra vida: una eternidad personal en la resurrección. De esta forma el tiempo de existencia en el único mundo que existe, este valle de lágrimas, se volvió insignificante y como consecuencia el sufrimiento presente, en un cálculo especulativo que pasó a denominarse economía de salvación, resultaba minimizado frente a la dicha de la inmortalidad con la contemplación beatífica del rostro de Dios. Doña Eluana podría estar entubada años entero sin esperanza ni conciencia pues la inversión para ese sufrimiento era la vida eterna de felicidad. Pero después, eso sí, de esta.
La religión del amor, y que como tal tuvo un importantísimo y progresista papel histórico, se había así deshumanizado frente a la aparición de la Modernidad y su idea de sujeto, pues su medida temporal para juzgar los hechos no respondía a lo humano sino a las fantasías místicas y trascendentes, que no son sino superstición, de la eternidad. Por eso el cristianismo reclamó la piedad -donde surge la lástima desde la intercesión de Dios y se refuerza así la fe- pero careció, y carece, de compasión -la capacidad de sentir con el otro- pues para eso la condición es la igualdad de ambos, quien compadece y quien es compadecido, en el tiempo de la mortalidad: que el sufrimiento no es inversión para nada sino solo dolor innecesario. Seguramente alguien estará pensando que es esto una llamada al hedonismo -como la tonta campaña esa de los pseudoateos avergozados que tras plantear la posibilidad de que Dios no exista, ¡pues vaya ateos!, invitan a la gente a disfrutar de la vida-. Lejos de eso, y como ya hemos señalado en otras ocasiones, es el propio cristianismo el que acabó convirtiendo la vida en pura búsqueda hedonista pues su finalidad es la felicidad perfecta en la eternidad. Y por eso puede dejar sufrir, con total coherencia, a cualquier persona durante un breve plazo de tiempo -algo así como todo el resto de su vida, algo así como diecisiete años de una media estadística de ochenta- pues esperan ilusionados, en todos los sentidos de la palabra, la posterior vida eterna. Y al negar dicho cálculo, lógicamente, los malos y criminales somos aquellos que no queremos el sufrimiento sin sentido. No tenemos eso que se llama espíritu de trascendencia. No somos, en definitiva, supersticiosos.