A mí, Ortega y Gasset no me gusta especialmente. Le reconozco que escribe muy bien, ya quisiera yo, y que siempre se preocupó de resultar claro, frente a tanto filósofo que esconde la simpleza en la oscuridad. Pero, me resulta no elemental, como dicen los entendidos, sino precisamente un liberal autoritario muy inteligente: nada simple, vaya. Y por eso, por un simple ni me molesto, no me gusta. Sin embargo, siempre se puede aprovechar uno de las cosas que dice incluso tu enemigo y Ortega habla de la moral del señorito como aquel que solo percibe derechos y nunca deberes. Siente el señorito que el mundo, como totalidad que diría Kant -¿a que se nota que cuando me pongo erudito me da la risa?-, le debe algo. En el fondo vive para que todo esté a su servicio.
Por supuesto, no solo existe sino que debe existir el derecho a la huelga. De hecho, yo mismo lo he ejercido el pasado 8 de junio -con el éxito, por cierto, que caracteriza a las acciones que apoyo- y en varias ocasiones más. Cuando uno hace huelga la hace por interés y, lógicamente, al hacerla busca perjudicar de algún modo a sus jefes. Y esto es importante: a sus jefes. Así la huelga tenía por objetivo parar la producción porque eso resultaba negativo para el capitalista: era un chantaje de los débiles a los más fuertes. La huelga tenía, y debía tener, ese espíritu moral. Algo viejo, sin duda.
El problema surge cuando la economía de servicios gana fuerza y un amplio colectivo laboral empieza a trabajar en él. Y el receptor de dichos servicios es de la misma clase social que los trabajadores del mismo o inferior –pues los servicios acaban siendo muchas veces copados por una élite obrera que es la empleada en las empresas públicas-. De esta forma, la huelga de estos sectores deviene de forma necesaria en realizar acciones que precisamente repercutan en ese colectivo tan o incluso más débil que los propios huelguistas. Es decir: comienza a haber rehenes entre la propia clase obrera. Y cuando hay rehenes uno debe tener cuidado del motivo de su cautiverio y cuidado, asimismo, con las condiciones del mismo.
Los trabajadores del metro han decidido hoy secuestrar la ciudad. Este secuestro se ha producido porque les han bajado su nómina. Por supuesto, tenían derecho, y tenían razón, en ir a la huelga: yo lo hice por lo mismo. Por supuesto, tenían derecho a estar en contra de los servicios mínimos. Sin embargo, lo interesante es que han estado a favor de que no hubiera ningún servicio mínimo cuando, del mismo modo que los han paralizado absolutamente, los podían haber parado parcialmente. Sin embargo, lo interesante es que la huelga no ha perjudicado a su jefe máximo, Esperanza Aguirre en este caso, sino sólo a gente más débil que ellos. Y, sin embargo, lo más interesante es que la autoproclamada izquierda les ríe la gracia. Tal vez porque la huelga sea, solo tal vez, contra Esperanza Aguirre.
La moral del señorito implica abusar del débil para conseguir sus objetivos. Sin embargo, no todo vale. Aunque tal vez, quién sabe, yo sea un malvado fascista y el resto un colectivo rebelde.
Por supuesto, no solo existe sino que debe existir el derecho a la huelga. De hecho, yo mismo lo he ejercido el pasado 8 de junio -con el éxito, por cierto, que caracteriza a las acciones que apoyo- y en varias ocasiones más. Cuando uno hace huelga la hace por interés y, lógicamente, al hacerla busca perjudicar de algún modo a sus jefes. Y esto es importante: a sus jefes. Así la huelga tenía por objetivo parar la producción porque eso resultaba negativo para el capitalista: era un chantaje de los débiles a los más fuertes. La huelga tenía, y debía tener, ese espíritu moral. Algo viejo, sin duda.
El problema surge cuando la economía de servicios gana fuerza y un amplio colectivo laboral empieza a trabajar en él. Y el receptor de dichos servicios es de la misma clase social que los trabajadores del mismo o inferior –pues los servicios acaban siendo muchas veces copados por una élite obrera que es la empleada en las empresas públicas-. De esta forma, la huelga de estos sectores deviene de forma necesaria en realizar acciones que precisamente repercutan en ese colectivo tan o incluso más débil que los propios huelguistas. Es decir: comienza a haber rehenes entre la propia clase obrera. Y cuando hay rehenes uno debe tener cuidado del motivo de su cautiverio y cuidado, asimismo, con las condiciones del mismo.
Los trabajadores del metro han decidido hoy secuestrar la ciudad. Este secuestro se ha producido porque les han bajado su nómina. Por supuesto, tenían derecho, y tenían razón, en ir a la huelga: yo lo hice por lo mismo. Por supuesto, tenían derecho a estar en contra de los servicios mínimos. Sin embargo, lo interesante es que han estado a favor de que no hubiera ningún servicio mínimo cuando, del mismo modo que los han paralizado absolutamente, los podían haber parado parcialmente. Sin embargo, lo interesante es que la huelga no ha perjudicado a su jefe máximo, Esperanza Aguirre en este caso, sino sólo a gente más débil que ellos. Y, sin embargo, lo más interesante es que la autoproclamada izquierda les ríe la gracia. Tal vez porque la huelga sea, solo tal vez, contra Esperanza Aguirre.
La moral del señorito implica abusar del débil para conseguir sus objetivos. Sin embargo, no todo vale. Aunque tal vez, quién sabe, yo sea un malvado fascista y el resto un colectivo rebelde.