En el
artículo anterior sobre este tema presentábamos el ideal del arte moderno. Decíamos que buscaba la universalidad ya que, al contrario del arte anterior cuya base formal era la escena dibujada, el moderno pretendía tener como base formal la luz, el color y la forma estética pensando con ello evitar la mediación cultural que implicaba, necesariamente, el conocimiento cultural de la escena presentada y con ello la posición social del espectador que le permitiría, o no, llegar a ese conocimiento. Luz, color y forma se presentarían, así, como algo perceptible inmediatamente para cualquier ser humano independientemente de su nivel cultural. Y con ello, el ansia de universalidad del arte moderno sería a su vez una crítica al mundo alienado por la sociedad capitalista donde lo humano se reducía a la propia condición social: lo universal era el arte y lo discriminador el entorno social capitalista. El arte moderno pretendía de esta manera ser popular y revolucionario.
Sin embargo, el fracaso fue rotundo y el arte que pretendía ser universal acabó confinado en la galería de arte y en una élite. ¿Por qué? En esta segunda parte –pero no la última: esto es como los folletines que se extiende sin límite- pretendemos criticar la idea propia del arte moderno desde una perspectiva estética y sociológica. Y en una tercera parte analizar cómo este fracaso llevó al arte moderno a la galería de arte como su lugar natural. Pero antes, y que debido a nuestra torpeza seguramente no hayamos sabido expresar, queremos decir que por supuesto el valor concreto de las obras del arte moderno, las hay buenísimas y malísimas, no guarda relación con esta reflexión general. Aquí se analiza no un criterio estético academicista sino una reflexión sociológica y política sobre la función del arte moderno.
En primer lugar, el arte moderno fue como idea un fracaso antropológico basado en una concepción feliz e ingenua de la naturaleza humana, casi de tintes rusonianos. El arte moderno partía de una idea pura del ser humano que sin embargo, como en Rousseau, era una falsedad. Efectivamente, esta idea pretendía una naturaleza bondadosa y casi espiritual enfrentada a una sociedad corrupta y que por tanto exigía, como utopía, volver a esa realidad. Se trataba de recuperar, y no crear, lo humano: también el arte moderno vivió la falsa utopía de unas sociedades primitivas felices –como se ve en el aprecio al arte africano- enfrentadas al mundo actual, ahí sí de forma verdadera, desdichado. Sin embargo, y frente a esto, el arte no era natural sino que ya era el resultado de una mediación social -y aún más lo sería el arte moderno caracterizado por sus vanguardias-. Efectivamente, el arte no era algo genuinamente humano sino algo producido, en cuanto a condición necesaria, por la división social del trabajo. Podía ser cierto que la dimensión estética perteneciera a la naturaleza humana, creo que sí pero se podría discutir, pero el arte era algo más que esa actitud estética y por ello tenía un componente social indispensable. Así, el arte nació haciendo ya una clara distinción en su publico: no estaba pensado para las masas, cuya única función social era mantener el status quo al que también pertenecía el propio creador artístico, sino para las élites que eran mantenidas económicamente por esas mismas masas. Y sus códigos de producción e interpretación, por tanto, eran los propios de las élites. Y eso mismo se reconoce cuando se denominó arte popular, y no arte a secas, a las expresiones estéticas que generó esa masa: algo, y es verdad, alejado de la profundidad intelectual y formal del arte minoritario. Así el arte desde sus orígenes resultó alejado de la gran masa social e incluso llegó a ser autoconsciente de ello como se ve cuando a partir del Renacimiento buscó la separación de los artesanos. El arte como tal, en cuanto a expresión y disfrute, no era un uso popular sino de las élites. Lejos de ser lo genuinamente humano era una prueba máxima de la mediación social y su injusticia pues solo se podía disfrutar plenamente a partir de cierta posición social. El arte, como la misma Filosofía, pertenecía a un mundo ajeno a la necesidad, donde vivía la mayoría de la población, y existían en la cultura, cuya existencia solo compartían con las élites económicas y sociales. El arte, en definitiva, debía su existencia no al alma bella sino a la explotación social.
Pero había aún algo más peligroso como pecado original: la figura del propio artista. Fue el Romanticismo -nota: un movimiento imprescindible y un movimiento terrorífico- quien creó el mito del artista como la presencia de lo universal: era lo genuinamente humano. Así, el artista romántico, y es la idea que se extendió y se extiende a partir de entonces, era la representación de lo más humano frente a la sociedad y por eso se presentaba, lo que llevaría a la ñoñería de bohemias y malditismos, como enfrentado a ellas. El artista tenía una doble perspectiva: por un lado, era la privilegiada singularidad del genio; por otro, era por ello mismo la visión genuina de lo humano que alcanzaba el universal. Sin embargo, el genio era, a su vez, un producto social. Y su socialización, e incluso su aparatoso rechazo, no eran sino procedentes de una realidad social determinada.
El arte moderno así partió de un doble pecado original en su concepción filosófica. Nada en el arte era, afortunadamente, propio de la naturaleza de un primate. Todo era pura mediación social en la que el propio arte había tenido como condición de necesidad en su surgimiento la propia e injusta división social del trabajo. Sin embargo, y al tiempo, el arte era una reclamación de lo humano en su misma existencia, como la Filosofía de nuevo, porque pretendía precisamente convertirse en un lenguaje universal. La dialéctica del arte, como fruto de la injusticia pero al tiempo como presencia de lo más humano por ser lo culturalmente más sofisticado, no era así atendida.
Y, por último, había surgido también un problema formal: la fotografía. Hasta el siglo XIX, más o menos, la tarea de las artes visuales, de las que aquí estamos fundamentalmente hablando, había sido el intento de copiar la percepción humana. La pintura especialmente había progresado como forma buscando ser fiel al ojo en su captación de la realidad. Por ello, el dibujo mismo y la perspectiva habían reinado dejando a la luz y el color a su servicio.
Las meninas serían así el exponente máximo de ese arte donde la ilusión de la tridimensionalidad era perfecta. Sin embargo, la aparición de la fotografía había herido de muerte esta perspectiva. La pintura ya no podía competir con la mera plasmación de la representación del ojo humano que era captado fielmente, al menos a simple vista y valga el dicho, por la nueva realidad tecnológica. Por eso, también, la pintura, y con ella la escultura, se lanzó a explorar nuevas realidades. Y por ello llegó a plantear el problema formal de la inmediatez de los humano que la fotografía, para la que era necesaria un hecho tecnológico, no podía plantear. Así, al querer separarse la pintura de la tradición formal del ojo humano no solo buscaba una forma técnica nueva sino también un discurso teórico –lo que, por cierto, tampoco era nuevo-. Y esta necesidad de un nuevo discurso sobre el arte implicaba una formulación conceptual que incluía lo aquí criticado y, luego, elementos concretos en cada movimiento. Surgía así un análisis intelectual cada vez más sofisticado que el gran público desconocía. Así, los manifiestos, cada movimiento con el suyo, mostraban el esfuerzo conceptual del arte moderno como paradoja de su presunta búsqueda de la inmediatez. Y así, el arte moderno se negaba, otra paradoja fue que lo hiciera con razón, a sí mismo.
De esta manera, el arte moderno no logró ni su inmediatez ni su popularidad. Pero no hay nada peor en un análisis pretendidamente histórico que hablar desde grandes conceptos que se pueden amoldar a todo. Por ello, en el próximo, y de verdad espero que último artículo para motivar al heroico lector que haya llegado hasta aquí, entraremos ya en concreto en la historia del arte moderno desde el Impresionismo hasta ahora. Y cómo su fracaso se expone cada año, o cada dos, en su mercado.