Hay, al menos, dos formas de enfrentarse a la barbarie. Una es insultarla sin más, otra es argumentar en su contra. Sin duda, hay un sentimiento noble cuando se la insulta pero, a su vez, entramos en su dinámica. Por eso, la verdadera respuesta ante la barbarie es la argumentación. Lo que ella nunca podría hacer.
Cada 15 de septiembre, un montón de bestias persiguen a un pobre toro para matarlo en una, por lo visto primitiva localidad, llamada Tordesillas. Yo también tengo una vida vacía pero me distingo de semejantes seres por dos motivos: por un lado, no disfruto con el sufrimiento ajeno; por otro, alguna vez leí y acabé un libro.
Pero mostrar la repulsa ante lo que ocurre entre seres elementales, a los que tal vez no quepa exigirles mayor responsabilidad moral que al mismo toro asesinado en aras de esa basura popular llamada tradición, no debe llevarnos como antes hemos señalado al insulto. Por eso, antes de topar con él, paramos aquí esta objetiva descripción antropológica de los hechos.
Y por eso, pasamos a la argumentación.
Este artículo lo publicamos hace tiempo, sin embargo consideramos, tal vez por vagancia para no escribir otro, que conserva vigencia. El original está aquí, pero ahora, para mayor comodidad, se lo reproducimos.
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Un proceso clave del desarrollo de la civilización y la cultura debería ser la eliminación de todo sufrimiento, pero especialmente del innecesario. Por tal, se entiende aquel que o bien puede ser eliminado de forma absoluta pues su cometido carece de sentido -por ejemplo los sacrificios rituales con la muerte de seres vivos- o bien aquellos cuyo fin puede ser útil pero pueden ser paliados, por ejemplo empleando la anestesia en las operaciones quirúrgicas o en el parto -nota: eliminar el dolor del parto es clave en la emancipación humana sin duda alguna-. Así, al juzgar algo donde existe el dolor y, con él, sufrimiento deberemos pensar, básicamente, el para qué se genera ese dolor y, luego, si es que resulta inevitable pues con él se consigue algo provechoso, si puede ser reducido o eliminado. Y por tanto, al pretender criticar algo e incluso exigir su prohibición, deberemos plantearnos si ese objeto que criticamos es o no un sufrimiento innecesario posible de eliminar. Y no solo posible, sino civilizatorio el hacerlo.
Las corridas de toros son sin duda un espectáculo cruel. En él se da el sufrimiento de un animal para el regocijo de otros. La cosa a primera vista parece clara: la exhibición pública de un ser vivo para causarle dolor cuya finalidad es la mera diversión no debería sino producir repugnancia y tristeza moral. Sin embargo, hay gente, lo cual nos despierta cierta sorpresa, que defienden dicho acto amparándose en cuatro argumentos fundamentales: primero, que se trata de un acto cultural -incluso que responde a problemas existenciales profundos, según la ministra-; segundo, que es una tradición a respetar; tercero, que aquellos que comemos carne, bien rica que está por cierto, no podríamos criticar esto pues se trataría de lo mismo; y cuarto, que su prohibición implicaría ir contra la libertad personal de las personas en poder elegir este espectáculo u otro.
¿Son los toros cultura? Para contestar a esa pregunta habría primero que responder a otra y es qué entendemos por cultura. Existen al menos dos definiciones generales de cultura que, creemos, pueden resumir cualquier otra. En la primera, de raíz antropológica, cultura es el conjunto de usos y costumbres de una sociedad determinada. En esta primera definición, sin duda alguna los toros forman parte de la cultura del mismo modo que el sacrificio humano para los aztecas o el campo de exterminio para los nazis, pues son usos y costumbres propios. Sin embargo, creemos que cuando los partidarios de matar toros hablan de esto se refieren al otro significado de cultura: algo que escapa al uso social y que se relaciona con un elemento superior de humanidad. Así, podríamos decir que en estos términos la cultura sería un elemento de distinción y enriquecimiento para los individuos, pues la idea sería que es mejor ser culto que no serlo ya que nos hace más humanos. Ahora bien, ¿enriquecen humanamente los toros? Si asistimos a su espectáculo veremos que la clave del toreo estriba en la violencia real, no ficticia, el sufrimiento también real y la humillación, otra vez real, de un animal. Así, la tortura sistemática producida hacia el toro, que comienza con la situación de estrés de verse encerrado para acabar en la muerte tras una tortura física de unos veinte minutos, solo añade más sufrimiento real al mundo y no parece enriquecerlo ni hacerlo mejor. Antes bien, la fiesta de los toros, o mejor: contra los toros que son los que fundamentalmente no disfrutan de la fiesta, no es sino la reproducción de aquello que ha sido la norma propia de la historia hasta ahora: la crueldad del fuerte sobre el débil. Es decir, si la cultura nos hiciera más humanos no parece que su camino fuera la repetición sistemática y programada de aquello que hasta ahora nos ha impedido serlo y contra lo que la misma cultura lucharía: la crueldad innecesaria. Y no vale aquí señalar que hay otros espectáculos crueles en el teatro o en las figuraciones –a través de asesinatos o violencia extrema- pues en ellos prima un hecho clave que está fuera de la llamada fiesta: la representación y fingimiento de dicha violencia. Efectivamente, en Hamlet mueren muchos personajes pero ninguna persona; en los toros mueren, y de verdad tras ser torturados, seres vivos. Por eso los toros no representan como las obras de arte sino que son el mundo: un lugar cruel y espantoso del que solo la cultura debería sacarnos. Y por eso, la cultura es ajena, por principio, al mundo de los toros –como lo es a este mundo-.
Pero, ¿no son los toros una tradición? Sí lo son. Y esto es sin duda, pero ahora la pregunta ¿y qué? Lo único que señala una tradición es que algo se ha mantenido en el tiempo con el permiso social de la clase dominante. Por ejemplo, ha sido tradición que los pobres pasaran hambre pero no se convirtió en ella seccionar limpiamente la cabeza de la aristocracia. Así, que algo sea una tradición no indica nada sobre su bondad o maldad. De hecho, el burka puede ser una tradición o la ablación y no parece, salvo distorsiones multiculturales, que representen elementos de cultura. Así, que algo cruel sea una tradición solo puede hablar mal del desarrollo histórico. Precisamente los toros son un ritual porque presentan la historia de la humanidad hasta ahora: crueldad. Además, seamos sinceros, que algo sea una tradición no quiere decir sino que ha sido una barbarie perpetuada.
¿Pero no comemos nosotros la carne? -ha quedado bíblico sin duda-. Pues evidentemente sí. Y la tomamos primero porque está muy rica. Y la tomamos también porque es sano e imprescindible. Efectivamente, no solo resultó clave en el proceso evolutivo del cerebro humano sino que además la ingesta de proteína animal resulta buena para el organismo. Es decir, la razón de que hagamos sacrificios animales para alimentarnos es que es necesario. No los matamos por placer. Y aquí surge, en relación con lo anterior, algo importante como es la distinción entre este dolor necesario y el ritual o el sacrificio de los toros o de cualquier otra fiesta de maltrato animal. En el sacrificio se consagra la forma de ser de las cosas y por eso tiene la idea de lo tradicional y acaba siendo un ritual y una tradición, sin embargo al asumir un mal necesario perpetuamente se busca la disminución del dolor y por eso hay progreso. Así, nosotros abogamos porque el animal sacrificado en el matadero lo sea de la forma menos cruel y dolorosa posible. Incluso opinamos que deberían prohibirse aquellas prácticas alimenticias, como el paté de ganso por ejemplo, que generan una relación entre el dolor del animal y la necesidad del producto desproporcionada. Sin embargo, el taurino festeja el dolor. Así no solo hay diferencia en la necesidad del hecho, entre los toros innecesarios y el matadero nutritivamente necesario, sino también en la forma. Al comer carne se lleva a cabo una necesidad donde la muerte del animal no se festeja; al hacer una corrida se celebra el dolor de la bestia –ahora nos referimos en la plaza solo al bovino-. Es la diferencia entre un anhelo de civilización y un deseo de permanencia en la barbarie.
Pero, muy bien, clama el partidario de la fiesta de -contra los- toros: ¿no tengo derecho a ejercer mi libertad? ¿No puedo ver lo que me plazca? Por supuesto, la libertad individual es fundamental en democracia y el estado no debe ser, como aquí ya hemos defendido, un padre moral. Y precisamente por ello no puede prohibir, aunque pueda determinarse como inmoral por cualquier persona, cualquier práctica admitida entre todos sus integrantes. Así, la condición para realizar libremente una acción es, precisamente, primero que sus integrantes, todos aquellos que de un modo u otro intervienen, tengan capacidad de dar su consentimiento; y, segundo, que efectivamente lo den. Por eso, por ejemplo, el estado puede y debe prohibir la tortura pero no las prácticas sadomasoquistas. Sin embargo en el mundo del toreo hay un ser al que nadie le pide opinión: al toro. Efectivamente la libertad de asistir a los toros implica, de hecho, matar a un ser que no ha hecho nada con el único motivo de divertirse. El toro es una víctima inocente que sirve para la humillación, de hecho se llama engaño, y la crueldad.
Cuando uno va, especialmente antes, a un pueblo le llama la atención el desprecio con que los lugareños tratan a los perros: el mío va a mi lado. Tal vez sea hora de volver a señalar que la verdadera humanidad no está en contacto con lo sencillo, con la naturaleza y demás porquerías sino en la sofisticación del pensamiento. Precisamente, lo humano está en ver ese documental donde por fin el león capturó a la cebra y sentir lástima de ella mientras el resto del rebaño vuelve a comer sin remordimiento alguno: solamente existe el del espectador. La cultura es sofisticación y aquella, a su vez, exige desear el fin del siempre presente sufrimiento. Es ingenuo pensar que prohibir los toros sea un gran paso pero debemos considerar también que al menos ya no habrá seis animales torturados, seis, cada domingo en cualquier lugar de España si esto se consigue. Ni más sangre ni más moscas.
Un proceso clave del desarrollo de la civilización y la cultura debería ser la eliminación de todo sufrimiento, pero especialmente del innecesario. Por tal, se entiende aquel que o bien puede ser eliminado de forma absoluta pues su cometido carece de sentido -por ejemplo los sacrificios rituales con la muerte de seres vivos- o bien aquellos cuyo fin puede ser útil pero pueden ser paliados, por ejemplo empleando la anestesia en las operaciones quirúrgicas o en el parto -nota: eliminar el dolor del parto es clave en la emancipación humana sin duda alguna-. Así, al juzgar algo donde existe el dolor y, con él, sufrimiento deberemos pensar, básicamente, el para qué se genera ese dolor y, luego, si es que resulta inevitable pues con él se consigue algo provechoso, si puede ser reducido o eliminado. Y por tanto, al pretender criticar algo e incluso exigir su prohibición, deberemos plantearnos si ese objeto que criticamos es o no un sufrimiento innecesario posible de eliminar. Y no solo posible, sino civilizatorio el hacerlo.
Las corridas de toros son sin duda un espectáculo cruel. En él se da el sufrimiento de un animal para el regocijo de otros. La cosa a primera vista parece clara: la exhibición pública de un ser vivo para causarle dolor cuya finalidad es la mera diversión no debería sino producir repugnancia y tristeza moral. Sin embargo, hay gente, lo cual nos despierta cierta sorpresa, que defienden dicho acto amparándose en cuatro argumentos fundamentales: primero, que se trata de un acto cultural -incluso que responde a problemas existenciales profundos, según la ministra-; segundo, que es una tradición a respetar; tercero, que aquellos que comemos carne, bien rica que está por cierto, no podríamos criticar esto pues se trataría de lo mismo; y cuarto, que su prohibición implicaría ir contra la libertad personal de las personas en poder elegir este espectáculo u otro.
¿Son los toros cultura? Para contestar a esa pregunta habría primero que responder a otra y es qué entendemos por cultura. Existen al menos dos definiciones generales de cultura que, creemos, pueden resumir cualquier otra. En la primera, de raíz antropológica, cultura es el conjunto de usos y costumbres de una sociedad determinada. En esta primera definición, sin duda alguna los toros forman parte de la cultura del mismo modo que el sacrificio humano para los aztecas o el campo de exterminio para los nazis, pues son usos y costumbres propios. Sin embargo, creemos que cuando los partidarios de matar toros hablan de esto se refieren al otro significado de cultura: algo que escapa al uso social y que se relaciona con un elemento superior de humanidad. Así, podríamos decir que en estos términos la cultura sería un elemento de distinción y enriquecimiento para los individuos, pues la idea sería que es mejor ser culto que no serlo ya que nos hace más humanos. Ahora bien, ¿enriquecen humanamente los toros? Si asistimos a su espectáculo veremos que la clave del toreo estriba en la violencia real, no ficticia, el sufrimiento también real y la humillación, otra vez real, de un animal. Así, la tortura sistemática producida hacia el toro, que comienza con la situación de estrés de verse encerrado para acabar en la muerte tras una tortura física de unos veinte minutos, solo añade más sufrimiento real al mundo y no parece enriquecerlo ni hacerlo mejor. Antes bien, la fiesta de los toros, o mejor: contra los toros que son los que fundamentalmente no disfrutan de la fiesta, no es sino la reproducción de aquello que ha sido la norma propia de la historia hasta ahora: la crueldad del fuerte sobre el débil. Es decir, si la cultura nos hiciera más humanos no parece que su camino fuera la repetición sistemática y programada de aquello que hasta ahora nos ha impedido serlo y contra lo que la misma cultura lucharía: la crueldad innecesaria. Y no vale aquí señalar que hay otros espectáculos crueles en el teatro o en las figuraciones –a través de asesinatos o violencia extrema- pues en ellos prima un hecho clave que está fuera de la llamada fiesta: la representación y fingimiento de dicha violencia. Efectivamente, en Hamlet mueren muchos personajes pero ninguna persona; en los toros mueren, y de verdad tras ser torturados, seres vivos. Por eso los toros no representan como las obras de arte sino que son el mundo: un lugar cruel y espantoso del que solo la cultura debería sacarnos. Y por eso, la cultura es ajena, por principio, al mundo de los toros –como lo es a este mundo-.
Pero, ¿no son los toros una tradición? Sí lo son. Y esto es sin duda, pero ahora la pregunta ¿y qué? Lo único que señala una tradición es que algo se ha mantenido en el tiempo con el permiso social de la clase dominante. Por ejemplo, ha sido tradición que los pobres pasaran hambre pero no se convirtió en ella seccionar limpiamente la cabeza de la aristocracia. Así, que algo sea una tradición no indica nada sobre su bondad o maldad. De hecho, el burka puede ser una tradición o la ablación y no parece, salvo distorsiones multiculturales, que representen elementos de cultura. Así, que algo cruel sea una tradición solo puede hablar mal del desarrollo histórico. Precisamente los toros son un ritual porque presentan la historia de la humanidad hasta ahora: crueldad. Además, seamos sinceros, que algo sea una tradición no quiere decir sino que ha sido una barbarie perpetuada.
¿Pero no comemos nosotros la carne? -ha quedado bíblico sin duda-. Pues evidentemente sí. Y la tomamos primero porque está muy rica. Y la tomamos también porque es sano e imprescindible. Efectivamente, no solo resultó clave en el proceso evolutivo del cerebro humano sino que además la ingesta de proteína animal resulta buena para el organismo. Es decir, la razón de que hagamos sacrificios animales para alimentarnos es que es necesario. No los matamos por placer. Y aquí surge, en relación con lo anterior, algo importante como es la distinción entre este dolor necesario y el ritual o el sacrificio de los toros o de cualquier otra fiesta de maltrato animal. En el sacrificio se consagra la forma de ser de las cosas y por eso tiene la idea de lo tradicional y acaba siendo un ritual y una tradición, sin embargo al asumir un mal necesario perpetuamente se busca la disminución del dolor y por eso hay progreso. Así, nosotros abogamos porque el animal sacrificado en el matadero lo sea de la forma menos cruel y dolorosa posible. Incluso opinamos que deberían prohibirse aquellas prácticas alimenticias, como el paté de ganso por ejemplo, que generan una relación entre el dolor del animal y la necesidad del producto desproporcionada. Sin embargo, el taurino festeja el dolor. Así no solo hay diferencia en la necesidad del hecho, entre los toros innecesarios y el matadero nutritivamente necesario, sino también en la forma. Al comer carne se lleva a cabo una necesidad donde la muerte del animal no se festeja; al hacer una corrida se celebra el dolor de la bestia –ahora nos referimos en la plaza solo al bovino-. Es la diferencia entre un anhelo de civilización y un deseo de permanencia en la barbarie.
Pero, muy bien, clama el partidario de la fiesta de -contra los- toros: ¿no tengo derecho a ejercer mi libertad? ¿No puedo ver lo que me plazca? Por supuesto, la libertad individual es fundamental en democracia y el estado no debe ser, como aquí ya hemos defendido, un padre moral. Y precisamente por ello no puede prohibir, aunque pueda determinarse como inmoral por cualquier persona, cualquier práctica admitida entre todos sus integrantes. Así, la condición para realizar libremente una acción es, precisamente, primero que sus integrantes, todos aquellos que de un modo u otro intervienen, tengan capacidad de dar su consentimiento; y, segundo, que efectivamente lo den. Por eso, por ejemplo, el estado puede y debe prohibir la tortura pero no las prácticas sadomasoquistas. Sin embargo en el mundo del toreo hay un ser al que nadie le pide opinión: al toro. Efectivamente la libertad de asistir a los toros implica, de hecho, matar a un ser que no ha hecho nada con el único motivo de divertirse. El toro es una víctima inocente que sirve para la humillación, de hecho se llama engaño, y la crueldad.
Cuando uno va, especialmente antes, a un pueblo le llama la atención el desprecio con que los lugareños tratan a los perros: el mío va a mi lado. Tal vez sea hora de volver a señalar que la verdadera humanidad no está en contacto con lo sencillo, con la naturaleza y demás porquerías sino en la sofisticación del pensamiento. Precisamente, lo humano está en ver ese documental donde por fin el león capturó a la cebra y sentir lástima de ella mientras el resto del rebaño vuelve a comer sin remordimiento alguno: solamente existe el del espectador. La cultura es sofisticación y aquella, a su vez, exige desear el fin del siempre presente sufrimiento. Es ingenuo pensar que prohibir los toros sea un gran paso pero debemos considerar también que al menos ya no habrá seis animales torturados, seis, cada domingo en cualquier lugar de España si esto se consigue. Ni más sangre ni más moscas.
2 comentarios:
Amen, Don enrique.
Aprovechando el paso del Pisuerga, aunque sea otro tema y sin tener la certeza absoluta de que los animalistas sean abortistas, pero lo doy por seguro; me es inconcebible que alguien se compadezca de un animal y no lo haga de un ser humano.
Un Oyente de Federico
Bien está, acabar con el sufrimiento en el mundo, pero sólo cuando en Tordesillas celebran su Torneo del Toro de la Vega. Quizá es que el objetivo sea demasiado amplio y para no esforzarnos con lo que tenemos alrededor lancemos -fíjese qué sutil- nuestro alegato anual de todos los terceros martes de septiembre. Sin ir más lejos, ése su perro, tan querido, imagino, -si no lo he leído mal ya no está con usted, lo siento-, tan bien tratado, al que se le ha despojado de su naturaleza para otorgarle otra que nada tiene que ver con él: recluido en un habitáculo artificial y tratado como lo que no es. Supongo que no tendría opinión ni se le consultaría. Suponemos que no sufre pero quiénes somos para preguntarle. Y es que lo importante no es cómo llega el animal al matadero sino como acaba en él sus días. No nos importa tanto cómo ha vivido sino que no sufra en el instante final. Con eso nos sentimos tan satisfechos, tan buenos y tan cultos, tan superiores a los bárbaros habitantes de Tordesillas. Y no, no lo somos.
Argumentar que a los aficionados a los toros nos mueve la tortura y el sadismo es desconocer en qué consiste nuestra afición. Bien dicho, mi afición, porque así como no califico a todos los hombres buenos tampoco lo hago con los que disfrutan con un espectáculo que a veces produce instantes de belleza inaprensible, incomprensibles para algunos. Se lo explicaría, pero para qué... Evidentemente hay borricos entre los aficionados pero casi tantos como entre los que no lo son. Leer no exime de borriquería porque hay libros que le hacen a uno peor de lo que ya era.
Y sí, entiendo el problema básico de este asunto, cómo dialogar con el toro. Lo normal es que no se deje y le mande a uno en cuanto pueda por los aires con un agujero en su cuerpo. No sé cómo pedir su opinión. A mí no me gusta lo de Tordesillas pero no me incomoda. Ni lo hacen la hamburguesa o la gamba cocida. Disfruto de las corridas de toros y de otros festejos menores. No soy más bárbaro que usted. A mí me canta el canario en la jaula siempre que le echo de comer.
Un saludo.
Imperialista.
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