Advertía
Hume de que la simple sucesión de fenómenos no debía llevarnos a establecer
nexos causales entre ellos. Pero a
veces, en muy escasas ocasiones, hay que dejarse llevar por una especie de
justicia poética.
Que un
autor no esté de acuerdo contigo no quiere decir que sea un mal filósofo o un
personaje prescindible. Para mí, Heidegger
o Wittgenstein son unos peligrosos reaccionarios filosóficos pero, sin duda,
son los dos filósofos más relevantes del siglo XX.
Los
filósofos frecuentemente son gente pedante. Confunden la profundidad con la
ininteligibilidad. Si un filósofo es claro en sus explicaciones correrá el
riesgo entonces de ser acusado de superficial.
Decía
Ortega: “La claridad es la cortesía de los filósofos”
Yo
nunca situaría a Ortega entre los filósofos más importantes de la historia. Sí
lo haría, a mi pesar, con Heidegger, Wittgenstein . O con, sujeto de una enorme
injusticia, el genial Comte. Pero sin duda Ortega es el filósofo español más
relevante: de aquí a Lima. Y compararlo con la cursi de Zambrano, como hacen algunos, no cabe. Quizás Unamuno, si hubiera querido, le habría hecho sombra.
El pasado
sábado fui a la Universidad Complutense de Madrid para participar, bueno
participaba mi alumno, en la Olimpiadas Filosóficas de España -es de justicia: ejemplar el trabajo de la gente que lo organiza-. Y al pasar por
la estatua de Ortega observé que un imbécil había puesto debajo “charlatán”.
Y al
llegar a la puerta de entrada había este cartel: se aprueba por unanimidad ser felices.
Pese a
la advertencia racional de Hume, la justicia poética exige que el mismo imbécil
que puso charlatán pegara el cartel. Y así Ortega queda eximido de culpa: un imbécil no daña la reputación de una persona. Ni tan siquiera, la de un filósofo.
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