Voy en el metro sentado. Entra una señora a la que le asoma una tripa prominente. Surge el dilema: ¿está gorda o embarazada? La cuestión parece tonta -hay sin duda otros más importantes como: ¿por qué algo en lugar de nada? o ¿ser o no ser?- pero es duro. Si está embarazada y me levanto actúo de forma tal que ayudo al otro; si me levanto y, sin embargo, está gorda, al cederle mi asiento le hago saber que su tripa me ha hecho creer que está embarazada. Y seguramente eso la humille. Quizás todo este problema suene a ridículo. Quizás sea un estúpido síntoma de pensar en el otro. Es, en definitiva, la buena educación.
La buena educación es efectivamente pensar en el otro. La cortesía consiste precisamente en ser capaz de comprender que existe alguien más que uno mismo y que en ese existir no solo está implícita su individualidad sino también la nuestra. Nos preocupamos por él y hacemos algo por él: dejarle pasar, prestarle la chaqueta, levantarnos del asiento,… No es desprenderse de uno mismo, lo cual sería profundamente reaccionario pues el yo es una conquista para la emancipación, sino algo mucho más racional y progresista: es dotar al extraño de un yo de forma independiente a nuestros pensamientos sobre él e incluso a nuestro conocimiento sobre su persona. Quien está bien educado, quien tiene cortesía, se preocupa del bienestar del otro en la situación social concreta en que se hallan dando así pie a su reconocimiento como sujeto.
Pero, ¿no es la cortesía un principio de dominación social? ¿No es la norma de urbanidad una negación de la espontaneidad de las relaciones humanas -ah la espontaneidad tan querida por los animales- y un principio de desigualdad?
Comencemos por la desigualdad. Precisamente la buena educación, la cortesía, es un principio básico de igualdad pues concede al otro un estatus de importancia tal que implica cuidar nuestros propios actos por él y hacia él. La persona cortés considera tan importante al otro que incluso está dispuesto a realizar actos gravosos para él mismo, y a mi edad ya me cuesta levantarme en el metro, y a favor de aquel desconocido independientemente de su categoría social. Y en esa independencia de la categoría social se distingue la urbanidad del protocolo. Las sociedades donde las divisiones sociales establecen rígidos grupos de separación, como las castas indias o la sociedad estamental, presentan esa misma división en la cortesía: no se trata a todos los miembros de la sociedad como iguales sino a través de reglas, un protocolo, que lo que buscan precisamente es distinguir a sus miembros y dejar claras las diferencias. Hay así unas normas para los poderosos, que deben ser tratados mejor y con más respeto, y otra para los socialmente débiles, que pueden ser tratados como casi animales. Esto se vería reflejado, por ejemplo, en el amor cortesano donde las aristócratas son princesas y el resto de las mujeres son chusma o piernas abiertas, algo de esto sabe El Quijote. O en el magnífico discurso en que Patrice Lumumba, luego asesinado, señalaba la diferencia en el uso entre el tú (para los negros) y el usted (para los blancos) en el Congo. Y así, de hecho, la persona bien educada no se descubre en el trato al superior jerárquico social sino, precisamente, cuando se relaciona con individuos que desarrollan en su trabajo una posición de servicio hacia él: en el bar con el camarero, con la dependiente de la tienda o con la persona que, por ejemplo, le limpia la casa. No es el usted y el tú, sino la igualdad en el respeto. Así, lejos de ser como pretendió cierta izquierda un principio de estratificación social la buena educación es lo contrario: es un principio de igualdad. ¿Por qué? Porque la urbanidad auténtica es el trato igual más allá de las diferencias que la división social del trabajo ha generado entre los individuos. Y existe, al tratar así, la idea latente de que el sujeto es más que su condición social concreta.
Pero, ¿no es la cortesía una hipocresía social, una perdida de autenticidad en las relaciones? Sin duda, la autenticidad está excesivamente sobrevalorada. Y la gente tiene una, cuando menos, muy condescendiente imagen de su propia personalidad. Tan condescendiente es esta imagen que cree que su forma de ser sería más agradable para todos, y no solo para aquellos que eligieron ser sus amigos, presentada tal cual que mediada tras las normas de urbanidad puestas para el trato. Y en esta creencia late el egocentrismo adolescente. El sujeto que actúa así, siempre de forma auténtica y que se debe definir socialmente como el pesado o el imbécil, busca imponer su propio yo sin respetar el derecho de los otros a no vislumbrarlo. Porque hay que respetar que a los otros no les interesemos. Es decir, falta al respeto. Efectivamente, la invasión de la esfera privada del otro -que pasa desde el tuteo masivo en cualquier circunstancia social, y esto se ve en el spot televisivo como ejemplo máximo donde todos somos ya colegas, hasta contar a desconocidos todos los aspectos de la vida privada- no es sino faltar al respeto que merece todo el mundo en cuanto preservar una faceta de su intimidad como propia y solo darla a conocer a aquellos a los que se desea. Así, detrás de aquel que habita en la autenticidad está el egocéntrico: su yo se considera tan importante que a todo el mundo debe interesar. Sin contar, precisamente, con el deseo de todo ese mundo tan ajeno.
Hay una historia que suelo contar y que unos atribuyen a Alfonso XIII y otros a algún otro personaje histórico. Se cuenta que en una comida con alcaldes de pueblo, y lo que aquello significaba entonces, de primer plato se puso marisco y al acabar sirvieron a cada uno un cuenco con rodajas de limón para limpiarse los dedos. Y, al parecer, uno de aquellos individuos ni corto mi perezoso cogió el cuenco, lo acercó a los labios y se lo bebió creyendo que era otro plato. Las risas comenzaron a aflorar: tan ridículo. Y aquel anfitrión, para unos Alfonso XIII para otros cualquier otro porque no es de buena educación alardear de lo que se hace bien, cogió su cuenco y también lo bebió obligando así a los que se reían a hacer lo mismo por servilismo. Ese es la buena educación: pensar en el otro.
La buena educación es efectivamente pensar en el otro. La cortesía consiste precisamente en ser capaz de comprender que existe alguien más que uno mismo y que en ese existir no solo está implícita su individualidad sino también la nuestra. Nos preocupamos por él y hacemos algo por él: dejarle pasar, prestarle la chaqueta, levantarnos del asiento,… No es desprenderse de uno mismo, lo cual sería profundamente reaccionario pues el yo es una conquista para la emancipación, sino algo mucho más racional y progresista: es dotar al extraño de un yo de forma independiente a nuestros pensamientos sobre él e incluso a nuestro conocimiento sobre su persona. Quien está bien educado, quien tiene cortesía, se preocupa del bienestar del otro en la situación social concreta en que se hallan dando así pie a su reconocimiento como sujeto.
Pero, ¿no es la cortesía un principio de dominación social? ¿No es la norma de urbanidad una negación de la espontaneidad de las relaciones humanas -ah la espontaneidad tan querida por los animales- y un principio de desigualdad?
Comencemos por la desigualdad. Precisamente la buena educación, la cortesía, es un principio básico de igualdad pues concede al otro un estatus de importancia tal que implica cuidar nuestros propios actos por él y hacia él. La persona cortés considera tan importante al otro que incluso está dispuesto a realizar actos gravosos para él mismo, y a mi edad ya me cuesta levantarme en el metro, y a favor de aquel desconocido independientemente de su categoría social. Y en esa independencia de la categoría social se distingue la urbanidad del protocolo. Las sociedades donde las divisiones sociales establecen rígidos grupos de separación, como las castas indias o la sociedad estamental, presentan esa misma división en la cortesía: no se trata a todos los miembros de la sociedad como iguales sino a través de reglas, un protocolo, que lo que buscan precisamente es distinguir a sus miembros y dejar claras las diferencias. Hay así unas normas para los poderosos, que deben ser tratados mejor y con más respeto, y otra para los socialmente débiles, que pueden ser tratados como casi animales. Esto se vería reflejado, por ejemplo, en el amor cortesano donde las aristócratas son princesas y el resto de las mujeres son chusma o piernas abiertas, algo de esto sabe El Quijote. O en el magnífico discurso en que Patrice Lumumba, luego asesinado, señalaba la diferencia en el uso entre el tú (para los negros) y el usted (para los blancos) en el Congo. Y así, de hecho, la persona bien educada no se descubre en el trato al superior jerárquico social sino, precisamente, cuando se relaciona con individuos que desarrollan en su trabajo una posición de servicio hacia él: en el bar con el camarero, con la dependiente de la tienda o con la persona que, por ejemplo, le limpia la casa. No es el usted y el tú, sino la igualdad en el respeto. Así, lejos de ser como pretendió cierta izquierda un principio de estratificación social la buena educación es lo contrario: es un principio de igualdad. ¿Por qué? Porque la urbanidad auténtica es el trato igual más allá de las diferencias que la división social del trabajo ha generado entre los individuos. Y existe, al tratar así, la idea latente de que el sujeto es más que su condición social concreta.
Pero, ¿no es la cortesía una hipocresía social, una perdida de autenticidad en las relaciones? Sin duda, la autenticidad está excesivamente sobrevalorada. Y la gente tiene una, cuando menos, muy condescendiente imagen de su propia personalidad. Tan condescendiente es esta imagen que cree que su forma de ser sería más agradable para todos, y no solo para aquellos que eligieron ser sus amigos, presentada tal cual que mediada tras las normas de urbanidad puestas para el trato. Y en esta creencia late el egocentrismo adolescente. El sujeto que actúa así, siempre de forma auténtica y que se debe definir socialmente como el pesado o el imbécil, busca imponer su propio yo sin respetar el derecho de los otros a no vislumbrarlo. Porque hay que respetar que a los otros no les interesemos. Es decir, falta al respeto. Efectivamente, la invasión de la esfera privada del otro -que pasa desde el tuteo masivo en cualquier circunstancia social, y esto se ve en el spot televisivo como ejemplo máximo donde todos somos ya colegas, hasta contar a desconocidos todos los aspectos de la vida privada- no es sino faltar al respeto que merece todo el mundo en cuanto preservar una faceta de su intimidad como propia y solo darla a conocer a aquellos a los que se desea. Así, detrás de aquel que habita en la autenticidad está el egocéntrico: su yo se considera tan importante que a todo el mundo debe interesar. Sin contar, precisamente, con el deseo de todo ese mundo tan ajeno.
Hay una historia que suelo contar y que unos atribuyen a Alfonso XIII y otros a algún otro personaje histórico. Se cuenta que en una comida con alcaldes de pueblo, y lo que aquello significaba entonces, de primer plato se puso marisco y al acabar sirvieron a cada uno un cuenco con rodajas de limón para limpiarse los dedos. Y, al parecer, uno de aquellos individuos ni corto mi perezoso cogió el cuenco, lo acercó a los labios y se lo bebió creyendo que era otro plato. Las risas comenzaron a aflorar: tan ridículo. Y aquel anfitrión, para unos Alfonso XIII para otros cualquier otro porque no es de buena educación alardear de lo que se hace bien, cogió su cuenco y también lo bebió obligando así a los que se reían a hacer lo mismo por servilismo. Ese es la buena educación: pensar en el otro.