Nota previa: el original de este artículo fue publicado en 2013. Lamentablemente, sigue siendo actual.
La revolución social del siglo XIX no puede
sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su
propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el
pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de
la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La
revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos,
para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el
contenido; aquí, el contenido desborda la frase.
Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis
Bonaparte.
Otra
vez es 12 de octubre y otra vez resulta aburrido. Las conmemoraciones patrias
es lo que tienen. Pero siempre hay algo que salpimienta el hecho –sí, metáfora
gastronómica- y esta vez ha sido el furor de la crítica de la autoproclamada izquierda
en las redes sociales contra la fecha: que si pérdida de libertad de los
indígenas, que si genocidio, que si había que pedir perdón... Crítica
reaccionaria pero crítica al fin.
¿Reaccionaria?
Ya está, piensa el lector comprometido, el imbécil este con su dandismo. Bueno,
un poco sí, hipócrita lector –a
veces, me gusto-, pero otro poco pretendemos que sean argumentos. Empecemos.
Cuando
se habla sobre hechos históricos y se relacionan con la moral, para juzgarlo
como buenos o malos o inocentes o culpables,
hay que caminar con pies de plomo. Pero mayor problema surge aún cuando se
habla de justicia histórica. Efectivamente, la justicia en la historia no es un
concepto sencillo. La ñoña memoria histórica ha hecho mucho daño dando a
entender que la justicia histórica es distinguir entre buenos -que curiosamente
siempre tienen nuestras ideas políticas- y malos –ya saben, quienes no las
tienen- y recuperar a los buenos con nuestro homenaje.
Aunque,
paradoja, estén muertos.
Y
el problema surge porque esto acaba dejando de lado el carácter de disciplina
científica de la historia y la convierte en algo así como una escatología de
salvación. El fin último de la historia ya no es conocer profundamente el
pasado sino hacerlo presente y rescatarlo. Hay una expresión del fascismo que
lo ejemplifica muy bien: ¡Caídos por Dios y por España, presentes! La memoria
histórica es así el recuerdo muy emocionado de los caídos por Dios y por España
-a veces me lío- y su homenaje. Hacerlos presentes, aunque estén muertos.
Sin
embargo, la historia no debe tener ese anhelo de justicia sino un anhelo de
objetividad si desea ser una disciplina científica. Y no debe tenerlo porque la
historia como ciencia debe buscar remitirse al Ser -a lo que ocurrió- y no
al Deber Ser –a lo que debería, o
hubiera sido justo, haber ocurrido-. La historia, si quiere ser una disciplina
científica, deberá ser descriptiva y no
compuesta por juicios valorativos. Y gracias a ese anhelo de objetividad, se ha
pasado de la crónica hagiográfica del héroe, o despectiva del villano, al
estudio social que pretende completitud. Sería triste volver a la vida de los
santos -o de los revolucionarios incansables- y leer los libros de historia con
la emoción del converso. Porque, otra paradoja, eso no haría nunca justicia al
pasado como tal pasado sino que traería la identificación plena con el presente
y con ella el conservadurismo.
Todo esto no quiere decir, por supuesto, que la historia esté
exenta de ideología ni tampoco que no se
puedan analizar valorativamente, e incluso moralmente, los acontecimientos
pasados sino otra cosa bien distinta. Intenta expresar que el análisis moral de
un hecho histórico no puede realizarse tal y como se hace dicho análisis en un
hecho personal, sino que siempre debe de tener en cuenta, precisamente, el
conocimiento objetivo, o al menos el más objetivo posible, de la época
histórica. La justicia en la historia implica previamente la justicia para la historia.
Y esta requiere, a su vez, del conocimiento objetivo. Y nunca, por tanto, pretende
hacer vivo el pasado o hacerle justicia en el presente pues es consciente de
que aquellos injustamente tratados nunca podrás ser resarcidos de su dolor. La
historia, en definitiva, no es una compañía de seguros.
La
conquista española de América es sin duda un hito histórico. Por supuesto esto
no quiere decir que se nos inflame el corazón patrio cada 12 de octubre. Por
hito entendemos algo fundamental en la historia. Gengis Khan y el imperio mongol
fue un hito, Roma fue otro. El imperio
turco otro más, o el Imperio Británico. De esta forma, el Imperio español pertenece la historia. Y por eso cuando se le
juzga hay que hacerlo de acuerdo a lo explicado más arriba. Y al hacerlo así se
rompen mitos que disfrazados de progresistas, no esconden sino el tufillo de la
reacción y el racismo.
¿Reacción
y Racismo? Efectivamente. Por partes.
En
primer lugar hay un tufillo racista en todo esto. Las civilizaciones indígenas
americanas no eran sino una estructura social barbárica de opresión hacia sus
habitantes. Efectivamente, la idea de una especie de paraíso indigenista choca
con la realidad de unas civilizaciones
sanguinarias y opresivas, seguramente las más sanguinarias de la historia. Y
aquí empieza el racismo. Quienes no dudan, con razón, de calificar al poder social renacentista española, y aún
más en el barroco, de opresivo hacia lo humano sin embargo presentan las
sociedades precolombinas como idealizaciones del buen –poco- salvaje –mucho-.
Quienes tienen siempre en su boca la Inquisición miran el sacrificio humano
recurrente y sistemático como si fuera un parque temático de la diversidad.
Quienes se burlan de la filosofía Escolástica y la tachan de atrasada abrazan
la imbecilidad mítica de la Pachamama y su ignorancia. Así, implícitamente aparece
un ideal racista. Y lo es porque curiosamente al criticar lo occidental se basan,
correctamente, en su acción contraria a los derechos de los habitantes, pero,
al no criticar de la misma manera a la sociedad precolombina, se infiere el
racismo de que sus habitantes no deben disfrutar de tantos derechos como los
occidentales: doble rasero. Los indios, así piensa el autodenomina
izquierdista, antes de humanos son indios, y deben cumplir su papel: hacer el
indio. Y esto se ve también cuando se defienden dictaduras por su contexto histórico
–unas sí y otras no- o se es comprensivo con religiones barbáricas como el
Islam –al fin y al cabo los moros no son ni blancos ni occidentales- y sin
embargo se pone el grito en el cielo por anuncios presumiblemente machistas y
que no puede ser admitidos por los derechos de la mujer, ay, blanca y
occidental.
Pero,
el segundo aspecto, más ideológico y más profundo, es la mentalidad
reaccionaria que esto encierra. Efectivamente, el problema aquí surge por el fundamento de la crítica a la conquista
española. Y esto es básico. La crítica a dicha conquista, se observará, no se
basa en los derechos de los indígenas -pues eso implicaría a su vez la crítica feroz,
al menos tanto como a la civilización española, de las civilizaciones precolombinas-
sino a la ruptura de su cultura, llamemosla así, y su forma de vida tradicional.
De esta forma, como ya hemos señalado, esta vida tradicional se convierte en el
ideal para el juicio moral y desde allí es donde la conquista española, que
lógicamente la destruye, se transforma en mala. Surge así un romanticismo ñoño,
sin la profundidad del de Rousseau del que tampoco somos fans, que solo acepta,
aquí como realidad presuntamente histórica, el mito del buen salvaje pero no su
superación. Y surge el problema del fundamento pues este se soluciona
remitiéndose a un ideal pasado que no se sostiene históricamente. Es aquello
que en España ocurre con la República y que en América pasa por los llamados
movimientos indigenistas.
Y
el problema comienza precisamente porque al situar el fundamento en una época
histórica anterior, el pensamiento o se convierte en mito, falsificando ese
pasado como en los dos casos anteriormente citados y presentándolos como
carentes de contradicciones, o se convierte en reaccionario porque incita a la
creencia de que lo bueno es la forma de vida tradicional, incluyendo entregar
el corazón vivo al sol y hacer una bonita pared con cráneos. Lo que se ha dado
es lo que debería darse.
Puede
parecer esto superfluo pero es lo fundamental. Hay una frase de Marx, que
encabeza este texto, que representa, tal vez, de lo más vigente de su
pensamiento. En ella se señala que la revolución no debe buscar su fundamento
en la historia, que no es más que la tragedia de la humanidad, sino en el
futuro. La tradición, desde Aristóteles, había situado el fundamento hacia atrás
en el tiempo. Precisamente, el cambio de la Modernidad será hacerlo en el
futuro. La conquista de América fue un, otro, episodio brutal de esa tragedia
que es la historia. Pero, como lo fueron los aztecas o los mayas. Lo que
importa no es buscar el fundamento de su maldad en el pasado, incluso
recordemos: estaban en la edad de piedra, sino en el futuro. Lo que importa es
explicar que el 12 de octubre, en realidad, fue tan brutal para los indígenas
americanos como cada día anterior de sus vidas y que nada salvará el dolor de
las víctimas de la historia. Pero el dolor del presente solo podrá conjurarse
en el porvenir y no en el polvo de un pasado que nunca fue como nos gustaría
que hubiera sido.
La
Pachamama es una basura histórica. La Escolástica es arqueología. Sólo desde un
pensamiento que se niega a repetir las fórmulas de lo ya acontecido es posible
enfrentarse al presente. El pasado nos pide solo creer, el futuro nos exige pensar.
3 comentarios:
“...fue tan brutal para los indígenas americanos como cada día anterior de sus vidas...”
Genial resumen del Descubrimiento.
Y si no fuera así, merecería la pena falsear la historia, para que se pudiera ajustara a su frase.
Un Oyente de Federico
Acabo de leer el artículo y creo que hablar de la objetividad historiográfica a la vez que se dice que ciertos pueblos fueron, "seguramente", los más sanguinarios de la historia (¿no es esto un juicio valorativo?), es cuanto menos contradictorio. ¿Acaso escribe con cifras reales en la mano? Porque temo que eso es imposible. Las crónicas de los conquistadores son manifiestamente falsas a la hora de darnos cifras de sacrificios humanos en las sociedades precolombinas. Un simple cálculo de la media de sacrificios que deberían haberse dado por minuto tira por tierra lo que escribieron autores tan relevantes como Fray Bernardino de Sahagún. Con esto no quiero decir que los aztecas sacrificaran a cuatro personas contadas, sino señalar el error que supone aceptar sin miramientos ni mirada crítica lo que nos ofrecen determinadas fuentes.
Por otro lado, en cuanto a aquello de catalogar una determinada sociedad como sanguinaria, está cometiendo el mismo error que cree ver en sus rivales: está juzgando acontecimientos que no solo pertenecen al pasado, sino a otra sociedad con sus propios valores éticos y morales, según su propia escala de valores. Para un azteca, su sociedad no sería sanguinaria en absoluto porque el sacrificio humano tenía una vinculación con la estabilidad y el futuro de la misma pero, para un castellano del siglo XVI, seguramente sí. Y usted reproduce esa interpretación sesgada que el castellano hizo de los pueblos americanos, los juzga como sanguinarios y no tiene en cuenta la fuerza que tienen las estructuras y superestructuras de una sociedad distinta a la suya a la hora de condicionar sus prácticas como grupo.
Dicho esto, coincido con la idea general de texto porque, además de lo que se arguye, los estados surgidos tras la independencia de las colonias continuaron la labor de desarticulación de las sociedades indígenas. Esos mismos estados son los que ahora se postulan como portavocesde lo que queda de estos pueblos.
Un saludo.
Mantengo lo dicho en mi comentario del 2013.
La frase “...fue tan brutal para los indígenas americanos como cada día anterior de sus vidas...” me sigue pareciendo genial.
Si Ud. sigue estando de acuerdo con su comentario de hace siete años y a mí me sigue pareciendo magnífico ¿significa que no hemos aprendido nada durante este tiempo?, ¿o qué Ud. tuvo toda la razón en aquel momento?
Un Oyente de Federico
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